jueves, 31 de marzo de 2011

Viaje a Granada (IV y último)

Domingo, 27

Como J. Á., el pobre, se había ido de fiesta por la noche, el domingo por la mañana nos levantamos tarde e hicimos tiempo para que el angelico pudiese dormir un poco antes de irnos a comer. Nos encontramos con sus padres, que se acercaron desde Úbeda, y paseamos un rato por la avenida de la Constitución, que está ahora sembrada de estatuas (García Lorca, Falla, Frascuelo...), algunas sentadas en los bancos para que la gente se les pueda arrimar, pasarles el brazo por el hombro y sacarse unas bonitas fotos.

Nos cruzamos, en este paseo, con unas jornaleras que estaban entrenándose para la Semana Santa. Llevaban el paso sin la imagen, que habían sustituido por unos raíles de tren que, según nos explicó un señor que las acompañaba, pesaban tonelada y media.


A la una y media, su padre llamó al angelico. "Ya llego, esperadme en la esquina". ¡El tío todavía no había pasado por casa! Efectivamente, apareció a los dos minutos, sin signos evidentes de fatiga. "Subo a cambiarme y ya nos vamos". Mientras lo esperábamos, en San Juan Dios se había formado una cola de menesterosos esperando que les abriesen las puertas del comedor. Había gentes de todo tipo, todos con su pequeña mochila al hombro y la piel muy morena, de pasarse, como los pájaros, todo el día al aire libre. Apenas hablaban entre ellos, y los que lo hacían intercambiaban frases muy cortas, con una voz áspera y grave. Alguno llevaba un perrete, que había atado a las verjas de la calle. Cuando el guarda de seguridad les abrió al fin la puerta, entraron disciplinadamente y en silencio, y con la cabeza gacha.





Cuando J. Á. volvió, con una camiseta sin mangas y unas gafas de espejo ("Pareces italiano, nene", le dije. "La última vez que me puse estas gafas, en septiembre, también me lo dijeron", me contestó), nos fuimos de nuevo al Albaicín. Calles pinas y empedradas, casas cerradas y secretas, plazas y placetas... Cuesta de la Alhcaba, de San Gregorio, Placeta de las Tomasas, de Aliatar, del Comino, del Rosal, de los Gitanos, calle  Beso, donde hay una taberna con el mismo nombre...



El Albaicín es una ciudad dentro de la ciudad, un laberinto de casas y cármenes blancos, calles solitarias y plazas que se abren por sorpresa a la vuelta de cualquier esquina. Un pueblo grande que mira ensimismado y lleno de asombro a la roja Alhambra.



De vez en cuando desembocas, como sucede en el Mirador de San Nicolás, en un lugar lleno de gente y de ruido, pero a poco que te retires, enseguida te encuentars solo y en silencio, el rumor del gentío se va perdiendo rápidamente y ya solo se escucha, si acaso, la conversación que sale de una ventana abierta, unas risas, el entrechocar de platos y cubiertos o a alguien que canta, normalmente muy bien. 






Pasó el tiempo como una estrella fugaz, nos despedimos, nos subimos de nuevo al coche... Durante media hora pudimos continuar viendo, por el retrovisor, la nieve de Granada.


miércoles, 30 de marzo de 2011

Viaje a Granada (III)

