miércoles, 31 de octubre de 2012

Efectos colaterales de la crisis I

Hace un par de sábados nos fuimos a cenar por ahí. Como P. se había pasado toda la tarde en casa de sus tíos, viendo con su prima C. y una amiga de esta Prometheus, salimos a recogerlo y nos fuimos toda la familia a airearnos. Por el camino ya A. y yo nos habíamos parado en un bar del barrio a tomar una caña y probar la tapa de la feria, (otros años hemos seguido esta celebración con cierto entusiasmo, pero este año no...). En cuanto entramos nos acogieron como si fuésemos de la familia, como si llevaran esperándonos largo tiempo, como aguardó Penélope a Ulises. Tres camareros, tres, nos recibieron con grandes cortesías y miramientos, y comenzaron a ofrecernos asiento en una de las muchas mesas que tenían vacías... Declinamos esa invitación y les dijimos que preferíamos la barra, que íbamos a estar solo un momento. Sin embargo, allí, en los taburetes, fue otra vez un poco lo mismo: "Buenas tardes, ¿qué quieren que les ponga? Tenemos de todo y todo muy bueno, fresco, de primerísima calidad: mejillones, gambas, suspiros..." "Solo queremos un par de cañas y la tapa de la feria, nada más, muchas gracias...", tratamos de cortar aquella enumeración torrencial e incabable... "¿Seguro que no quieren nada más?  No quieren que les ponga alguna otra cosa? Tenemos de todo, y todo buenísimo: queso frito, calamar andaluza, chopitos, carne con ajos..."  "No, gracias", levanté un poco la voz, "solo lo que le hemos dicho".

Luego, en el bar en el que cenamos pasó un poco lo mismo... El camarero comenzó a glosar lo que podía ofrecernos a grandes voces, con un entusiasmo y una energía admirables... Queríamos poca cosa, pero el hombre aquel de la garganta prodigiosa no paraba de ofrecernos más y más golosinas... Al rato, en mitad de la cena, se acercó a nosotros y gritó: "Tres muertos en El Salobral, un loco que se ha puesto a pegar tiros, lo acaban de dar en la tele, hasta han parado el partido para contarlo...", y comenzó a dejar en la mesa el doble de platos de los que le habíamos pedido. Retiramos algunas de las viandas que nos había traído porque no se las había pedido nadie y le dimos las gracias por esa noticia que, sin duda, iba a hacernos la cena mucho más agradable.

Al salir le alabamos la buena voz que tenía y le propusimos que bien podía, con ella, romancear los platos, cantarlos como si de un aria operística se tratase, que ya nos encargábamos nosotros de componerle la carta en rima consonante y versos yámbicos o trocaicos, eso se lo dejábamos a su elección. Ya en la calle, juramos no volver a ese lugar jamás.

Seguramente es esta una queja frívola de quien aún puede salir alguna tarde por ahí, pero como esto continúe así,  ni los que aún conservan un empleo y un sueldo van a poder tomarse nada en ningún sitio...

martes, 30 de octubre de 2012

Educación musical


Como todos los padres de una determinada generación, y de cierta considerable candidez, a P., cuando bebé, le poníamos música clásica mientras se chupaba el dedo y babeaba sentado en su trona. En aquellos tiernísimos años suyos, escuchó a Mozart frecuentemente.

Han pasado los años, y a pesar de aquello, ahora se mete en el spotify y busca y escucha a Ac/Dc, Bad Religion, Green Day, Nirvana y otras cosas parecidas... Y no solo eso, sino que intenta hacer proselitismo con nosotros, y nos lleva de la mano hasta el estudio para que disfrutemos con él de esos gañidos que uno, la verdad, no ha aguantado jamás. "A mí estos grupos no me gustan. Nunca me han gustado", le confieso con crudeza. "Con lo bonitas que son las canciones de Los Panchos o los cantautores"..., le añado picándole un poco. Y contraataco poniéndole a Drexler, a Javier de Torres, a Johansen..., y le recuerdo también lo que le gustaba Antonio Vega, o el disco de despedida de Miguel Ríos, o las canciones de Sabina que escuchamos en el coche. O los Beatles. Él contesta que todos esos le siguen gustando mucho, que le encantan los Beatles, y el Ríos, y el Vega, y el Sabina, pero que ahora ha ampliado sus gustos y que debería comprenderlo. Y como yo meneo la cabeza y le repito que a mí, todos esos grupos, me parecen todos de un macarrismo de muy mal gusto, él protesta: " ¡Qué rancio que eres, papá! Pareces un abuelete". "¡Ac/Dc!", replico yo, "esos sí que son viejos, unos abuelos trastornados, eso es lo que son..."

Y ya me deja por imposible y se queda él escuchando a esos grupos desatados, de pie, haciendo como que toca la guitarra...



