viernes, 21 de diciembre de 2012

Postal navideña

En mi casa recibíamos cada año un paquete de postales navideñas que realizaban unos pintores mutilados. Unos no tenían manos y pintaban con los pies; otros tampoco tenían piernas y pintaban con el pincel en la boca. Eran unas postales navideñas llenas de color. Un par de semanas antes de las fiestas, nos sentábamos una tarde y escribíamos a familiares y amigos. Luego, esas postales dejaron de llegar y fueron sustituidas por el teléfono. Dejamos de escribir postales navideñas.

Hoy no hemos recuperado esa vieja tradición. Aunque sí hemos vuelto a escribir, pero en el teléfono móvil, con el wasap...

Así que he pensado que podría utilizar este rincón para recuperar de algún modo aquella costumbre, y, antes de irnos de vacaciones, dejar aquí unas palabras, buscadas entre las citas que vamos sacando de los libros que leemos. Citas que guardamos, como hojas secas, entre las páginas de esas libretas que llevamos en los bolsillos del abrigo. Palabras para todos los que pasen por aquí, para desearles felices fiestas.

He buscado una postal que fuese hermosa y consoladora, y he elegido esta:

"Una noche le preguntó al molinero adónde iba el río.

-Baja por el valle -le respondió- y mueve muchos molinos, dicen que más de sesenta de aquí a X., sin fatigarse lo más mínimo. Luego llega a las tierras bajas y riega todos sus cultivos y atraviesa varias ciudades preciosas (o eso me han dicho) donde viven reyes en grandes palacios, mientras los centinelas montan guardia en la puerta de aquí para allá. Pasa por debajo de puentes con hombres de piedra, que asisten curiosos y sonrientes al paso de las aguas, y personas de carne y hueso que se acodan en el pretil y también se asoman a verlas pasar. Y luego sigue y sigue y cruza por marismas y arenales hasta llegar por fin al mar, donde están los barcos que traen los pájaros exóticos y el tabaco de las Indias. ¡Sí, todavía le queda un largo camino por delante cuando pasa canturreando por nuestra aceña, bendito sea!"

(R. L. Stevenson)

Nosotros nos vamos pero dejamos la luz de este candil encendida.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Primicia mundial

Como no tengo ningún contrato que me ate, y el sábado nos vamos de vacaciones, dejo hoy aquí, en exclusiva y como gran primicia mundial, el artículo que saldrá el jueves de la semana que viene. Dejo, además, una versión extendida, con escenas que no se publicarán en el periódico por falta de espacio. 


Un  belén sin mula ni buey

Como ya se habrán enterado, la fiebre de los recortes ha llegado también a los belenes y han venido  a contarnos que no hubo, en aquel pesebre de Belén -como toda la vida de dios habíamos creído-, ni mula ni buey que le diesen aliento al recién nacido… No se sabe si se hace para ahorrarle a los ayuntamientos y diputaciones la compra de esas dos figuras, pero el caso es que también en este asunto comienzan a timarnos… Como si le estuviesen haciendo un ERE al belén… Y ya se imagina uno a los Reyes Magos desasosegados e inquietos, porque a no tardar también les arrinconarán a ellos, por no saberse si fueron reyes o magos o astrólogos, ni si fueron tres, cuatro o sesenta... Y también por suponer, en estos tiempos crueles, un mal ejemplo de derroche, viajando por ahí y repartiendo regalos sin ton ni son. Ya han comenzado por decir que son andaluces; de eso a relacionarlos con los ERE y a tildarlos de flojos y  holgazanes solo hay un breve paso… Unos despilfarradores, nos dirán, y se los eliminará del belén como a esos dos pobres animales.
Al principio, esta afirmación del señor Ratzinger nos dejó desolados y mudos. Siempre hemos tenido gran inclinación por los belenes, por las maquetas y las miniaturas, esas representaciones detalladas y minuciosas del mundo. Seguramente por eso nos gustan tanto las novelas, porque no otra cosa son que eso: vida que palpita en unas cuantas páginas de papel… Reflejo de la vida, que decía Galdós… Y de vida están llenos todos los belenes.
A mí, en las Navidades lo que más me gusta, además de esa noche prodigiosa de Reyes, es visitar belenes. Visitamos todos los que podemos: aquí el de la Diputación, que es el que más nos gusta; también el que ponen en los bajos de una tienda de cortinas en la calle Baños, con esa recreación deliciosa de los Altos de la Villa; y el de la Caja Rural, dándonos de codazos con los chiquillos que se agolpan allí, la cara aplastada contra el cristal. Vistamos además cada año, en Oviedo, el que, señorial y majestuoso, colocan en la Plaza de la Catedral. Y en Úbeda, uno de una casa particular, en la calle de la Luna y el Sol, que aprovecha el zaguán para levantar un nacimiento muy vistoso y donde te reciben con borrachuelos y mistelas. Y, muy cerca de esa calle, nuestro preferido, el que instalan en la iglesia de Santo Domingo. Este lo visitamos dos o tres veces y disfrutamos como críos. Se trata de una iglesia cerrada al culto, con la nave vacía y un artesonado de madera prodigioso que se va pudriendo, con las humedades y los hielos, un poco más cada invierno. Sobre unos tablones, ocupando todo ese espacio normalmente vacío, se puede ver allí el relato completo de esa historia maravillosa: el viaje a Belén, las casas blancas, las callejuelas de ese lugar, la plaza pública y el mercado; el castillo de Herodes en lo alto; el viaje de los tres Magos por el desierto; un oasis y la cueva en la que un ángel avisa a unos pastores de lo que va a suceder; pescadores, mercaderes y hortelanos; rebaños, un campo de árboles frutales, almendros, un olivar, un río... Y, claro está, el pesebre, donde no faltan, como es natural, una mula y un buey… La figura que más nos gusta es la de un viejo al que acaba de caérsele un cántaro de barro que está hecho pedazos a sus pies. Nos recuerda a la pobre doña Truhana del cuento de don Juan Manuel. ¿Vendría él también soñando fantasías y quimeras, haciendo castillos en el aire y por eso se distrajo y se le cayó el cántaro? ¿O estaría pensando en el prodigio del nacimiento de ese niño, del que le habrían dado noticia en el mercado?
Cada vez que salimos de esa iglesia, de esa visita, nos acordamos con agradecimiento de San Francisco de Asís, que fue quien inició esta costumbre cuando construyó un casa de paja para explicarles a sus vecinos este misterio del nacimiento de Jesús, como ellos pobre, tan pobre que vino a nacer en una cuadra.
Así que, como comprenderán ustedes, aunque caigamos en pecado de herejía, por mucho Papa que haya dicho eso, nosotros nos negamos a creerlo. Está muy lejos el Vaticano de aquel corral, como lo está de la pobreza. Mármoles y tapices poco tienen que ver con un establo. Pide el Papa que le creamos, pero lo hace desde lo más alto del Vaticano, que según Enric González, que lo conoció bien en sus años de corresponsalía en Roma, es el último lugar del mundo donde uno puede encontrar, si eso es lo que busca, fe…
Sin embargo, apela el santo padre a esa fe, y dice que hay que creer a pie juntillas en la virginidad de María, pero no en que dos animales diesen calor a un recién nacido… Pues mire usted, señor don Joseph, se mete usted en un jardín…, que por otra parte es donde se acaban metiendo todos los teólogos… Es un poco como lo que nos dicen los políticos y poderosos de este mundo: que creamos en ellos, que ayudar a los bancos, y la amnistía fiscal, y los privilegios que se les conceden a las grandes corporaciones son cosa muy buena y justa, mientras que la solidaridad, la compasión y la ayuda al que menos tiene no importan nada, porque nada importan hoy los pobres, los enfermos, los menesterosos…
En lugar de leer ese libro papal, les recomiendo que busquen el “Libro de visitantes”, de don José Jiménez Lozano, que es como un belén construido con palabras, un belén viviente, una miniatura también en la que se representan con una delicadeza y hondura maravillosas esos días del nacimiento de Jesús… Y donde no faltan el buey y una “asnilla”. O “Los bueyes”, el bellísimo poema de Thomas Hardy en el que se pueden leer versos como estos: “¡Pocos creen en tan bella fantasía / en estos años! Y con todo, sé / que si alguien me dijera en Nochebuena / “Vamos a ver los bueyes de rodillas / en aquella majada solitaria / que nuestra infancia conoció” / con él me marcharía entre las sombras / esperando que así fuera”. ¿No ha leído el señor Ratzinger este poema? ¿No ha visto los frescos del Giotto y tantas otras pinturas verdaderas? ¿Cómo es posible que un Papa no se entere de lo necesitado que anda el mundo del calor de ese buey y esa mulilla, de su consuelo?