Sábado, 26

Por la mañana nos acercamos al Parque de las Ciencias. P. quería volver a verlo. La verdad es que se trata de un lugar fascinante, un gabinete de curiosidades o cuarto de maravillas que habría hecho la felicidad de cualquiera de aquellos beneméritos naturalistas dieciochescos. Hay siempre dos o tres exposiciones temporales, y cuatro o cinco permanentes. Entre estas, la más extraordinaria es la dedicada al cuerpo humano. En un amplio salón en penumbra hay allí cosas prodigiosas. La que más, el cuerpo plastinado de un pobre fumador, con los pulmones ennegrecidos al aire, como esponjas viejas que hubiesen usado en un taller mecánico. Esto de la plastinación nos los explicó con placer sádico y no disimulado un encargado la primera vez que estuvimos, hace un par de años. Al parecer, una vez muerta la persona o el animal  -hacerlo antes es peligroso e incómodo-, se le sacan todos los líquidos corporales y se sustituyen por resina de silicona. Quedan los cuerpos estupendamente, jamás se pudren y no huelen. Al antiguo fumador lo tienen metido en una urna, colocado con cierta chulería, en actitud de llevarse un cigarrillo a los labios. Además de plastinarlo lo han despellejado, le han retirado las grasas y parte de los músculos y se le pueden ver no solo los ennegrecidos pulmones, sino también todas sus vísceras, las costillas y su pequeño corazón. A mí me da mucha lástima y, lo mismo que hace dos años, frente a él me asaltaron las mismas preguntas: ¿Quién habrá sido este hombre?, ¿cómo se llamaría?, ¿cómo habrá sido su vida?, ¿sabrá lo que han acabado haciendo con él?, ¿vendrán a verlo, disimulados entre los visitantes, sus familiares, y surcará una furtiva lágrima sus mejillas?...



Había también una colección de corazones conservados en formol, de diferentes animales, y todo tipo de artilugios y juguetes donde poder comprobar la temperatura corporal o la parte del cerebro que interviene en las diferentes actividades que solemos llevara a cabo. Vimos todo esto en compañía de un grupo del Inserso que curioseaba por los rincones con mucho interés: "¿Qué hay ahí?", preguntaba una señora muy alta y delgada señalando un pequeño cuarto oscuro donde pasaban en un breve documental.  "Nada, una novela sobre el celebro", le contestó una compañera. Y la otra, que parecía maestra jubilada, la reprendió: "Cerebro, se dice cerebro". "Pues eso,- replicó la amiga- lo que te he dicho, una novelilla del celebro".

En la parte superior tienen muchísimos frascos donde conservan en formol bichos de todas clases y unas culebras gigantescas, y colgados del techo los esqueletos de diversos animales. Sin embargo, nosotros íbamos ya un poco distraídos, pensando una y otra vez en ese pobre señor plastinado. Tantas fatigas para acabar así, en una urna, como un espantapájaros de fumadores...



Después vimos también, en otra sala enorme, una galería de animales disecados, colocados  con un criterio muy dramático y espectacular. Pero era todo muy triste, sobre todo nada más entrar, donde te recibían cuatro colibrís muertos, alineados y muy juntos, como en una morgue diminuta.




Y antes de salir, en un cuarto muy pequeño preparado para ello, unas mariposas tropicales muy  vistosas que volaban alegremente y se te posaban en los hombros, con mucha confianza, como loros amaestrados.


Luego, cuando salíamos, uno de los jubilados animaba a sus compañeros de excursión a entrar en el pabellón de los experimentos físicos: "Vamos pa cá, que hay un péndulo tan grande como el mío". Repitió tres o cuatro veces esta llamada, contentísimo con su hallazgo, del que se reía él mismo con grandes convulsiones.
En la calle Elvira nos reunimos con J. Á., que a pesar de haberse acostado a las seis de la mañana se veía  fresco y campante. A nosotros esta calle nos gusta mucho porque es como un río, con caprichosos meandros, y además parece una calle de hace veinte o treinta años, con muchas casas abandonadas y muy viejas, gentes destartaladas en los portales y gran cantidad de bares nocturnos que a aquella hora del mediodía no se podía saber si continúan en activo o llevan cerrados veinte o treinta años. Comimos en una pizzería que, el camarero nos lo confirmó, lleva en ese mismo sitio treinta y tantos años, y que no debe de haber cambiado de decoración, oscura y un poco fúnebre, desde entonces.
Y ya subimos al Albaicín, que empieza ahí mismo. Nos llevó J. Á. a una tetería moderna donde trabaja una amiga suya. Lo mejor de ese local es la diminuta terraza que tiene en el tercer piso, donde, si se encuentra sitio,  puede tomarse uno una infusión contemplando la Alhambra como un viejo califa. Tuvimos suerte, porque a aquella hora tan solo había allí subidas dos estudiantes francesas, muy blancas de piel, que se bebían el paisaje y sus tés con unas poses muy interesantes.