De todas esas canciones que le gustan ahora, y que me ha obligado a escuchar, la única que me ha gustado es esta. Pero las demás...

lunes, 29 de octubre de 2012

Enric González se despide...

De Enric González nosotros lo leemos todo, escriba de lo que escriba (entrevistas, economía, política, sucesos, fútbol...). Si redactase prospectos farmacéuticos o las instrucciones de un electrodoméstico, también lo leeríamos. Le tenemos reservado un lugar muy especial en nuestra biblioteca. Guardamos sus libros con mimo, y volvemos a ellos muy a menudo (el verano pasado, por ejemplo, cuando fuimos a esa capital, yo no me llevé otra guía que sus Historias de Londres. Además, después de visitar el Museo de Historia Natural, obligué a la familia a dar un breve rodeo para pasar por la calle donde vivió sus años de corresponsalía allí...).






Donde ya no vamos a encontrárnoslo será en las páginas de El País. Hace unos días publicó nuestro admirado E.G. el siguiente ARTÍCULO . Hacía ya un tiempo que no aparecía su firma en el periódico, que las noticias de Jerusalén venían firmadas por otro corresponsal. Las razones que ofrece resultan, como todas las suyas, incontestables. Valientes. Coherentes. Honestas. Lo vamos a echar mucho de menos y nos vamos a quedar, qué duda cabe, muy huérfanos. Sin embargo, supongo que lo encontraremos en otras páginas, por ejemplo en estas del Jot Down, y a lo mejor esta renuncia le deja tiempo para escribir otros libros que serán, como todos los suyos, sabios, jugosos, divertidos, un poco cínicos y muy tiernos. Ojalá.





viernes, 26 de octubre de 2012

El comercio de los libros

Cuando pintamos la casa, aprovechamos para hacer una purga de libros, que ya no sabíamos dónde meter tantos. Estaban las estanterías del estudio abarrotadas, con doble fondo y unos encima de otros. Igual que sucede en algunas cárceles, teníamos allí muchos más reclusos de los que podíamos acoger...

Así que como en el capítulo quijotesco hicimos una limpia más o menos razonada -los que leímos y no nos gustaron, los que compramos un día y nunca vamos a leer...- y como ni tenemos patio manchego donde arrojarlos ni estaría bien tirarlos al patio de luces y mucho menos quemarlos, los fuimos colocando en cajas de cartón. Unas las dejamos en el colegio de P., para la feria que organizan cada año; otras se las dimos a unos amigos que todavía tienen sitio en sus casas; y un par de ellas se las llevamos al librero de viejo nuevo que hay en la ciudad. Ha abierto su negocio hace muy pocas semanas... Está en una de las calles más bonitas de esta ciudad, una calle silenciosa, discreta, con dos o tres viejos edificios, a espaldas de la diputación, frente al teatro Circo...

Como no era cosa de llevarlos en las manos y es muy difícil encontrar aparcamiento por esa zona, cogí el carro de la compra que usamos para el supermercado y lo llené de eso libros desahuciados que ya no queríamos...

La librería es muy bonita. Mientras el hombre tasaba lo que  le habíamos llevado, curioseamos P. y yo entre las estanterías.  Al final,  P. encontró la trilogía de El Señor de los anillos, la de un solo tomo que sacó hace muchos años el Círculo de Lectores. La misma edición que mi madre nunca quiso comprarme por parecerle muy cara. Gracias al trueque, a P. solo le costó cuatro euros.

Yo ya no voy a leer ese libro, pero que a P. le haya hecho tanta ilusión, y que él sí lo vaya a hacer, va a curarme por fin ese trauma infantil.





jueves, 25 de octubre de 2012

Malentendido

Ayer recibí en mi cuenta de correo el siguiente mensaje: "Enrique, alivia tu síndrome premenstrual y aprende de tu mascota". Naturalmente, semejante exhortación en el apartado asunto me dejó completamente conmocionado, blanco como pared recién encalada

Uno es de esa clase de personas que aunque no hayamos hecho nada reprobable o ilegal, cuando nos para la Guardia Civil en la carretera, comenzamos a sudar y nos embarga un agudísimo sentimiento de culpa. El caso es que al llegarme semejante aviso, comencé a dudar de mi identidad, y a mirar debajo de la mesa y del sofá, por lo de la mascota. A lo peor se ha pasado uno la vida completamente engañado en lo que respecta a estos dos asuntos capitales. Como en ese momento me encontraba solo en casa, no pude preguntarle nada a A. sobre lo primero y a P. sobre lo segundo.Que yo sepa, nosotros no hemos padecido jamás síndrome de semejante naturaleza, y tampoco dado cobijo a un animal en casa, pero claro, lo que decía antes, vaya usted a saber, a lo mejor resulta que sí y  no me he dado cuenta hasta ahora. No sería yo el primero que ha vivido dentro de una gran mentira.

Luego, tras hiperventilar unos minutos, ya un poco más calmado, me atreví al fin a abrir ese mensaje. Era de propaganda, de Nestlé España, que promocionaba un montón de productos... Sentí un gran alivio. 