miércoles, 19 de diciembre de 2012

Un escritor de rabiosa actualidad

¿Sabían ustedes de don Jerónimo de Barrionuevo? Yo confieso que, hasta esta tarde, no tenía noticia de él. A los que, como a mí, no lo habían oído nombrar nunca, les dejo estre ENLACE, que fue donde yo me lo encontré. Podrán leer en él  no solo los avatares de su biografía, sino algunos fragmentos de sus Avisos,  sentencias y aforismos que no nos extrañaría nada encontrar en los artículos y editoriales de los periódicos de hoy. Por ejemplo estos:

“Lo que hoy determinan mañana lo derogan. No hay firmeza en nada; cada uno procura hacer su negocio y ninguno el común y bien de todos con que todo se yerra y como andan a ciegas, a cada paso dan de ojos”.
“Todo es arbitrios de sacar dinero, pedir donativos, vender oficios y cosas a este tono. Todo lo quieren, nada les basta, que se deshace como sal en el agua”.



(Rápidamente, después de leer esta reseña, busqué el libro en internet. Lo publicó hace unos años Castalia, pero se encuentra, más que aquí, en librerías norteamericanas, sobre todo en una de Miami que por lo que se ve posee varios ejemplares...).


martes, 18 de diciembre de 2012

Comprado en Oviedo

Lo sé de primera mano: el ipad que se ha comprado el Papa y desde el que se ha lanzado a twittear se lo encargaron en Oviedo. En la Fnac de Parque Principado. Al parecer, de todo esto de las nuevas tecnologías en el Vaticano se encarga una empresa española y fue ella, tras abrir la página web de ese pequeño y peculiar estado,  la que tuvo esa idea de meter al santo padre en las redes sociales. Les encargaron entonces que le comprasen la tableta, que él no podía, y resultó que estaba agotada en Madrid. Esta contrariedad se la solucionó un amigo de los dueños de esa empresa, que trabaja en la Fnac de Callao: localizó una en Oviedo y se la consiguió.

A mí me ha extrañado no ver publicada semejante noticia en La Nueva España. No lo sabrán. Como tampoco la conocerán en el ayuntamiento, porque pienso yo que esto tendrían que aprovecharlo y hasta a lo mejor es argumento para solicitar que sea declarada Oviedo ciudad santa, como la de Caravaca, y pueda ondear en el balcón de su casa consistorial la bandera vaticana, y  no crucen  los peregrinos la ciudad de paso, camino de Santiago, sino que sea esta la meta de su viaje, y se celebren en ella  jubileos y otras fiestas de guardar...

Todo esto lo sé de primera mano, como decía al comienzo, porque lo contaron con mucha gracia y partiéndose de risa, el otro día en la Cadena Ser, los dueños de la empresa, dos jóvenes informáticos que todavía no dan crédito a que el Vaticano, esa gran empresa, les haya confiado a ellos todo este asunto...


lunes, 17 de diciembre de 2012

Las pavesas del fin de semana

El tiempo quema veloz los fines de semana y solo deja, en el fondo del cenicero, unas pavesas. Con ellas vamos abonando los días laborables:

Viernes a la tarde.

¿Podrán los e-book con los libros de toda la vida? Lo dudo. Entre otras razones porque un libro tiene infinitas posibilidades. Por ejemplo, en la oficina municipal donde tramitan las multas de la zona azul (por qué estábamos allí es cosa que se contará en otra ocasión, si viniese al caso), vemos una pantalla de ordenador colocado sobre un grueso libro, para que el funcionario la tenga a la altura de sus ojos y pueda trabajar más cómodamente. El tomo es uno de las obras completas de Borges.



En el cine, para ver El Hobbit, con unos cuantos amigos de P. Somos tantos que en la taquilla nos hacen precio especial. En una esquina, medio 1º B me señala como si yo fuese un famoso. Algunos me saludan tímidamente... Me dan ganas de acercarme y decirles que han aprobado casi todos, y darme así un pequeño baño de popularidad. Como un obispo repartiendo bendiciones. Pero me contengo. Les devuelvo el saludo serio, distante y frío y pastoreo a P. y a sus amigos camino de la sala. Unos minutos antes de llegar al cine me había enterado de que duraba la película casi tres horas y de que era tan solo la primera parte de una trilogía. Esa información me dejó un poco confuso y preocupado. ¿Cuántas páginas tiene El Hobbit, trescientas? Yo creo que no llega. Así que me pareció exagerado y me puse en lo peor. Al principio creí que me dormía, pero salvado ese trance de la primera media hora, hasta me pareció breve y entretenida...



Sábado por la mañana.

Día de invierno. Gris, oscuro, cerrado. Cae una lluvia fina y tenaz. Dos chiquillos, vigilados por un padre sonriente y bien provistos de botas de agua, saltan felices sobre los charcos, muertos de risa...

El librero de H. me cuenta que él quiere hacerse vasco. Me dice que allí acaban de llevar a cabo una iniciativa para fomentar la venta de libros o discos, para que la gente vaya al cine y al teatro... Por veinticinco euros, el gobierno autonómico te daba un cheque con un valor de cuarenta para que lo gastases en conciertos, discos, libros, representaciones... Se agotaron, esos cheques revalorizados, en un solo día. "Yo he hecho el cálculo, y con lo que se genera de IVA, ya amortizan la inversión". Le contesto que yo llevo entre mis apellidos, y no muy lejos, el de Guisasola, y que si insiste en ese deseo suyo, a lo mejor puedo escribirle una carta de recomendación... Le pregunto luego por las Memorias líquidas de Enric González. Todavía no les ha llegado. Me recomienda La Buena novela, y me pone en las manos un ejemplar, pero le miro el precio y le digo que a lo mejor me lo pido para Reyes... Me lo alaba mucho y me dice que le gustaría que lo leyese, para que le dé mi opinión, pero insisto en que ahora ando enredado en otras lecturas... Compro unos regalos para P. y R. y me voy.



A la salida, encuentro con R. y M., unos amigos que viven en Toledo. Me tomo un café con ellos. R. me cuenta que a veces lee estas cosas -un saludo, R.-, y que por ello sabe de nuestra vida. Me cuentan un poco la que llevan en ellos en la imperial ciudad. Al final, inevitablemente, terminamos hablando de todo lo que está ocurriendo. Cuando nos despedimos, decidimos que la próxima vez, pase lo que pase, dedicaremos todo el tiempo a hablar de cosas amables y sin importancia...

Sábado a la tarde.

Después de comer paso dos horas corrigiendo exámenes. Esta de corregir es una labor ardua y estéril que nos deja casi siempre derrengados y mustios... Después nos vamos a la filmoteca, a ver un documental sobre la grabación de Let it be. La copia es muy vieja, y las imágenes tienen un color de fotos antiguas y están llenas de ralladuras. Nos asalta la sensación de estar en los mismos años en que se rodó esa película, y que si mirásemos a nuestro alrededor, en el cine solo veríamos jóvenes melenudos con pantalones de campana, fumando todos con los ojos cerrados... La barba de Paul McCartney, el abrigo de piel de John Lennon, el de señorona que lleva George Harrison, la gabardina roja de Ringo... Al comienzo los ensayos resultan caóticos y desordenados, y en las conversaciones no se entiende muy bien de qué están hablando realmente ni de qué se ríen. De vez en cuando, pasa la figura de Yoko Ono, como una sombra, la sombra del chino malo de una película de aventuras. Se les ve en armonía, y cuando cantan, Paul y John se miran cómplices y felices. La película va ganando poco a a poco fuerza, y el final, con la grabación definitiva de las canciones de ese disco y la actuación en la azotea del edifico Apple, nos dejan un grandísimo sabor de boca... (Son muy hermosas las imágenes de los transeúntes que se paran confundidos en mitad de la calle, y nos preguntamos qué habrá sido de ellos -porque del destino de los Beatles estamos al cabo de la calle-, de esos jóvenes melenudos, de los bobbys nerviosos que no saben qué hacer, de los señores con sombrero, de esas chicas que se comen las uñas...).