Estuvimos allí un buen rato, encantados y silenciosos, como si aquello fuera una alfombra mágica suspendida sobre los tejados del Albaicín. De vez en cuando, llegaba hasta allí un viento serrano que azotaba el toldo que nos protegía del sol y sonaba este como la vela de un barco. Un barco volador.


La Plaza de San Nicolás era una romería. Me recordó a la de los Mártires de Valdecuna, en mi pueblo, la que Víctor Manuel romanceó hace ya tiempo en una hermosa canción. Es natural. No creo que haya muchos lugares en el mundo tan hermosos como este. A mí me recuerda mucho al Paseo de San Pedro, en Llanes. Lo mismo que frente al mar, desde este mirador ante la Alhambra a uno le resulta muy difícil irse de allí, arrancar la mirada de ese edificio. La Alhambra posee la rara cualidad que también encontramos en el mar. Es casi imposible dejar de mirarlos. Pero además de la Alhambra, allí el espectáculo  humano es variadísimo y proporciona un entretenimiento seguro. Se agolpaban alrededor todo tipo de gentes: los hijos y nietos de aquellos tiernos hyppis de los años 60, grupos de disciplinados y tristes japoneses, parejas de ancianos ingleses, gitanos con sus guitarras, los jubilados del Inserso del Parque de las Ciencias, familias numerosas, grupos de jóvenes estudiantes, místicos, carteristas, policías municipales, gentes grises como nosotros... De todo un poco. Y cada uno a lo suyo, sin molestar al vecino ni ser molestado. Una maravilla.


 



 


Y ya fuimos bajando, de vuelta de este viaje sabatino, no sin antes parar en Plaza Larga a tomar un café entre gitanos finos y gentes del barrio, músicos ambulantes que intercambiaban sus conocimientos, y dos o tres extranjeros maravillados; y dando un pequeño rodeo, por la Cuesta del Chapiz hasta el Paseo de los Tristes, que igual que el Mirador de San Nicolás y el Paseo de San Pedro es el lugar más hermoso del mundo; y luego por la Carrera del Darro, por la que pasaban autobuses diminutos atestados de gentes como sardinas en lata. En Plaza Nueva nos despedimos de J. Á., que se iba de cumpleaños, y lentamente alcanzamos el hotel, cansadísimos y felices... ¡Pobre J. Á., pensábamos, que se tiene que ir de fiesta después de un día así! Y ya nos quedamos dormidos, arrullados por este compasivo pensamiento.

martes, 29 de marzo de 2011

Viaje a Granada (II)

Continuación...

Viernes 25 (al atardecer)

Callejeamos entre la catedral y la Gran Vía, donde nos cruzamos con unos aficionados checos, todos altísimos, de dos metros cada uno, o más. Paseaban felices con unos helados inmensos, grandes como antorchas olímpicas, entre las manos. Al verlos, nos entró a nosotros también el deseo, y nos acercamos a Los Italianos, a probar esas delicias, pero en cucuruchos más modestos.


Al lado de la catedral, pegado a uno de sus muros, habían colocado un mercadillo de especias, hierbas y floritos. Le daba un aire medieval a la calle y, sobre todo, la perfumaba de un modo prodigioso.


Como aún teníamos tiempo, nos llevó J. Á. a la Fundación José Guerrero, a ver una exposición de John Gutmann. Nos gustó muchísimo. Como nos acostumbra a suceder con las fotos que nos gustan, encontrábamos en cada una de ellas una pequeña novela, un cuento, que sería hermoso escribir algún día...







Después, antes de marcharnos, subimos al piso más alto, donde tienen colgados seis cuadros del pintor granadino que da nombre al museo. Pero no íbamos a verlos a ellos (salvo un autorretrato muy delicado, el resto, no sé por qué, me trajo a la memoria los cólicos biliares que sufría con regularidad no hace mucho), sino a contemplar la catedral por el amplio mirador que hay en esa sala.