Mañana voy a contestarles a los de Nestlé España que la próxima vez se muestren un poco más cuidadosos, que anda por el mundo mucha gente pusilánime como yo, y que con estas campañas indiscriminadas nos dan grande sustos. Y luego voy a colocar esa dirección entre el correo no deseado.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Escenas de clase

El profesor explica el sustantivo. Les habla del género. Epicenos, heterónimos, nombres de género común... De pronto, una alumna - a la que llamaremos X- levanta  la mano:

-Profesor, ¿el femenino de "sirena" es "tritón"?

-No -se le adelanta al profesor un alumno, digamos Y-. El masculino de "sirena" es "sireno"- le contesta a su compañera.

-¿"Sireno"?-el profesor mantiene la calma-. ¿Cuándo has oído tú tal cosa?

-Pues toda la vida-le replica Y.

-Ya, pues yo es la primera vez que la escucho- le confiesa el profesor.

-Pero -interviene otro, pongamos Z, que acaba de salir de debajo de la mesa donde ha estado recuperando el bolígrafo que se le había caído ya cinco veces-, pero, ¿las sirenas existen de verdad?


martes, 23 de octubre de 2012

Los buscadores de basura

La imagen de españoles rebuscando entre los contenedores de la basura que sacó hace unas semanas el New York Times, y que levantaron cierto revuelo, me la encuentro casi cada noche cuando bajo a tirar la nuestra. A veces dejo las bolsas en el suelo, por no molestar a los que buscan con medio cuerpo metido en el contenedor. Ni me miran. Hacen su labor con una seriedad imperturbable, metódicos, pulcros (si un adjetivo así se puede emplear para quien tiene las manos metidas hasta los codos en todos los deshechos que vamos arrojando allí los vecinos). Frente a ellos están los ventanales iluminados del restaurante que hay en los bajos de nuestra finca. Suele estar vacío. Sin embargo, hay noches en las que se ven ocupadas dos o tres mesas. Los que cenan junto a esos ventanales tienen a esos buscadores a menos de tres metros, pero no creo que los vean. Están muy concentrados en sus conversaciones.Y los buscadores, del mismo modo que no me ven a mí, tampoco los ven a ellos. Cada uno de nosotros en nuestra burbuja, a mil kilómetros de distancia unos de otros. 

De todo lo que hemos leído sobre este lacerante asunto, lo que nos ha parecido mejor ha sido ESTO...


lunes, 22 de octubre de 2012

Mañana de lluvia

Nos despertó el sábado el ruido de la lluvia... Era la misma lluvia de los sábados de la infancia, cuando al escucharla caer  y descubrir de pronto, en el entresueño, que no había prisa para levantarse de la cama, nos dejábamos arrullar por esa música del agua y nos volvíamos a dormir un ratito más, o no, pero aún seguíamos remoloneando bajo las sábanas un buen rato.

Me levanté, me duché y me puse una gabardina que encontré hace un par de semanas haciendo limpieza en el garaje.  Ya no me acordaba de ella. Tendrá quince años, de manera que aunque es una gabardina vieja, como la he tenido perdida y olvidada tanto tiempo, está como nueva. Además se ve bien moderna. (Es lo que tiene la moda: como la rueda de la fortuna, esta de la moda  no cesa de girar, y lo único que hay que hacer ante ella es quedarse quieto. Más tarde o más temprano acaba por volver a pasar delante de tu armario). Me imagino yo que esta gabardina me la bajaría A. al garaje cuando dejó de ser moderna, pero ahora, como los vencejos de Unamuno, ha vuelto su tiempo. Iba bajo mi paraguas, con esa gabardina, tan contento. Me acompañaba P., que iba a patinar. Nos despedimos en la esquina, junto a la fuente. Me fui a echar la quiniela, a la pescadería, a la charcutería y a la panadería. Y a por el periódico. Caminaba tan interesante con mi vieja gabardina que sentía que solo me faltaban la pipa y una gorra intelectual, también un poco vieja, pero de nuevo moderna, como mi gabardina.

Y seguía lloviendo, una lluvia que era la de mi infancia, esa misma lluvia bendita de sábado por la mañana, cuando el fin de semana está aún  recién estrenado, flamante, todo él una gran promesa...


viernes, 19 de octubre de 2012

Frankenweenie

Hace un par de días fuimos a ver Frankenweenie, la película del Burton.



Es preciosa. No sé yo cómo habrán sido las mejores películas de este año, porque no he visto prácticamente ninguna (desde The Artist no habíamos vuelto a ir a una sala), pero muy buenas tienen que ser las que quieran competir con este cuento terrible, tierno y maravilloso.