Domingo por la mañana.

En la Feria del Libro que han puesto al lado de casa, el librero de viejo de la plaza Mayor se sube por las paredes de su caseta contándole a un parroquiano que les han subido las tasas por esta feria un cien por cien. Y le explica cómo casi le echan del ayuntamiento porque les dijo de todo menos guapos. "Dictadores encubiertos, ladrones y estafadores", dijo que les había dicho, "que estaban arruinando el país", e insistía en que esa subida se la habían sacado "de los güevos, de los güevos se la han sacado", repetía una y otra vez... Y que era la única ciudad donde les ponían esos impuestos exagerados, y que en Cuenca, por ejemplo, ni les cobraban nada y hasta les pagaban la luz. "¿Y al churrero- porque aquí en esta feria que lleva celebrándose en las Navidades tan solo tres años, al lado de los libros hay siempre un puesto de chocolate con churros-, al churrero también le cobran esa barbaridad?"-preguntó el parroquiano.

-No, él ocupa menos metros y paga otra cosa... Que la gente se hinche de churros, eso no les molesta; ahora, que lea, eso ya les gusta menos- sentenció el librero.

Domingo a la tarde.

Pues eso, domingo por la tarde...

jueves, 13 de diciembre de 2012

Un museo en Barranda

Al despertar y descorrer las cortinas, el paisaje era este: una sierra moteda con unos pocos árboles, como pelusas de un jersey raído. Un fondo estupendo para montar en él un belén -continúo con mi obsesión prenavideña-, por ejemplo el belén que vimos en un portal de Caravaca, un belén barroco, abigarrado, con una multitud de figuras diminutas y la modernidad de presentar un belén dentro del belén... ; un pinar racionalista, muy bien plantado; un campo de flores menesterosas y sin nombre -por lo menos nosotros no se lo supimos dar-; un par de caballos que se estaban comiendo esas flores anónimas; un sembrado recién roturado; una caseta tras la que alguien había tendido unas camisetas y varios pares de calcetines; un pequeños depósito de gas, de esos que tienen forma de submarino; una escombrera de yeso; varias naves industriales; un galgo que corría de aquí para allá...

Tras el desayuno nos fuimos a Barranda. Al entrar al pueblo, en realidad una pedanía de Caravaca de no más de novecientas almas, pegado en la pared de una pequeña nave, leímos esto: "Por Barranda, por su luna y por su museo"... ¿La luna de Barranda? ¿Qué le sucederá a la luna de Barranda?, nos preguntamos intrigados. Luego nos enteramos de que le llaman así a un ciclo de conciertos que celebran en el verano cada año... Nos sonó muy bien eso de la Luna de Barranda. Debe ser bien hermoso escuchar acordadas músicas, en el dulce verano, a la luz de esa luna...

El pueblo es un pueblo como cualquiera, sin seña particular alguna: casas bajas, pequeños huertos, calles vacías... Lo más bonito, nos pareció, fue el paseo por el que se entra, flanqueado de plátanos muy gruesos, pintados de blanco... El museo, en cambio, no es un museo cualquiera. Tenía razón el hombre bizco de Caravaca... Es, efectivamente, algo sorprendente, prodigioso y singular... En este país suceden cosas así y, en el lugar más impensado, se encuentra uno maravillas como esta, o como aquel de Villanueva de los Infantes, con sus Barcelós, sus Sauras, sus Tapies, sus Warhols...

Aquí no son cuadros, sino instrumentos musicales, instrumentos de todas los rincones del mundo... El Gu terriblemente grande, que no se puede tocar porque haría cisco las vitrinas; la orquerta donada por el gobierno de Indonesia, que parece la decoración de la fachada de un restaurante chino -esto lo dijo la guía antes de tocar algunos de los platillos y bambués-; fifres francese, llorones mexicanos, pennywhistlers irlandeses y cientos de instrumentos, de cuerda, viento o isófonos, de nombres que no hemos podido retener y que han sido llevados hasta ese lugar en el noroeste de Murcia desde las profundidades del África, desde América, Asia, Australia...

El museo ocupa el lugar de un antiguo molino que fue primero de agua y después, por las sequías, de gasógeno. La guía, una mujer muy documentada y solvente que disimulaba la música de su acento murciano, nos explicó que el museo, hecho con la colección de un particular, no estaba en Barranda por casualidad o capricho. El hecho de que esté allí y no en cualquier capital del mundo, es porque se conservan en ese pueblo tradiciones musicales antiquísimas, de esas que se denomina ancestrales, las raíces de una música popular que están prácticamente desaparecidas en el mundo... En Barranda aún viven con fuerza las cuadrillas de ánimas y aguilanderos, que en las Navidades recorren las casas del pueblo con la pregunta de "¿Se canta o se reza?" Como está viva también, y muy saludable, la actividad de los troveros, y los choques entre estos o entre las cuadrillas... A la entrada del museo se puede ver una galería de imágenes que atestiguan todo esto.



En ese cuarto de entrada, hay también unos objetos fascinantes, que no son otra cosa que inventos del coleccionista. Son inventos como los que industriaba aquel mítico doctor Franz de Copenhague del TBO, construidos con un ingenio prodigioso: maderas, ruedas dentadas, calabazas, agua, calor... Hasta una cuna musical para apaciguar a los bebés.



Salimos del museo silenciosos y maravillados. A una plazuela raquítica con un par de bancos frente a un campo de almendros desnudos. Escuchamos allí un maravilloso concierto, el que tenían organizado, entrelazados, el viento frío de diciembre y las quimas de los árboles desnudos...

Volvimos luego a Caravaca a comer y despedirnos. Sacamos unas fotos a algunos de esos caserones arruinados que nos gustan tanto y, tras cruzar el río Argos (que es hoy un estrechísimo regato), nos fuimos de vuelta a casa...




miércoles, 12 de diciembre de 2012

Un hotel con nombre de tango

Lo reservamos un día antes. Lo encontramos en internet. Hotel Malena, a las afueras de Caravaca de la Cruz, en un polígono industrial en la carretera de Granada... La fotos no eran muy alentadoras, pero como era solo para una noche... Fue el único en el que había plazas y los comentarios no eran completamente disuasorios... Hablaban muy bien de la amplitud de su aparcamiento y..., nada más.

Teníamos ganas de salir, pero pereza de hacerlo lejos. De manera que desistimos de un viaje a Segovia o Madrid, que eran los destinos que habíamos barajado los días previos, y decidimos visitar Caravaca de la Cruz, ciudad santa, de jubileos y peregrinaciones, a hora y media escasa de aquí. Pero no fuimos en pos de santidad. Nos llevó hasta allí la música, que nos habían hablado de un museo espectacular de instrumentos del mundo, en el pueblo de Barranda, a diez kilómetros de Carvaca.

En cuanto te vas acercando a Tobarra y Hellín, tierra de tambores, el paisaje cambia: aparecen las palmeras y los cerros se ven pelados y cenicientos. Un paisaje como para poner un belén...

Ya en la región de Murcia comienzan a verse en la orilla de la carretera, como en tiempos de Cervantes, ventas: Venta Reales, Venta Palmeras, Venta Chorrillo... Y el paisaje cada vez resulta más palestino, como el que sacan en los telediarios cuando dan las noticias terribles de la franja de Gaza... Cruzamos ramblas (Rambla del Moro), cortijos (Cortijo Carrichosa), campos de almendros con las quimas desnudas... Algunas nubes peregrinas dejaron caer tres o cuatro gotas desganadas que no le servirían de nada a esa tierra seca...