Luego ya nos fuimos de nuevo a la Escuela. A aquella hora de la tarde, cuando los estorninos ya estaban de vuelta a la vecina Plaza de la Trinidad y la algarabía llegaba hasta la calle Alhondiga, nos pareció un lugar muy agradable. Apenas se veía a gente, dos o tres personas en cada taller, trabajando ensimismadas y en silencio con sus tornos o en una fragua muy hermosa. De vez en cuando, salia de uno de esos talleres un alumno, o el profesor, todos con el aspecto sereno y serio de los artesanos que están conformes con su oficio.

El sótano donde habían instalado la exposición ya estaba abierto. No había nadie, salvo una señora, seguramente una bedel, que lo cuidaba y al mismo tiempo estaba ayudando con los deberes a un chiquillo que debía de ser su sobrino. Nos dijo que no podíamos hacer fotos y ya no se ocupó más de nosotros.

Al salir, en el pasillo había una escultura "en movimiento", lo que ahora se llama una instalación: sobre un pedestal blanco, se habían vertido grandes cantidades de caramelo que, al irse deshaciendo, caía por la peana abajo y, cuando nosotros la vimos, ya había alcanzado el suelo. Parecía alquitrán derretido.




Al sacarle una foto para guardar testimonio de ello, la luz del flash alertó a un señor que salió como centella de la cafetería, que estaba allí al lado. Pensé que me iba a regañar y a decirme, como en el sótano, que estaba prohibido fotografiar semejante obra de arte. Pero no. Cuando me vio, no dijo nada y, al mirarle yo interrogativamente, desvió los ojos y se puso a contemplar aquella obra en marcha con los brazos cruzados. Yo creo que sí que salió tan rápidamente para reconvenir y gritarle a quien fuese esa prohibición, pero que seguramente pensaba que se trataría de un alumno díscolo que la estaba retratando para burlarse de ella, y que, al encontrarse con un señor canoso que le miraba tan serio, se cortó. Aunque también pudiera ser que lo tengan allí apostado, en la cafetería, para vigilar que el caramelo no se extienda por toda la escuela o que, en un descuido, acabe por tragarse a alguien, un alumno, un profesor o, como era nuestro caso, a una visita inocente.

Después de esto nos llevó A. de tour nostálgico: el Triunfo, Ancha Capuchinos, Cristo de la Yedra..., el barrio donde pasó cinco años de su vida. Tomamos una caña en el Bar Verona, que aún se mantiene abierto. "¡Qué mayores se ven!", se lamentó A. al ver a las camareras, que eran las mismas de aquellos años mozos suyos. "¡Eran modernísimas! Y muy buena gente. Les dejaban un cuarto, a los reclutas, para poder cambiarse y dejar allí sus uniformes". También encontró en pie, en la esquina, la panadería "La Gracia de Dios", y ya en Cristo de la Yedra, la que fue su calle, el Bar Alhambra, que estaba abriendo sus puertas en ese mismo momento. Luego se acercó al número 12. "¿Y si llamo y subo a ver cómo está el piso? El primer año que vivimos aquí, una tarde llamaron  a la puerta. Eran un par de muchachas. Nos contaron que habian vivido en ese lugar hasta el año anterior, y que los que habían pasado allí habían sido  maravillosos , y nos pidieron permiso para entrar y verlo de nuevo un poco". "", le dijimos, "pero tú tendrás que decirles que viviste aquí hace más de veinte años, y los jóvenes son hoy más desconfiados y a lo mejor se creen que quieres atracarlos o robarles y no te van a dejar entrar". Creo que ni nos escuchó, tan absorta estaba en sus recuerdos. Se quedó todavía un rato con la cara pegada al cristal del portal, pero no se decidió a llamar y finalmente nos marchamos.