A pesar de ser una película de muñecos, se sigue su trama como si se tratase de seres reales, y en la hora y media escasa que dura, no se acuerda uno de nada -ni qué día, ni qué ciudad hemos dejado detrás de nosotros al entrar en la sala oscura-. Hay en ella una historia contada con la mayor de las sabidurías y un amor puro al cine, a viejas películas y a viejos actores que poblaron la infancia del director y también la nuestra. Amor y agradecimiento hacia todas esas historias felices que nos han hecho sentirnos, sin duda, más vivos. Porque al fin de esto es de lo que trata esta película y todo lo que sentimos y soñamos: de sentirnos vivos y , si es posible, no morirnos jamás.






P.D. La película es una nueva forma de contar, seguramente más poética, un historia que ya había narrado Burton en un corto. Este:


jueves, 18 de octubre de 2012

Jazz session


El jueves pasado, por la noche, nos llevó A. a P. y a mí hasta la cervecería irlandesa del barrio. A un concierto de jazz. 

En principio, la noticia, aunque lo disimulé, no me entusiasmó demasiado porque los jueves, a esas horas de la noche (las once) yo ya no soy nadie. Los jueves jugamos el partido de los jueves y yo, justo a la mitad de ese encuentro semanal (cinco y media más o menos), ya no puedo con mi alma. Así que lo más normal es que a las once de la noche me encuentre derrengado en el sofá con la boca abierta y respirando fuerte.

Tocaba el grupo -Tao 5- del profesor de música del instituto de A. -Vania Cuenca-.Vania se llama así porque es de Villamalea, que es zona de ideas que dirían en Úbeda, a saber, muy rojos todos, por lo que no resulta raro encontrar allí gentes bautizadas con esta clase de nombres: Vania, Natacha, Troski, ... Se llaman Tao 5 porque ese es el número de componentes del grupo, pero esa noche en lugar de Tao 5 fueron Tao 2, porque el resto del grupo se había ido de puente y solo tocaron Vania -contrabajo y bajo- y un compañero -saxofón-.

Cuando A. me lo dijo unos días antes, y subrayó que como al día siguiente era fiesta podríamos muy bien ir los tres, yo dije que sí porque confiaba en P. Pensaba que este diría que a él el jazz no le gustaba nada... Pero no, resulta que la idea le encantó. De todas formas, no perdí del todo la esperanza, pues pensé que llegado el momento, a esas horas altas, era más que posible que les entrase la misma pereza que a mí tanto a él como a su madre,  incluso podría suceder que se olvidasen. A. no se olvidó pero efectivamente a las diez y media empezaron a írsele las ganas de vestirse y salir. Sin embargo, a P. ni se le olvidó ni le entró desgana alguna. A los hijos, a veces, se les proporcionan ciertas informaciones antes de tiempo.

De manera que allí nos vimos... El concierto empezó media hora tarde. "¿Cómo puede estar tanta gente a estas horas en los bares?", pensaba yo con un pensamiento heredado, pues eso era exactamente lo mismo que me decía mi madre cuando salíamos por las noches y le contábamos después que no cabía un alfiler en ninguna pub. Porque el irlandés estaba a rebosar. Por lo que pudimos comprobar, la mitad estábamos allí por el concierto, y la otra mitad porque no les apetecía volver a sus casas. 

Yo pensaba que me iba a dormir sobre la mesa, pero no.  Pensaba que no estaríamos hasta el final porque P. se cansaría, pero tampoco. Le gustó muchísimo. Y es que el concierto fue realmente precioso. Piezas como la que dejo aquí abajo. Volvimos, después de felicitar a Vania,  pasadas las dos... 





miércoles, 17 de octubre de 2012

Glamour oriental en el portal

Eran casi las ocho de la tarde del jueves, víspera de fiesta. Venía yo de hacer unas compras, saboreando lentamente la imagen de esos días de fiesta que teníamos por delante. De la charcutería, la frutería y la panadería venía yo feliz y lento cuando al acercarme al portal adiviné en él un movimiento desusado a la par que  grandes brillos y colores. 

Eran los vecinos del primero, además de otras muchas gentes, parientes y amigos suyos. Toda la calle tenía su atención puesta en ellos. La gente se detenía en el paseo, frente a nuestro portal, y se quedaba embobada mirando. Como, igualmente hipnotizado, no tuve más remedio que hacer yo. La estampa era deslumbrante. Las mujeres lucían ropas chapadas que brillaban como joyas en el atardecer de otoño. Volantes de un barroquismo gongorino y exagerado. Faldas ceñidas, maquillajes densos, peinados arriesgadísimos... Y qué decir de los collares y cuentas, de anillos, dijes y pendientes... Una mezcla de perfumes raros y embriagadores hasta el mareo se había adueñado de la calle y se mezclaba con la última luz del día creando una imagen fastuosa nunca vista en el barrio.