En el hotel, que resulto más que digno, casi nuevo, muy limpio, con un personal amabilísmo y servicial, nos preguntaron si estábamos allí por el mercado medieval. No lo sabíamos. En realidad, no sabíamos nada de nada, apenas la noticia de la santidad de ese pueblo y lo del museo.



Caravaca resultó ser una de esas ciudades levíticas repletas de iglesias enormes, de conventos, oratorios, ermitas... El Salvador, las Carmelitas, la Purísima Concepción, Santa Clara... También vimos muchas esculturas y estatuas; y caserones, un buen número arruinados, con floridos balcones de forja oxidada, cegadas las ventanas, abandonados a su suerte... Vimos calles estrechas, ensombrecidas por los muros tremendos de esos conventos y  palacios... También viejos negocios, muy viejos, algunos aún abiertos: relojerías ("Omega. Relojes japoneses. Relojería óptica"), ortopedias, mercerías, tejidos y confecciones, bares llamados El Progreso... En el portalón medio desquiciado de una casa destartalada, se conservaba un aviso de azulejo desportillado, medio roto: "Escuela de instrucción pública para niñas". Los nombres de las calles también eran bonitos: Santa Evarista, calle del Teatro, calle Soledad, calle Santa Ana...









Casi no nos fijamos en los puestos del mercado medieval, apenas un poco en los de dulces: Pan celestial, picardías, chicharrones, yemas de Caravaca... En la oficina de turismo, al preguntar por el museo de música de Barranda, al hombre se le pusieron bizcos los ojos y declaró muy solemne: "Ni Londres ni París tienen un museo como ese... Ya lo verán..."



Al atardecer, subimos hasta los pies del castillo, ni un paso más. Mi sobrina C. -en plena preadolescencia- iba quejándose porque decía que ya tenía vistos ella muchos castillos. "¿Cuántos?", le pregunté. "Cuatro", me contestó muy seria. Ondeaban varias banderas en la torre principal, una de ellas la del Vaticano. Subimos por unas callejas torcidas y muy pinas, que recordaban un poco a las del Albaicín. Casas silenciosas, muy pequeñas, una plaza diminuta con un banco y un árbol. Desde un mirador vimos cómo atardecía de un modo muy romántico: cielos desgarrados y tremendos, de un color violeta-nazareno... Seguramente  porque ando estos días pensando mucho en lo del Papa y el asunto ese de la mula y el buey -le voy a hacer un artículo-, me parecía el paisaje, otra vez, un belén: las luces moradas del crepúsculo, los cerros pelados, las azoteas con la ropa oreándose, el caserío, las torres de las iglesias... A lo lejos, como pequeñas estrellas, se veían las luces de los coches en la autovía... Y de pronto comenzaron a sonar todas las campanas de la ciudad...


martes, 11 de diciembre de 2012

Por el túnel del tiempo

El jueves tuvimos un curioso encuentro. Íbamos camino de una comida familiar, que nos invitaba nuestro cuñado porque cumplía años, cuando, en la esquina de la Plaza Mayor, se nos apareció un hombre. Un hombre mayor. Muy mayor. Parecía sacado de una novela picaresca: calzaba unas alpargatas hambrientas y  vestía unos pantalones muy holgados de un color difícil de precisar, una zamarra sobada de un azul desvaído, un raído jersey, una bufanda, un gorro de lana... Llevaba también un zurrón. Nos preguntó si sabíamos de una administración de lotería, pues la de la calle Albarderos, que era la que buscaba, se la había encontrado cerrada. Y tenía él mucho interés en comprar allí algunos décimos, porque siempre que había adquirido alguno en ese negocio, siempre le había tocado algo, aunque fuese un pellizco.

Le informamos que era día de fiesta, y que por esa razón se la había encontrado así, con el cierre echado. Se sorprendió, que no sabía él qué fiesta era ese día .Y pasó a contarnos que él conocía muy bien la ciudad, porque la había visitado a menudo en otro tiempo, pero como hacía mucho de la última vez, lo había encontrado todo muy cambiado, y se encontraba un poco confundido. Hablaba despacio y muy claro, lanzando perdigones entre unos dientes que parecían las bardas de un corral abandonado, amarillos y a medio caer... Le brillaban, al hablar, el agua de los ojos y una pústula color violeta que lucía en la frente como un adorno navideño...

Le preguntamos de dónde venía. De Alcázar de San Juan, nos dijo, y que había llegado muy temprano y en tren. Le indicamos que tal vez podría hacerse con un billete en algún bar, o en el estanco de la estación, que como vendía periódicos, seguramente lo encontraría abierto. Nos contestó que ya había comprado unos cuantos, en el bar donde había comido, frente al mercado. Que esa era la zona que mejor conocía, porque  venía a ese mercado con frecuencia, a vender o comprar los mulos que le ayudaban en sus tareas. Y nos preguntó si no conoceríamos también el domicilio de un vaciador que recordaba él que vivía muy cerca de esa plaza, ya que le gustaría pasar a verlo, por el gusto de saludarlo, y que hasta llevaba las tijeras de esquilar - tentó el zurrón-, por si se lo encontraba y podía afilárselas como entonces, también por capricho, porque ahora para poco le servían ya...

Nos dio las gracias por haberle prestado atención y se despidió levantando levemente el sucio gorro de lana. Lo contemplamos marcharse preguntándonos a través de qué secreta galería habría llegado ese hombre hasta esa plaza, ese día de fiesta...


lunes, 10 de diciembre de 2012

La cosecha del domingo

Yo, los domingos, si puedo los dedico casi por completo a leer el periódico. Desde la portada hasta la última página sin saltarme una coma. Hasta el suplemento de economía me leo a veces. Luego, durante la semana, ya no compro ninguno, ni casi los miro por internet, ni veo los telediarios. Si acaso, escuchamos algunas veces los boletines de la radio. El periódico de los domingos nos alimentan para toda la semana.

El de ayer nos trajo, como siempre, enseñanzas ejemplares, abundantes frutos amargos:

El libre mercado es mentira. Se ve en la noticia de la multa a los fabricantes de televisiones y monitores de ordenador, que llevan pactando precios desde hace años sin que nadie se hubiese dado cuenta... Esta clase de multas es frecuente, pero se ve que los castigos no son muy onerosos y a las grandes corporaciones les importan una higa esas multas y continúan erre que erre con el beneplácito de los gobiernos, de la comisión europea y de quien sea... Y lo mismo que con las teles, pasa con todo lo demás: las gasolinas, la electricidad, el gas, el teléfono...

La justicia no existe. Los indultos a políticos y a los delitos contra la administración pública son, por lo que nos cuentan, el pan nuestro de cada viernes en los consejos de ministros de este gobierno y de todos los que fueron antes que este... Si usted quiere robar, parece preferible hacerlo desde un partido político o un consejo de administración...

Y así muchos más ejemplos que te dejan bien informado pero con el ánimo por lo suelos.

Menos mal que encontramos simpre otros que nos endulzan el día y nos quitan el amargor que los anteriores artículos nos han dejado. Ayer uno de Félix de Azúa, crudo y contundente, que nos dejó además el perfume de dos palabras preciosas: perlática y alpendre; las palabars de Jaime Terceiro sobre la ética que debería regir las actividades financieras y comerciales y en general todas las humanas; un artículo sobre Balzac y el arte de no pagar las deudas... Y, claro, los deportes, porque yo soy de eso que se aletargan con el opio del fútbol.

Luego, después de cenar, vemos Salvados, con la boca abierta, que menos mal que no lo emiten en verano y ya no hay moscas. Y ya nos vamos a la cama, exhaustos como si hubiésemos pasado ese día de fiesta  trabajando en el campo, escardando cebollinos y arrancando malas hierbas. Fatigadísimos acabamos los domingos, pero con la sensación del deber cumplido, de haber sacado de ese día de asueto algo valioso... No sé.



miércoles, 5 de diciembre de 2012

Ese galán

El otro día buscamos la intervención de Arturo Fernández -ese galán- de la que nos habló mi padre. Fue en uno de esos programas inefables de la TDT...