Nos fuimos a tapear, lo cual, en una ciudad como Granada, es asunto muy serio. Guiados por J. Á., cruzamos por la Facultad de Ciencias, levantada por las obras del metro, y entramos en Los Peruanos y luego, a muy escasos pasos, a un local llamado EL Reventaero. Estaban los dos llenos hasta los topes y allí, saltaba a la vista, la vida era bella: juventud, risas y unas tapas pantagruélicas que la muchachada devoraba con entusiamo y gran alboroto. Al entrar A. y yo, la media de edad subía significativamente, pero nadia hacía caso de tal cosa, pues estaba todo el mundo muy ocupado con las raciones que los camareros les ponían debajo de las narices. Mientras nos tomábamos unos montaditos de lomo largos como goletas, nos preguntábamos si sería hermoso volver a esa edad, estar matriculados en cualquiera de estas facultades y pasar las tardes por estas calles... Y tan atareados estábamos con esas tapas tremendas, que no supimos bien qué contestarnos.


Largo y fructífero había sido ya este viernes, de modo que dejamos que J. Á. se fuese con sus amigos y nos volvimos, Pedro Antonio de Alarcón arriba, camino del hotel, a descansar, quitarnos los fatigados zapatos y ver por la tele cómo, a muy escasos metros de donde nos encontrábamos, la selección conseguía una sufrida victoria ante los altísimos y aguerridos checos.



lunes, 28 de marzo de 2011

Viaje a Granada

Viernes, 25

Entramos a la ciudad con el "Vuelvo a Granada" de Miguel Ríos bien alto en el equipo de música del coche. Antes habíamos escuchado un ratito "El pequeño reloj", de Morente, como homenaje, pero para la llegada preferimos algo más alegre y enérgico, porque siempre nos pone muy contentos volver a esta ciudad.


En el hotel, un amigo de la recepcionista había conseguido que esta le dejase curiosear en la lista de clientes. Quería saber si se alojaba allí Sara Carbonero.

-Hay gente de la Cope y de la Cadena Ser, pero  ya te dije que ella no está aquí. Estará allí enfrente, con su novio- y señalaba displicente al otro lado de la calle, donde al parecer estaba alojada la selección de fútbol, que jugaba esa tarde en Los Cármenes.

-Pues es una pena, con la ilusión que me hacía verla- se lamentaba el amigo.

-Bueno, ya está bien- la amiga recepcionista le arrebató la hoja y, agitándola delante de su rostro, le conminó - Y a ti nadie te ha enseñado esto, ¿de acuerdo?

¿Y Santiago Segurola, está Santiago Segurola?, estuve a punto de preguntarle a la muchacha. Pero no lo hice. Todavía no teníamos confianza. A mí me habría gustado mucho ver a este hombre, para acercarme y darle las gracias por esas crónicas suyas tan estupendas, y nada más salir a la calle iba mirando por todos lados, por si andaba por ahí, y cuando nos cruzábamos con un grupo de tres o cuatro personas juntas, todos  me parecían periodistas deportivos recién llegados de Madrid.


Luego nos fuimos a comer con J. Á. Reconocí, en la mesa de al lado, no a mi admirado Segurola, sino a Diego Mainz, jugador que fue el año pasado defensa central del Albacete, y juega esta temporada en el Granada. Nunca vamos al fútbol, y el año pasado no habremos visto  más de dos o tres partidos del Albacete por la tele. Y sin embargo, se me ha quedado la cara de este muchacho. Tengo ese don. Veo una vez a una persona y ya no se me despinta la cara. Se trata de un talento  inútil, que proporciona unos conocimientos inútiles.  Por el contrario, si se nos rompe la cisterna del baño y el agua comienza a manar imparable, no sabemos dónde está la llave de paso ni, una vez encontrada, cómo se cierra esta (esto ya lo contaré en otra ocasión).