Iban subiéndose en los coches que llegaban a recogerlos, con grandes dificultades ellas por lo alambicado de esos vestidos y los esculpidos peinados. Las ayudaban los varones, con trajes oscuros casi todos, repeinados y con grandes y dorados sellos en sus manos orientales. Pero no dejaban de aparecer nuevas figuras en el portal. Si se hubiesen puesto a bailar y a cantar, habría sido aquello como la escena culminante de una película de Bollywood. Por desgracia, no hicieron tal cosa.

Finalmente, crucé y, con la cabeza gacha, con mi camiseta y mis vaqueros gastados, y las bolsas de plástico de la compra colgándome sin gracia de las manos, me colé en el portal de la forma más discreta que pude. 




martes, 16 de octubre de 2012

La Cofradía del Santo Príncipe

Hace unos días sacaron a pasear al Principito -así le dice mi madre- por Madrid. Como hacíamos nosotros de pequeños con los geypermanes, llevándolos de aquí para allí por nuestra casa -escalando el aparador de la cocina, colgándose de la lámpara de la salita-, más o menos así hicieron con él. 

Se imagina uno la escena: llega el hombre a su despacho y cuando pregunta a sus asesores cuál es el programa del día, le dicen que toca excursión. A pie, por la calle. A lo mejor hasta se puso contento, como los escolares, por la novedad. Seguramente no habría paseado el pobre por esos lugares jamás.

Las imágenes del telediario eran muy tiernas, emocionantísimas. El Principito paseaba por las calles del centro de Madrid, entre el pueblo, como si fuese uno cualquiera, uno más. Como si fuese camino del trabajo, aunque con las manos desocupadas. Iba de puesto en puesto de la Cruz Roja, donde tenía en cada uno un familiar, a darles unos besos y colaborar con unas monedas.

La gente lo saludaba entusiasmada, y hasta hubo lipotimias y llantos, como les sucede a algunos durante las Semanas Santas, al paso de su Virgen...

Yo no sé si será cosa mía, pero últimamente a este joven y a su mujer los veo a todas horas en los telediarios. Sin embargo, al padre lo tienen escondido, un poco a la manera de los pueblos gallegos con los hijos que les han nacido con algún mal. Lo sacan de vez en cuando, pero poco. Y de un tal Urdangarín-¿urdangaqué?- en La Zarzuela ni lo recuerdan ni saben nada de él.

Comentan algunos maldicientes que se notaba rápidamente la presencia del Principito en la calle, más que por su altura notable o por la cantidad de guardaespaldas y  cámaras de televisión y  fotógrafos que lo acompañaban, por el ruido que le hacían los zapatos, que rechinaban de un modo agudo y desagradable. Acostumbrados a caminar sobre mullidas alfombras y moquetas, no se adaptaban los pobres al asfalto ciudadano... Unos gemidos terribles, describen esos ruidos quienes los escucharon...

Habría sido mejor, por tanto, que lo hubiesen sacado en un trono, que al fin es por lo que se hacen todos estos jubileos. Como figura de Semana Santa.

lunes, 15 de octubre de 2012

Domingo tarde

Ayer pasamos un par de horas pegados al televisor a ver qué sucedía con ese hombre que se tiró desde tan alto.

Fue P. el que nos llamó, para que lo viésemos. Cuando me explicó de qué iba el asunto, me escandalicé un poco. "O sea, como esos turistas alemanes que se tiran a la piscina del hotel desde el balcón de su cuarto", dije, "pero a lo bestia. ¿A santo de qué hace tal cosa?", pregunté y quise desentenderme. Pero ya salían por la tele unas imágenes hermosísimas de la tierra vista desde la cápsula en la que viajaba ese hombre disparatado, al que también se podía ver sentado allí arriba, en su pequeña nave. La subía un globo de helio, que se iba hinchando a medida que ganaba altura.

Quedamos, A. y yo, pegados al sofá. A. comentaba cada poco que era absurdo estar así tanto tiempo, en lugar de salir a dar un paseo, pero no se levantaba. Y yo empecé a pensar en voz alta que todo aquello era un disparate que no podía salir bien y que ese hombre iba a matarse: "Se mata, seguro que se mata". Comenzaron a sudarme las manos. Cuando sacaban imágenes de sus familiares: su madre -con un anillo verde con la cara de un marciano-, su padre, sus hermanos..., yo sentí una lástima grandísima. "¿Cómo lo podrán soportar?", pensaba, "si yo estoy que ya no me quedan uñas".

Tardó una eternidad en llegar a la estratosfera, que era desde donde había planeado lanzarse. Cuando al fin abrió la puerta de la cápsula y se asomó la vació, ya no me cupo duda alguna: "Este hombre se mata", declaré angustiado. P. me miraba incrédulo y me afeaba que fuese tan pesimista y agorero, y se dolía de que le estábamos echando a perder el espectáculo.