Ante unas imágenes como estas uno no sabe si indignarse o sentir lástima. La verdad es que a nosotros, más que irritarnos, nos entró una pena muy grande y muy honda. La escena resulta bastante incoherente, porque declara semejante majadería rodeado de unos personajes no muy agraciados, que además, si uno se fija, intensificaban su fealdad al reírse a mandíbula batiente, un poco forzados, exagerando su hilaridad. El pobre Arturo -ese galán-, se crece con esas risas y ya la pena que produce es profunda y flamenca. Pobre hombre, primero le hacen una estatua a las afueras de Oviedo (pasarán las gentes, cuando ya nos estemos, frente a esa estatua y alguien preguntará quién sería ese hombre -porque por muy mal dadas que vayan las cosas siempre existirá alguien curioso-, y nadie sabrá darle noticia verídica: ¿un médico o un maestro que ejerció en ese pueblo?. Nadie lo sabrá, y tendrán que seguir ignorantes su camino esas gentes futuras) y ahora esto.



Como actor poco podemos decir de él. Nunca hemos visto una obra suya, ni tampoco sus intervenciones televisivas, y películas..., películas no recordamos tampoco ninguna... Lo más llamativo es ese vocativo que algunos encontraban muy graciosos y que él no dejaba de repetir. Nada más. Recuerdo que un día, en clase de semiótica teatral, la profesora Bobes, mujer en verdad ilustre, alabó mucho su teatro... Jóvenes iconoclastas -al menos eso nos creíamos-, no dábamos crédito y semejante afirmación nos escandalizó lo indecible. "¿Tanto estudio de semiótica teatral, tanto Kowzan, tanto Van Dijk, y nos salía al final del curso con eso?" Ese día sí que nos indignamos...

Luego me contó mi padre que salió ese galán en otro programa pidiendo disculpas, pero debió aprovechar también para echar un mitin, porque comenzó mi padre a alabarle y a explicarme que había dicho verdades como puños -una clase de verdad siempre muy peligrosa-, etc. etc. Porque mi padre, creo que ya lo he contado alguna vez, cuando me descuido me echa la charla sin piedad alguna...

En fin. Hace unos días me encontré esto, que no es mala contestación a don Arturo, ese galán.

martes, 4 de diciembre de 2012

Willian Trevor y el arte de la reseña

Leemos de vez en cuando el blog de García Martín. Es un escritor al que le encontramos grandes virtudes: apasionado, con un pequeño mundo propio, lector agudísimo de otros poetas... De un tiempo a esta parte también le hallamos algunos defectos que han terminado por apartarnos de unos libros, los suyos, que antes leíamos con gusto. Ahora ya nos cansan un poco. Nos suenan todos igual. De manera que nos sobra con las entradas de su blog, de las que espigamos algunas cosas. Profesor brillante y crítico incansable, él sabrá cuántas reseñas habrá publicado. Esas sí las seguimos leyendo con placer, y aunque a veces no compartamos su gustos ni sus razones, son las reseñas de un lector atento, completamente distintas a las que se encuentran en los suplementos culturales, la mayoría bastante infumables, profesionales, grises, muertas...  De eso hablaba el otro día en su blog:


Martes, 13 de noviembre

PODEMOS OÍRLO

Para el escritor de verdad no hay géneros mayores ni menores.  De pronto en una reseña, ese subgénero literario donde toda banalidad tiene su asiento (y que yo llevo pertinazmente cultivando desde hace casi cuarenta años), me encuentro con un relato breve que es además un poema y una parábola sobre el arte de los viejos maestros. El autor es Eduardo Jordá; el libro reseñado, Una relación perfecta, de William Trevor: “En estos relatos, Trevor se comporta como un viejo cantante de época, ya retirado, que un día, mientras da un paseo, se mete por casualidad en una taberna. En un rincón hay un grupo de borrachos que cantan canciones populares. Cuando llega la hora de cerrar, los borrachos se callan, pero justo entonces ese hombre se pone a cantar una de aquellas canciones. En el bar nadie le conoce, el hombre sabe que ya no tiene que demostrarle nada a nadie. Canta por gusto, porque le apetece, ante un grupo de borrachos que ni siquiera le escuchan. Pero en su canto están encerrados todos los secretos y todos los misterios del gran arte. Y por fortuna, aunque no estamos con él en ese bar, nosotros podemos oírlo”.

El caso es que leímos lo siguiente y una cosa nos llevó a la otra...

Nos fuimos a la revista donde esa reseña se publicó, la leímos completa y luego buscamos el libro en la biblioteca pública... Lo tenían y estaba disponible. Fuimos hasta allí, lo sacamos prestado, lo leímos... 

Efectivamente, se trata de un libro maravilloso, y la reseña de Jordá no solo hermosa sino justa y exacta... ¿Qué voy a añadirle yo? Tan solo decir que, a partir de ahora, este viejo escritor pasa a ocupar un lugar principal entre nuestras devociones literarias.


domingo, 2 de diciembre de 2012

Sábado sin A.

El sábado se marchó A. a Úbeda, y nos dejó a P. y a mí aquí solos. Fue a llevar de vuelta a F., que tenía unas ganas locas de regresar a su casa, y a una comida en la que se iban a reunir con los amigos de la infancia, con los componentes de un grupo musical que tuvo su hermano hace más de treinta años. Nuestras manos se llamaba. Llegaron a dar un par de conciertos en los lejanos años de la Transición, con un repertorio de época: canciones protesta, cantautores y otras músicas más o menos populares. Se fue con su hermana, su guitarra y unas cuantas partituras... Las redes sociales les han juntado.

Se fueron muy temprano, que tenían que llegar pronto para afinar las guitarras. Cuando nos despertamos, con la casa vacía, andábamos un poco melancólicos P. y yo. Sin embargo, nada más salir a la calle el frío crudelísimo nos quitó la murria de golpe. P. se fue a patinar y yo a mis compras...

Elegí dos lubinas (seguimos viviendo, mientras nos dejen, por encima de nuestras posibilidades), compré la carne para la semana, el pan, unos dulces para el desayuno o por si volvía a presentarse, en la sobremesa, la melancolía... Después, como P. todavía iba a tardar porque después de la clase se queda una hora más de patinaje libre -así le dicen-, me fui de paseo... Acabé entrando en la librería de viejo... Terminé por comprar una caja para fabricar un monstruo con el precio en libras, muy aparente, para los reyes de Rodrigo, y un os ejemplares manoseados del Bearn de Villalonga y  del Lord Jim, para leérmelos inmediatamente, que me ha entrado el capricho de volver a ellos. A Bearn después de hojear la semana anterior las citas que le ha puesto a su nueva novela Bryce Echenique; y a la segunda porque la había visto en mi última visita a esa librería y el no haberlo comprado me tenía un poco desasosegado e inquieto... Me costaron un euro los dos. Lo dijo Trapiello hace tiempo: los libros que nos cambian la vida se pueden comprar en cualquier parte por un par de monedas...







Tenían también algunos libros nuevos, algunas novedades escogidas... Estuve a punto de llevarme también Los huérfanitos, novela de la que hemos escuchado grandes elogios. Pero costaba veinte euros y no me arriesgué. Para explicar mi miedo, tengo otro aforismo, este de Ramón Eder: "Los libros cuando son malos son muy caros y cuando son buenos son una ganga"...



Y ya me volví para casa, a encender el horno para las lubinas mientras esperaba que P. volviese de patinar (...)

Por la tarde nos fuimos al cine, a la filmoteca -para compensar el derroche de las lubinas, que cuesta dos euros la entrada- a ver Hugo... P. ya la había visto, pero cuando se lo propuse, le pareció estupendo volver a verla. "Te va a gustar", me anunció. El cine estaba lleno de señoras mayores, con sus abrigos de piel y tintineantes pulseras. Supongo que les aburrirá ya el Qué tiempo tan feliz de la Campos y estaban buscando allí un espectáculo más entretenido, y por un precio razonable.