Después nos fuimos a ver la casa de J.Á. Es una casa de estudiantes. Diminuta y destartalada, la comparte con dos amigos en un callejón estrecho que sale a San Juan de Dios. Como suele suceder en estas fincas, no les falta una vecina solitaria y amante de los gatos, que se dedica a darles de comer y atrae a la república felina de todo el barrio, con el consiguiente escándalo; y en el primero, unos señores de mediana edad a los que han bautizado como Los Chamaquitos ( -¿Mexicanos?, le pregunté. -No, peruanos- me aclaró), que suelen escuchar músicas sabrosonas a todas horas y que deben de ser numerosos por los colchones que se ven en el balcón.



En el portal, encima de los timbres, había una instalación artística muy original, obra de los cerrajeros granadinos que, a lo que se ve, son tantos que se ven obligados a ganarse un sobresueldo con estos composiciones tan coloristas.


Luego nos llevó a tomar un café a un sitio precioso, el  Bohemia Jazz Café, en la Plaza de los Lobos. Se trata de un local oscuro, como una cueva, lleno de libros y de fotos en blanco y negro de viejos artistas. Olía maravillosamente, a café, libros y maderas empapadas del humo de todos los cigarrillos que se habrán fumado allí hasta hace dos días. Tomamos nuestras bebidas entre Peter Lorre y un jovencísimo Alfredo Mayo. Como en otros muchos lugares de esta ciudad, estaba todo lleno jóvenes que hablaban sin parar, se reían o le cantaban el cumpleaños feliz a uno de sus amigos. Cerca de nosotros, dos muchachos hablaban de sus erecciones con gran naturalidad. Aunque agucé bien el oído, la música y el rumor del resto de las conversaciones no me permitieron enterarme bien de la naturaleza de esa charla.

Antes de salir, mientras esperaba a los demás que habían ido al servicio, intenté hojear alguno de los libros. Imposible. Los tenían pegados con cola a las baldas.


 
Entre esa Plaza de los Lobos y la de la Trinidad (que los vecinos también llaman de la Mierda por lo peligroso que resulta cruzarla al atardecer, cuando los estorninos vuelven a sus nidos y, antes de acostarse, se alivian sobre los paseantes), nos llevó J. Á., que conoce bien nuestros gustos, a una librería de viejo. Allí, afortunadamente, los libros no estaban prisioneros, sino muy bien cuidados y limpios, y los  podía uno sacar de la estantería para contemplarlos. Nada más entrar, a mano izquierda y en una balda de las más altas, uno de ellos se adelantó unos centímetros, y asomó su lomo entre los demás. Yo diría que hasta me silbó muy suavemente. Evidentemente, trataba de llamar mi atención. Era la Guía de Cataluña que escribió Pla para Destino, dentro de una colección de guías de España. Con fotografías de Catalá Roca y unos planos muy bonitos. De Pla uno leería hsta las listas de la compra, si las hubiere. Le expliqué a A. la situación: que había empezado él, que no era yo quien lo había buscado sino él a mí, y que cuando un libro te llama de esa manera, cómo dejarlo allí, le pregunté, eso sería casi como abandonar a un hijo. Me miró con lástima. Lo que costaba no se lo dije ni ella me lo preguntó. Mejor así. De manera que me dio permiso, con una curiosa mezcla de benevolencia y leve irritación: ¿Dónde vamos a meter tanto libro? Pero haz el favor de comprarlo ahora mismo, que si no vas a estar toda la tarde pensando en él y mañana tendremos que volver otra vez hasta aquí.




Cerca de esa Plaza de la Trinidad está la Escuela de Bellas Artes donde estudia J. Á. Íbamos allí para ver la exposición de fotos de un certamen sobre Igualdad  en el que le han dado el primer premio con esta que ya hemos traído hasta aquí un par de veces:


El sótano donde las tenían expuestas lo encontramos cerrado. No abrían hasta las siete. Así que nos fuimos a callejear por ahí, para hacer tiempo...
Continuará

jueves, 24 de marzo de 2011

Información meteorológica

Hace un par de jornadas se celebró el Día de la  Meteorología. Soy gran partidario de esta disciplina y de la información que nos proporciona tan puntualmente. A mí, los hombres y las mujeres del tiempo me caen estupendamente. Soy un fiel seguidor de sus espacios televisivos y espero con fruición su presencia. Pasadas todas las noticias de los desastres que asolan al mundo, las banalidades deportivas y los breves minutos culturales, la aparición de estas gentes me alegra el día.