Finalmente, el hombre se tiró, y yo sentí un respingo que me recorrió todo el cuerpo. De pronto solo se veía un punto blanco que bajaba a toda velocidad por la pantalla, sobre un fondo color chocolate. En un momento dado se distinguió el cuerpo, y se vio que estaba dando vueltas en la atmósfera sin control alguno. Como un guiñapo. "Ya está, lo que os decía, matose", exclamé. "¡Papá!", se quejó P. Afortunadamente, luego se estabilizó, siguió bajando a toda velocidad, abrió el paracaídas y alcanzó tierra firma sin problema aparente.

Yo no sé si alcanzó sus récords o no. El caso es que celebré que siguiera, después de semejante majadería, vivo. Porque uno no daba un duro por él.

Luego nos fuimos a la calle, a despejarnos un poco después de tanta presión.

No llevaríamos ni diez minutos en la calle, noche cerrada ya, cuando cayó sobre nosotros un chaparrón enérgico. Volvimos a casa corriendo y empapados por unas calles que parecían sacadas de una película en blanco y negro. Estaba la ciudad preciosa. Y fue así, corriendo los tres bajo la lluvia, como se me fue la angustia que me había provocado ese hombre volador.

De esta forma fue como pasamos la tarde del domingo, siempre tan peligrosa.




P.D. Me cuenta A. que hoy, en su instituto, muchos ponían en duda la verdad de la hazaña demente de ese hombre. Como cuando el hombre llegó a la luna. No lo sé. Lo que sí es verdadero y cierto es lo mal que lo pasó uno viendo esas imágenes.

martes, 9 de octubre de 2012

Identificaciones

A nuestro compañero E. le llegó hace unos días una carta certificada del ayuntamiento. Se trataba de una multa. Quinientos euros por alterar el orden público durante la pasada feria y por negarse a ser identificado cuando así se lo requirieron los agentes municipales.

Nuestro compañero E. se quedó perplejo. En primer lugar porque él lo único que había hecho aquel día era, junto con una docena de compañeros de su sindicato, repartir unas octavillas en defensa de la educación pública. Y en segundo lugar porque ningún policía se les acercó para nada. Y también, claro, por la cuantía de la pena que, tal y como marchan los tiempos, no es moco de pavo.

Cuando lo contó, algunos, para quitarle hierro al asunto, le preguntaban: 

-Pero vamos a ver, si ,como dice la multa, no te identificaste, ¿cómo coño saben quién eres?"

-Ah, - le explicaba otro-, la policía, que es listiiiiisma...

Ahora ha presentado E. sus alegaciones. Ante estas, existen dos corrientes de opinión. Una asegura que la multa ya no hay quien se la quite y que va a tener que abonar esos quinientos euros sin remedio ni rebaja. La otra, en cambio, afirma que atenderán esas alegaciones, que no tendrá que pagar nada pero que ahí queda eso. Creen que se trata de un susto para que E. y sus compañeros se lo piensen dos veces antes de salir a la calle a lanzar mensajes subversivos y a molestar.

Yo no sé si será  una cosa o la otra, eso ya se verá. Pero tiene todo un tufillo muy rancio que le hace pensar a uno en esos comisarios de posguerra que salen en los capítulos interminables de "Amor en tiempos revueltos". Y es que hay quien afirma que estamos embarcados en un viaje al pasado sin máquina del tiempo ni nada, así, a las bravas.  Y la verdad es que contemplando a la Mª. Dolores y a la Soraya en Roma flanqueando al cardenal monseñor Bertone, no se puede negar que en ese viaje vamos muy adelantados ...



N.B. Si tienen ustedes uno de esos programas de tratamiento de imágenes, prueben a poner esta en blanco y negro y comprobarán que el susto es aún mayor. Por cierto, a mí la sonrisa de este cardenal Tarcisio me deja siempre la sangre helada.

lunes, 8 de octubre de 2012

Mágico otoño

El otoño llega siempre a esta ciudad dando unos pasos de baile: uno adelante y dos atrás. De manera que después de un par de días de lluvia y frío, vuelven jornadas calurosas como las del comienzo del verano. El Veranillo de San Miguel le dicen a esta danza.

Y es entonces cuando se pueden ver en nuestro barrio algunas escenas peregrinas: un mendigo fastuoso, como un viejo rey destronado, de barbas larguísimas y antiguas, de aire fiero y  porte shakesperiano, que arrastra con su largo abrigo las primeras hojas caídas; un grupo de niños violinistas que tocan, en un garaje a ras de acera, una música extraña y delicada; un loco que busca a gritos no sabe aún qué... Se les puede contemplar un par de días y luego ya nadie los vuelve a ver ni a saber nada de ellos.