Antes de la película pusieron unos cortos de Méliès. Yo creo que nunca había visto entero, a pesar de su brevedad, su Viaje a la luna. Es graciosísimo. Se lo tenía que pasar de miedo el gran Méliès rodando esas películas. Lo que más me gustó fue cómo se defienden los intrépidos astrónomos lunáticos de los selenitas, a paraguazo limpio (¿para qué se llevarían sus paraguas a la luna?)... Efectivamente, Hugo me encantó. Me pareció muy bella, como una historia de Dickens con todo ese lujo visual que le gusta a Scorsese y que con tanto entusiasmo utiliza... Es, esa película, como un gran juguete maravilloso... Además, está llena de cosas que nos gustan mucho: los trenes, París, la nieve, ... Cuando se terminó y comenzaron a pasar los títulos de crédito, la sala de butacas rompió a aplaudir. Fue un aplauso agradecido, educado, sincero y antiguo,  también muy alegre, por la música de las pulseras... Salimos del cine por un largo pasillo, por una puerta diferente, un pasadizo que nos sacó a una calle que tardé en reconocer. A pesar del frío, que ya era negrísimo en la noche recién caída, íbamos P. y yo con una gran sonrisa ne los labios...





Después de cenar, vimos el partido, a ver si perdía Mourinho...

Y así fue como pasamos P. y yo el sábado sin A., tratando que ocupar el tiempo desesperadamente, como tortugas boca arriba...

viernes, 30 de noviembre de 2012

El ascensor

Mi padre hace lo mismo: comienza contándome el tiempo que hace y, sin que pueda saber cómo, de repente me está comentando lo bien que habló la otra noche Arturo Fernández en la tele, las verdades -como puños- que dijo en una entrevista que le hicieron a propósito de no sé qué declaraciones suyas sobre la última huelga general. Me dice que está lloviendo y, sin transición y sin que me haya dado cuenta, de pronto me está explicando que a no tardar veremos que este gobierno hace lo que debe.

A mí mi padre me ha engañado a conciencia. Se ha pasado la vida diciéndome que él era apolítico, porque la política es cosa de gentes vulgares, sin vergüenza ni moral, y ahora, en cuanto me descuido, me arrima un mitin. Y cuando le recuerdo todas esas cosas que me ha dicho toda la vida, declara con frescura que sigue pensando lo mismo, que la política es una cosa indigna, y que él, efectivamente, ha sido, es y será, apolítico completo.

Lo mismo me sucede con ***, que cada vez que me encuentra en el ascensor, empieza comentándome el tiempo que hace y, como por arte de magia, pasa a hablarme, prolija y muy detalladamente, de cosas que a mí ni me van ni me vienen y que a duras penas llego a comprender. La diferencia con mi padre es que mi padre es un orador breve y que también me deja, de vez en cuando, meter baza, y me escucha como yo lo hago con él. *** no, *** se pone a hablar y es incapaz de detenerse. Además, ni te escucha ni te permite el derecho a la réplica.

Ayer me atrapó en el ascensor. Cuando me dijo que tenía mucha prisa, me puse en lo peor... Efectivamente, al llegar al segundo, que es mi parada, salto del ascensor detrás de mí cuando ya las puertas se cerraban, y comenzó a contarme unas cosas muy raras: que no sé quién se cambiaba de piso y que lo hacía por los follones; que el del * la había acusado de que en su terraza había sexo, y que ya le gustaría a ella; que ella provine de una familia muy católica; que traían niños de Chernobil para cuidarlos; que su hija tenía dos carreras; que iban a dejar de pagar la comunidad; que le habían roto unas bolsas de basura en el rellano; que todos los vecinos habíamos creído no sé qué que había contado no sé quién... Un boxeador noqueado no creo que llegue a sentirse tan mal como yo me encontraba en esos momentos. Con la llave en la cerradura, pensé en darle con la barra de pan en la cabeza y colarme en casa rápida y cobardemente. Luego llamaría a la policía y alegaría legítima defensa. Con un buen abogado, y si ella declaraba, creo que todo podría salir bien... Eso pensaba mientras *** seguía con su discurso torrencial y disparatado.

Finalmente no le pegué con el pan en la cabeza -que era lo que me apetecía-, pero conseguí represar aquella verborragia arrolladora que amenazaba con ahogarme, le dije que yo también llevaba mucha prisa y entré en casa como quien se tira por la ventana huyendo de un fuego. Al cerrar la puerta, aún la escuché decir: "Yo también tengo mucha prisa, yo también, adiós..."


jueves, 29 de noviembre de 2012

Artículos de broma


Adelantándonos a las celebraciones de la semana que viene, hemos escrito hoy de la Constitución en el periódico (aunque de lo que realmente se habla es de mi viejo profesor, don Prisciliano, por lo que lo iba a titular así: "Don Prisciliano", o "Don Prisciliano y la Constitución". Sin embargo, al final, no sé la razón, preferimos ese de "Artículos de broma").

Artículos de broma

Lo recuerdo, a don Prisciliano, envuelto en una blanca nube de humo. Llegaba cada tarde a clase con paso cansino, el pitillo siempre entre los labios y esa bruma que lo difuminaba y nos lo hacía parecer muy lejano. Tardaba una eternidad en llegar hasta su mesa en la tarima y, cuando al fin se sentaba, nos lanzaba una mirada fatigada y escéptica. Fumaba sin descanso. Debía de ser su forma de suspirar. Durante dos cursos fue nuestro profesor de Historia. Pienso que no albergaba ninguna confianza en la labor benefactora de la educación, y que esa era la razón por la que nos enseñaba esta materia sin ningún entusiasmo. Quiero creer que era consciente de que lo verdaderamente importante nunca se aprende en un aula, y de que la Historia es ciencia incierta y muchas veces fantástica, y que debía de pensar que todo profesor es en buena parte un farsante, pues como dijo alguien, solo  el que no sabe enseña. Me atrevo a imaginarme todo esto porque los únicos momentos en los que don Prisciliano parecía recobrar cierto brillo en su mirada melancólica y miope era cuando dejaba de lado el libro de texto y el programa, y nos contaba cómo se había hecho profesor para evitar tener que trabajar, como su padre, en la mina; o cuando se guaseaba sin piedad del pequeño museo de arte abstracto que la directora del instituto había creado; o cuando nos anunciaba que la vida es muy rara, y que ya nos daríamos cuenta. En esos momentos, se olvidaba durante unos minutos de su pitillo, que se consumía olvidado entre sus dedos, la nube se levantaba sobre su cabeza y entonces podíamos distinguir con nitidez su rostro. Fue en uno de esos momentos en que escampaba cuando nos dijo que una constitución no debería tener artículos que hiciesen reír, y que la nuestra era una verdadera comedia. Luego volvía al libro, al programa y a su cigarro, al que arrimaba un par de caladas largas e intensas, y ya volvía a borrarse tras un velo de humo.

Cada año, cuando se acerca esta fecha en la que se festeja la Constitución, me acuerdo de mi herético y singular profesor de Historia, y de aquella frase suya sobre la Carta Magna. Se refería a dos artículos en concreto: el que habla del derecho al trabajo de todos los españoles y el que lo hace del derecho a una vivienda digna… Cada vez que los leía le daba la risa, decía. ¿Qué pensará ahora, me pregunto, cuando ya son casi seis millones los parados y los desahucios el pan nuestro de cada día? ¿Continuará pensando  que es una comedia o, tal y como están las cosas, le parecerá ahora una completa tragedia?

Porque son muchos más los artículos que nos pueden hacer reír.

Lean ustedes lo que ese sagrado texto refiere de las obligaciones de todos con la hacienda pública, del derecho a la educación,  la sanidad y la justicia, de la distribución de la riqueza o del papel de los partidos políticos y del Parlamento como garante de todos esos derechos ciudadanos… Lean todo eso y guarden cuidado de no atorarse con las carcajadas.