Tengo amigos a los que les ponen nerviosos estos profesionales por lo que gesticulan y porque, me dicen, en realidad nunca dicen nada nuevo: que hace frío en el invierno, calor en el verano, y en las primaveras y otoños un tiempo variable, incierto y desigual; que llueve más en el Norte, y es más seco y tórrido el Sur... Desde luego que llevan razón. Sin embargo, a mí esas obviedades me dan mucha tranquilidad, como a esos niños que piden que se les cuente, una y otra vez, el mismo cuento, sin permitir la más leve variación a quien se los relata. Tampoco les gusta a estos amigos nuestros que, en algunas cadenas, dediquen tantísimos minutos a este tipo de informaciones, y creen que es una manera más de distraernos de los asuntos  graves y serios de cada momento y adormecernos entre borrascas y anticiclones. Puede ser. Pero a mí me gustan mucho esos minutos y jamás se me hacen largos.


Yo creo que esto de la información meteorológica es uno de los grandes géneros literarios. Un género proteico, completo y muy rico, en el que se integran de forma natural y fluida la épica (sobre todo en los inviernos, con esos frentes borrascosos que avanzan y barren el territorio como invencibles y oscuros ejércitos sombríos), la lírica (por supuesto, en la florida primavera, pero también en  el otoño de melancólicos atardeceres y hojas caídas que el viento arrastra...) y la dramática (esos encantadores presentadores que gesticulan como dementes y  monologan frente a nosotros con  entusiasmo y denuedo...).

Además, hace un par de días hicieron su programa para mí. Abrieron su espacio con imágenes de Albacete, para ilustar cómo entraban, por el Este de la Península, grandes y ominosas nubes que se anunciaban cargadas de lluvias y tormentas. Inmediatamente después, subieron hacia el Norte, para mostrarnos que, en cambio, allí el día era luminoso, limpio y transparente, y pusieron unas bellas estampas de ... ¡Mieres! Me emocionó.

Consolación de los fumadores

En un libro muy hermoso que acabo de leer - La felicidad de los pececillos-, se pueden encontrar, entre otras muchas cosas de gran interés, estas dos anécdotas que no dejarán de consolar a los atribulados fumadores que tan difíciles tiempos viven:


Hace muy poco, un semanario inglés traía una anécdota ejemplar: en el compartimento relativamente lleno de un tren, dos enamorados que se besaban apasionadamente desde hacía un buen rato se entregaron finalmente a un completo ayuntamiento ante la mirada impasible de los otros pasajeros. Al fin, cuando en el poscoito los amantes se encendieron un cigarrillo, sus compañeros de viaje abandonaron de repente su reserva y les recordaron con indignación que era absolutamente inapropiado fumar en un lugar público.


La segunda, también de ambiente ferroviario, le sucedió al padre del escritor C. S. Lewis, que gustaba de contársela a todo el mundo:


Viajaba en uno de esos trenes a la antigua, sin pasillos, en los que los pasajeros se hallan aprisionados en sus compartimentos mientras el tren está en marcha. No estaba solo en su compartimento: enfrente de él había sentado otro viajero, un granjero de aspecto respetable, vestido con un traje de tweed, pero cuya tensa expresión se explicó bien pronto por una imperiosa necesidad natural. Como el tren continuaba resoplando por montes y valles sin ninguna estación a la vista en que fuera posible encontrar unos servicios, el personaje en cuestión se bajó los pantalones, se agachó sobre el suelo del compartimento y defecó. Terminada la operación, y una vez que el viajero, vestido ya de nuevo, se hubo vuelto a sentar enfrente de Albert Lewis, el olor que flotaba en el compartimento se volvió tan espantoso, que Lewis se sintió a punto de vomitar. A falta de poder ahogar ese olor tan espantoso, Albert Lewis intentó al menos diversificarlo encendiendo su pipa. Pero en ese momento, el extraño sentado enfrente de él, que no había dicho ni una sola palabra en todo el viaje, se inclinó hacia él y con un índice severo indicó un cartelito pegado en la ventanilla, que rezaba: "PROHIBIDO FUMAR". Para C. S.  Lewis, esta anécdota que contaba su padre había resumido siempre de un modo ciertamente demencial una profunda verdad respecto a Irlanda del Norte y a lo que significaba vivir en ella".