Tampoco ha sido mal chascarrillo ese de que la Constitución no se podía tocar, como si se tratase de un incunable que hubiese que resguardar de la luz y el efecto corrosivo de las corrientes de aire, y mantener por ello dentro de una urna a una temperatura regular y adecuada. Eso nos decían y, de pronto, por arte de birlibirloque, en apenas unas horas y sin inmutarse, se emborrona con un nuevo artículo que asegura que antes de atender a nuestros escolares o enfermos se pagará a esos acreedores y prestamistas que se enriquecen con nuestra deuda. Ese sí que fue, no me lo negarán, un chiste estupendo.

Como resulta igualmente muy gracioso el que tengamos todavía leyes que llevan decenas de años sin modificarse y que chocan de frente y a gran velocidad con lo que la Constitución sanciona. Entre otras muchas, la ley hipotecaria, de la que sabemos ahora un montón de cosas indignas…

Todas las crisis tiene algo positivo, nos animan algunos: aprenderemos a ser más austeros, recuperaremos la vieja sabiduría que nos permitirá disfrutar de las cosas más pequeñas, no confundiremos valor y precio… Puede que todo esto sea cierto, pero también está sirviendo para dejar al desnudo las miserias de esta sociedad nuestra: la incompetencia interesada de los políticos, su ceguera y su egoísmo; la deshonestidad de tantos medios de comunicación que en lugar de informar o formar, deforman; la usura de un indecente sistema financiero sin ética ni moral alguna; las malas artes de las grandes corporaciones y el cabildeo entre estas y los políticos que dicen trabajar por nuestros intereses y que, cuando se jubilan, son premiados con un puesto en el consejo de administración, seguramente como premio por haberles ayudado en la estafa al ciudadano; etc., etc.

Llevaba razón mi viejo profesor don Prisciliano. Una constitución no debería ser motivo de risa, no debería parecer un bazar de artículos de broma. Una constitución tendría que resultar una cosa bien seria y respetable. Hoy, cuando se lee la nuestra, nos asaltan grandes, amargas carcajadas.


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Un abrazo

La primera muerte que viví fue la de mi abuela materna. Era muy pequeño aún -creo que ocho años-, y me quedó de aquella experiencia, además de un gran desconsuelo, la idea firme de que mi abuela, de algún modo, seguiría sabiendo de mí. Se me metió en la cabeza que podría ir viendo lo que yo fuese haciendo en la vida, como si esta fuese uno de esos reality show que se pusieron de moda mucho más tarde y los muertos se fuesen todos a un hotel con televisión por cable...

Recuerdo que al poco tiempo de su muerte entramos en una pastelería y sentí con agrado, mientras me comía un milhojas, que mi abuela me estaba observando y que aprobaba que me comiese ese pastel. Puede parecer absurdo, incluso habrá quien achaque esa sensación al exceso de azúcar, pero fue así.

Luego uno se va haciendo mayor y comienza a descreer de casi todo, lo cual provoca que se le sequen la imaginación y el alma. Con la edad uno se empobrece de un modo irremediable. Sin embargo -será porque continúo firme en mi afición a las pastelerías-, no me ha abandonado esa convicción con respecto a los muertos queridos, eso de que, de alguna manera, nos puedan seguir viendo y sabiendo de nosotros. Y que mientras guardemos memoria de ellos, no nos olvidarán ellos a nosotros y seguirán nuestras derrotas y, a lo mejor, hasta nos ampararán...

Viene todo esto a cuento de P., que se murió ayer en Oviedo, y que hoy a las cinco se habrá fundido con las nubes de esa ciudad. A esa misma hora, me asomé a la ventana y alcé la vista al cielo. Cruzaban las nubes veloces. Y me acordé de H., y de M., de C., de M. y de N., que estarían, a esa misma hora en que yo pegaba mi cara al cristal de la ventana, despidiéndose de P. Y me gustaría que esta entrada fuese un abrazo para todos ellos.

martes, 27 de noviembre de 2012

Análisis de la realidad

El otro día encontré esto. A mí me parece una de las claves de todo lo que está ocurriendo.


lunes, 26 de noviembre de 2012

Maratón fotográfico

El sábado por la mañana acostumbro a hacer las compras temprano para tener tiempo luego de ir por ahí, de vagabundeo y librerías. 

Este pasado, nada más salir comencé a cruzarme con gentes vestidas de azul, como aquella muñeca famosa. 

Al principio, distraído como iba, como siempre, pensé con pesadumbre que se trataba de una de las muchas reivindicaciones laborales que sacan a la gente a las calles a protestar; pensé que serían, esas personas, empleados públicos o trabajadores de alguna empresa que estuviese a punto de ponerlos a todos de patitas en la calle. Los miraba solidario a los ojos, pero ninguno me devolvía esa mirada, pues iban también ellos afanados en otra cosa.

Como a cada paso que daba eran más esas gentes de azul, ya les presté mayor atención y comprobé que todas llevaban colgadas al cuello unas cámaras fotográficas muy aparentes, amartilladas con teleobjetivos de grueso calibre. Como si fuesen fotógrafos de prensa... Fue entonces cuando leí el texto que llevaban estampado en los petos azules. No eran consignas sindicales, gritos de protesta. Anunciaban simplemente que estaban participando, todos los que los llevaban, en un maratón fotográfica...

Por eso iban tan afanadas esas gentes... En todas las esquinas te los tropezabas, la cámara pegada al ojo, en busca de la foto que mejor retratase la ciudad... Mujeres y hombres, jóvenes y viejos, se les veía a todos muy serios, concentrados, achinando los ojos por descubrir mejor la imagen definitiva... Algunos se movían muy lentamente, como si acechasen a un animal; otros caminaban con prisa, como si fuesen a perder el tren; otros realizaban contorsiones arriesgadísimas a ras de acera en busca de un ángulo nunca visto...

Me dieron cierta lástima tantos esfuerzos, la fiebre que se les adivinaba a casi todos en la mirada, esa desesperación por encontrar la imagen incontestable, la más hermosa... La ciudad era la misma de todos los sábados por la mañana, el otoño el mismo de cada año... Me entró en ese momento un ataque de pedantería, y pensé que por mucha prisa que se dieran, por muy serios que se pusieran, nada iban a conseguir si no se traían ya de casa lo que buscaban. Solo lograrían esa foto los que supiesen ver en ese sábado corriente y cotidiano lo que la vida esconde de único y milagroso. Lo que todos tenemos delante de los ojos cada día y no sabemos ver. No hay más misterio que ese, no hay ningún otro secreto. Eso es el arte.

Y, pensando esto, continué con mi vagabundeo, hinchado de pedantería, hasta que tropecé con un adoquín mal puesto, y me pregunté:

¿Qué hubiese fotografiado uno el sábado pasado por la mañana?: ¿el mendigo velazqueño, mutilado y colérico, de la esquina de la calle Concepción?; ¿el cielo (seguramente lo más hermoso de esta ciudad)?; ¿las nubes peregrinas, vagabundas? Había llegado ante la entrada del parque. Era, esa mañana, un retablo barroco: ardían los árboles de pan de oro y el suelo se extendía suntuoso de hojas caídas. Parecía un escenario preparado para que el Otoño en persona apareciese subido a una carroza de pámpanos y sarmientos. Naturalmente, había allí delante una docena de fotógrafos azules. Me quedé un rato parado, contemplado el Otoño, así, en mayúsculas. Porque parecía reamente como si el Otoño en persona se nos hubiese aparecido... Pero no llevaba uno cámara de fotos y, de haberla llevado, tampoco habría sabido fotografiar ese prodigio... Uno, el sábado por la mañana, paseaba sin otro propósito que ese de flanear. Ni siquiera pensaba en contar nada de esto aquí. Vivía nada más, y si bien el arte verdadero tiene que estar vivo y palpitante, al contrario, la vida rara vez es un arte; en el mejor de los casos, una artesanía. Y gracias.


(Foto tomada de cuadernodepoesia.blogspot.com)

jueves, 22 de noviembre de 2012

Efectos colaterales de la crisis II


Últimamente voy hecho un pincel. A causa, también, de la crisis. Me explico.

A mí no me gusta comprar ropa, y si voy vestido es porque tampoco me parece bien salir a la calle desnudo, ni andar por la casa así... De manera que tengo en mi armario mis camisas, mis pantalones y mis jerséis, y un cajón con la ropa interior y los calcetines. Compro esas cosas muy de tarde en tarde, porque luego me duran mucho, casi siempre en las rebajas del verano o tras las navidades. Este julio, por ejemplo, me compré una cazadora que valía noventa euros por quince. Casi le doy un abrazo a la dependienta cuando me explicó lo rebajada que estaba esa prenda y me informó de su antiguo precio. Pero yo me visto con cualquier cosa, la que sea. Según A. esto no hace falta decirlo, pues salta a la vista.

A nosotros mi madre nos compraba la ropa en el supermercado de Hunosa, que en cuestiones textiles fue un verdadero precursor de los almacenes chinos de ahora, o nos tejía ella misma los jerséis, y a mí eso siempre me ha parecido bien.

Sin embargo, en estos últimos tiempos se está llenado ese armario mío de tejidos de alta calidad, de ropas finas, exquisitamente confeccionadas, cortadas y cosidas , y todo a causa de la crisis. Por culpa de esta, cada semana cierra en esta ciudad una franquicia de una firma de alta costura, y allí va A. y vuelve con algo para mí. Ella no se compra nada porque ha descubierto algo de lo que yo vengo avisándola desde hace  mucho tiempo, y es que su fondo de armario es abisal, de una profundidad de vértigo, y ahora acostumbra a sumergirse en él y sale de allí con cosas de las que ya no guardaba memoria y que vuelven a estar de moda. Sin embargo, para mí siempre descubre algún chollo: un camisa de cuello mao de Desigual -que el sábado pasado liquidó de un modo contundente todo su stock-, un jersey de..., ahora no me acuerdo -voy a levantarme para ir a verlo en el armario-... Ya está, un jersey de Roberto Verino, etc., etc.

En fin, que como esto se prolongue mucho, al final seremos muy pobres pero yo me habré convertido en un verdadero dandy...

 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

¡Honra a los bomberos!

El sábado por la tarde, que me hallaba solo en casa, llamó el primo J., bombero de Madrid. Llamaba por gusto, para pegar la hebra un rato. J. fue largos años jefe de los bomberos del ayuntamiento de Madrid, hasta que Gallardón lo cesó mandándole un motorista a las once de la noche a su casa, método este que al parecer era el que empleaba el generalísimo aquel para cesar a sus ministros. 

Le pregunté si era cierto eso que se cuenta de la alcaldesa de Madrid, que tiene un mayordomo y ocho secretarias. Me aseguró que esa era una información exacta y rigurosa, y me añadió que cuatro de esas secretarias fueron contratadas sin pasar prueba alguna y que cobran, esas cuatro doncellas, el doble que cualquier funcionario municipal. Se quejó amargamente de que su ciudad tenga una regidora que cada vez que habla los deja a todos en ridículo y me informó de que B., su mujer, como trabaja en ese ayuntamiento y cada día ve alguno nuevo e inenarrable, se ha radicalizado mucho en estos últimos tiempos.

Luego me contó que el día de la huelga, mientras su hija mayor y su mujer estaban en la manifestación, le tocó a él pasar la tarde en el centro de mando de la policía, por si se producían disturbios, se quemaba algo y tenían que enviar alguna cisterna a apagarlo. Me dijo que era impresionante ver la manifestación desde las cámaras de los helicópteros de la policía. "Mientras C. y B. estaban con los buenos, yo allí, con los otros", resumió. Y me contó un hecho sucedido esa tarde que no ha aparecido en ningún periódico, en ningún informativo de la radio o de la tele. Parece ser que en una calle céntrica, algunos de los manifestantes más airados le prendieron fuego a un contenedor, y antes de que aparecieran los antidisturbios llegó uno de sus bomberos que, profesional y eficiente, comenzó a echarle agua al fuego. Pero al poco aparecieron dos o tres camionetas de esos policías-cyborg, y el bombero no lo pudo resistir. Al verlos bajarse de sus vehículos con ese aire de conquistadores arrogantes, blandiendo su porra, rectificó la dirección de su manguera, dejó que el fuego medrara en el contenedor y barrió a los antidisturbios con un enorme chorro de agua a presión. 

Pero, ¿no lo hizo con algún disimulo?-le pregunté al primo J.
- Con ningún disimulo, abiertamente. 

Cuando al fin colgamos el teléfono, nos acordamos, una vez más, de ese capítulo maravilloso del Alfanhuí de Ferlosio, que se titula De los bomberos de Madrid. Lo dejo aquí, para que ustedes disfruten:


Un día Alfanhuí y don Zana vieron un incendio. Una mujer en un balcón daba gritos desgarrados. Por las grietas de la casa, salía humo. La gente se juntó en torno a la casa. A lo lejos empezó a oírse la campanilla de los bomberos. Luego, llegaron esplendorosos por el fondo de la calle, con su coche rojo escarlata y su campanilla dorada y sus cascos dorados, limpios y refulgentes. Traían los bomberos una alegría de fiesta.
Había en aquellos tiempos, en Madrid, muchos niños que querían ser bomberos. Fue una época pacífica y los niños heroicos no tenían otro sueño. Porque el bombero era el héroe mejor de todos los héroes, el que no tenía enemigos, el más bienhechor de los hombres. Los bomberos eran buenos y respetuosos, dentro de sus grandes mostachos, con sus uniformes de héroes cívicos, con sus yelmos como los griegos y los troyanos, pero ecuánimes y corteses, gordos y bondadosos. ¡Honra a los bomberos!
Desde otro punto de vista, eran los grandes amigos del fuego. Había que ver la alegría con que llegaban, el entusiasmo de su faena, el júbilo de sus coches rojos. Rompían con sus hachas mucho más de lo que había que romper. Hartos de su interminable quietud, les embriagaba la alarma, las llamas los enardecían y llegaban eufóricos al incendio. Ponían en marcha su mecanismo de pura actividad y de pura prisa. Vencían al fuego, tan sólo porque le demostraban una mayor actividad y una velocidad mayor. Y el fuego, humillado, se retiraba a sus cavernas. Ellos conocían este secreto, el único eficaz contra las llamas. Ganaban al fuego en aquello que más se tenía por grande: en movimiento y escenografía. Le humillaban. Todos los ojos se volvían hacia ellos; el fuego nadie lo miraba ya.
Corrían menos que una persona normal, pero corrían canónica y gimnásticamente; pecho afuera, puños al pecho, la cabeza alta, levantando mucho los pies del suelo y las rodillas hacia afuera y nunca tropezaban unos con otros. Por eso, todo el mundo decía:
-¡Qué bien corren!
Nunca sacaban a nadie por la puerta, aunque pudieran; siempre lo hacían por las ventanas y por los balcones, porque lo importante para vencer era la espectacularidad. Bombero hubo que, en su celo, subió a la joven del primer piso hasta el quinto, para salvarla desde allí.
En cada piso había siempre una joven. Todos los demás vecinos salían de la casa antes de llegar los bomberos. Pero las jóvenes tenían que quedarse para ser salvadas. Era la ofrenda sagrada que hacía el pueblo a sus héroes, porque no hay héroe sin dama. Cuando llegaba la hora del fuego, toda joven conocía su deber. Mientras los demás huían aprisa con los enseres, ellas se levantaban lentas y trágicas, danto tiempo a las llamas, quitaban de su rostro las pinturas y los afeites, soltaban las largas cabelleras, se desnudaban y se ponían el blanco camisón. Salían por fin, solemnes y magníficas, a gritar y a bracear en los balcones.
Así lo vio Alfanhuí aquel día, así sucedía siempre que había fuego. Sucedía siempre lo mismo porque era un tiempo de orden y de respeto y de buenas costumbres.