(Simon Leys, La felicidad de los pececillos. Cartas de las antípodas, Acantilado, 2011)


miércoles, 23 de marzo de 2011

Domingo ubedí

Coincidimos el fin de semana ubedí con J.Á., que llegó de Granada, donde está estudiando. Sigue llevando una coleta que no nos gusta a ninguno de la familia, y colgada del cuello su cámara de fotos. Fue bajarse del autobús, y ya se puso a echar fotos a todo el mundo y a cualquier parte. Eso nos contó P., que fue  a buscarlo a la estación con su tito.


La verdad es que hace unas fotos estupendas. Algunas se pueden ver en un blog que acaba de abrir y que yo recomiendo muy vivamente desde aquí. Se llama http://pinturaconluz.blogspot.com/.  Merece la pena. (Si todo esto fuese pasión de tío, creo que es pasión justificada).

Nos estuvo contando de las cosas que hace en Granada, muchísimas, y de fotógrafos muy famosos de los que nosotros jamás habíamos oído hablar: David Jiménez, que va a venir de Berlín, donde tiene el estudio, a darles un taller el mes que viene, del turco Nuri Bilge Ceylan, y de varios más de los que ya no guardamos memoria.



El señor Nuri Bilge hace unas series que parecen sacadas de una película, como si fuesen sus fotogramas, y al verlas le entran a uno ganas de ponerse a escribir una novela en la que contar la historia de esas gentes que retrata, o pintar en ella esos paisajes.













 
El domingo por la mañana se puso las botas este sobrino nuestro, porque había, en la Plaza de la Cruz de Hierro, una  fiesta renacentista en un pequeño bar muy coqueto que hay allí. Como el tiempo era espléndido, sacaron un mostrador a la plazuela e instalaron tras él un plancha y unas trébedes donde asaron costillas, calentaron morcilla en caldera y compusieron unas migas ruleras de un color dorado muy pictórico.



Se hinchó a sacar fotos de todo ese ambiente: a los camareros y parroquianos más fieles, que estaban ataviados con sencillos y hermosos trajes de la época, y también a la gente endomingada que nos agolpábamos ante el mostrador portátil para pedir raciones de esas comidas campesinas y contundentes, acompañadas todas con tiernísimos ochíos del color de los atardeceres del verano y doradas cervezas. 




Con tanto ir y venir del mostrador a las mesas, con esos trajes y esas músicas (nada renacentistas, por cierto, sino tonadillas de Pitingo o Javi Cantero, ya saben, el hijo de El Fary), tenía aquello el aire de una comedia lopesca, parecía su mojiganga final.


Dama: ¿Cómo he salido, caballero con coleta?
Mire vos que soy dama muy coqueta.

Caballero con coleta: No habéis salido muy mal, bella dama.
He puesto en ello muchísimo empeño.
Que lo compruebe el muchacho que os ama,
y también vuestro primo, el pequeño.


Y ya nos subimos a por las maletas, por el pasaje Lagartijo, que declinaba el domingo y debíamos emprender el viaje de vuelta.


 

P.D. Ayer,cuando estaba escribiendo esta entrada, fui al blog de J. Á.  para copiar la dirección y me encontré con que había colgado esta foto, que  no conocíamos:



y que antes de que yo recomendase el suyo, ya había él hablado de este nuestro. Si no nos cansamos de decirlo, es un sol este sobrino nuestro.