Este año ha sido el dueño de la pequeña tienda de sellos de caucho que hay en la calle San Sebastián. Fue al atardecer, a esa hora fronteriza y rara en la que no es ni de día ni de noche, y la luz vuelve poéticos hasta los contenedores de basura. Suele estar ese hombre muy quieto tras su mostrador, serio, la mirada perdida en algún lugar muy hondo de su memoria. Esperando que entre algún cliente. Sin embargo ayer, al pasar frente a ese negocio escuchamos el sonido de una armónica, y era ese hombre quieto el que tocaba una muy bonita, una armónica de plata que brillaba bajo esa iluminación lírica del crepúsculo. Pasaba sus labios por la armónica una y otra vez y le sacaba unas notas llenas de melancolía que rimaban armoniosas con el atardecer. Estuvimos, como otros peatones, un rato frente al escaparate de ese pequeño negocio, escuchándolo. El hombre quieto de los sellos de caucho no nos miraba. Ensimismado en esa tarea suya, tocaba la armónica de plata con los ojos cerrados.Allí lo dejamos, deshilando el día con su música.

Hace un par de días que no hemos vuelto a pasar delante de esa tienda. Pero aunque lo hubiésemos hecho, aunque hubiésemos pasado por allí a la misma hora que aquel día, no habríamos visto nada. Solo a ese hombre quieto tras el mostrador, inmóvil, la mirada perdida, esperando por si llega algún cliente.

El hombre de la armónica, de André du Plessis

viernes, 5 de octubre de 2012

Ojalá mis sueños se hicieran realidad...

Nos lo contó, con gran secreto, nuestra sobrina C. A ella se lo acababa de decir, esa misma mañana, una compañera suya del instituto, que es japonesa. Y a esta se lo había hecho llegar su madre, por teléfono, que ha tenido que irse a su país a cuidar a su madre. Al parecer acababan de emitir allí el último capítulo de Doraemon, y - trago saliva antes de relatarlo aquí-, todas esas aventuras que dos o tres generaciones de niños llevan viendo y disfrutando en la televisión, no son otra cosa que los sueños de un niño, Novita, al que han tenido que amputar las piernas y se encuentra en coma en la cama de un hospital; y Doraemon tan solo un muñeco de peluche que tiene a su lado.

Nos dejó de piedra. P. aguantó el tipo, pero se le puso la mirada muy triste. Y A., la chica, que estaba en su cuarto haciendo los deberes, salió llorosa al pasillo, que fue donde C. nos informó de tan terrible asunto, a quejarse de que ya había tenido que escuchar aquello más de lo que era soportable.

Luego, de vuelta a casa, P. rompió de pronto el silencio fúnebre que nos envolvía en nuestro caminar:

-No creo que eso sea verdad- dijo, y no fue necesario preguntarle a qué se refería pues bien que lo sabíamos.-¡Si esos dibujos los ven niños muy pequeños!, ¿ cómo van a hacer eso?-reflexionó.

Y convinimos los tres que debía de tratarse de un malentendido, que seguramente también en Japón tendrían sus propias leyendas urbanas, y que esta del último capítulo de Doraemon debía de ser una de ellas. Que a la madre de la compañera de C. alguien se lo habría contado, y esta a su hija, y su hija a sus compañeras de clase, porque así circulan esa clase de historias, pero que no podía ser de ninguna manera un relato verdadero.

Al llegar a casa, P. encendió el televisor y salió un capítulo de la serie. De nuevo en silencio, nos quedamos un rato viendo las peripecias de ese gato cósmico y del pobre Novita. Sin embargo, en seguida cambiamos de canal.


jueves, 4 de octubre de 2012

Comienzo de curso

Le da a uno cierto reparo escribir en los artículos de los jueves sobre la cosa educativa. Está uno muy dentro del asunto y tememos no ser ecuánimes. Nunca es cómodo actuar como juez y parte. Además,  ya hemos escrito sobre el tema varias veces. Pero por ser este de octubre el primero del curso, no lo he podido evitar, y, tal que esas aperturas tan solemnes que hacen en las universidades, me he puesto el birrete y he escrito lo que sigue, que se ha publicado hoy:



Los hechos
Hace muy pocos días presentó el ministro Wert una nueva reforma educativa.  Hay en ella algunas novedades que a nosotros  podrían parecernos bien, modificaciones que entendemos justas y razonables; de otras, en cambio, no sabemos qué decir; y por último, hemos leído varias cosas que consideramos inaceptables. Sin embargo,  debatir sobre todo esto resulta ocioso porque después de lo que se ha hecho con la educación pública estas mudanzas no son más que fuegos de artificio.  Si a usted le queman la casa, inundan su garaje o le arruinan el tejado, no creo que le hiciese ilusión alguna que viniesen luego los mismos que han causado tales desmanes a hacer de decoradores y a regalarle unos muebles de maderas nobles, mullidas alfombras, tapices, cuadros, bibelots y demás peteretes.
Las leyes, leídas en un papel oficial, con esa prosa turbia e infumable que se gastan, pueden gustarnos más o menos. Pero luego están los hechos, que carecen de retórica y no saben de adornos, los hechos desnudos y silenciosos  que,  precisamente por ello,  son más expresivos, elocuentes e incontestables que cualquier comentario u opinión. Veamos algunos.
Este nuevo curso, al haber prescindido de la mayor parte de los profesores interinos, son muchas las aulas donde un profesor debe enseñar a treinta y cinco o treinta y seis alumnos, entre los que suelen encontrarse varios con serios problemas  de aprendizaje.
Este nuevo curso, en varios colegios, decenas de alumnos de infantil y primaria aún carecen de maestro y no saben quién será su tutor. Les atiende cada día o cada hora uno distinto. Mi sobrina, por ejemplo, todavía no ha dado una sola clase de inglés.
Este nuevo curso, los libros que les han tocado a mis alumnos son ya tan viejos  y han sido tan maltratados, que parecen haber contraído la lepra. Se les caen las hojas a cada momento, se les desquicia la encuadernación y da miedo acercarse a ellos, no nos vayan a volver gafos los dedos  y las articulaciones o a transmitirnos cualquier enfermedad incurable. Los que le han tocado en suerte a mi hijo estaban los pobres tan menesterosos que nos ha llevado todo un fin de semana de delicadas curas devolverles algo de salud y  lustre.
Este nuevo curso, si alguien no quiere tocar esos libros lacerados o enfermos, y su economía le permite pagar los precios de oro que por ellos piden las editoriales, es muy posible que no haya podido comprarlos porque ya estén descatalogados. Y los colegios o institutos que sí los han cambiado, han sido únicamente los concertados, que son esa clase de centros educativos  que reciben dinero a dos manos, con una las cuotas que pagan los padres y con la otra los fondos públicos que les concede la administración a pesar de ser negocios privados. Pero esos padres de la concertada no los han comprado en las librerías. Se los han vendido los propios colegios. Los libreros se han quejado de esa competencia desleal. Han denunciado en Hacienda el fraude que supone el que no paguen  por esas ventas impuesto alguno, y le han escrito al consejero explicando el perjuicio que se  les ocasiona. Ni Hacienda ni el consejero les han hecho.
Este nuevo curso, si un profesor enferma y no puede ir a dar clase, los primeros días de baja no los cobrará. Sin embargo, si el profesor o maestro es concejal o diputado, faltará cada vez que haya pleno o sea convocado a una comisión, y no solo no se le descontará ni uno solo de los días que falte, sino que esas jornadas cobrará, como los colegios concertados, dos veces: una por no haber dado su clase y la otra en calidad de indemnización –así lo llaman- por haber asistido a ese pleno  o a esa comisión. Y todo esto se lo explicó muy claramente el profesor-político de unos tiernos infantes de esta capital a sus padres, en la reunión inicial del curso. Que él era, ante todo, un político, les dijo, y que cada vez que se le convocase a pleno o comisión, él acudiría presto a esa llamada, y dejaría  a sus alumnos en manos del primer compañero que pasase por allí. Porque tenía derecho a ello.
Este nuevo curso muchos jóvenes no han podido matricularse en ninguna universidad pública porque no pueden pagar las tasas que les piden.
Este nuevo curso se les ha informado a los centros públicos que su presupuesto se recortará en un 40%. 
El ministro y su ley; el consejero que declara que este curso, como el anterior, todo ha comenzado viento en popa y a toda vela; el periférico y la inspección que les dicen a los padres que pronto llegará ese profesor que, en cambio, no aparece por ninguna parte; ese maestro-político que tan claros tiene sus derechos y preferencias… Podrán muñir todo tipo de leyes, podrán declarar que la educación mejora cada día gracias a sus desvelos, prometer lo que deseen y decir y pensar, en fin, lo que les venga en gana.  Pero los hechos no se permiten nunca semejantes confianzas. Los hechos son crudos, berroqueños, tozudos e impasibles. Y nunca mienten.

martes, 2 de octubre de 2012

Día internacional de las personas de edad

Me lo habían anunciado unos días antes, que el lunes se iban de excursión a Avilés en un autobús fletado por el Centro de Día donde mi madre hace taichí y forma parte de un grupo de teatro muy activo. Que mi padre se hubiese apuntado me llenó de alegría, porque en lo últimos tiempos apenas ha ido más allá de la manzana de casa, donde puede comprar el pan y el periódico y tomarse una cerveza sin alcohol. Los llevaban, me dijeron, a ver el Niemeyer.

Y ayer, cuando llegaron, me llamaron para contármelo:

-Un vergüenza, hijo, un verdadera vergüenza- me informó mi padre por el teléfono fijo. Mientras, mi madre, por el inalámbrico, le quitaba hierro al asunto:

-Di que no, que no estuvo tan mal...

-¿Cómo que no? Un mitin, nos llevaron allí para darnos un mitin...- se indignaba mi padre.

-Lleva así todo el día, con lo del mitin...-me explicó mi madre.

-Vamos a ver- intenté poner algo de orden-, ¿qué fue lo que os enseñaron?

-Nada, no nos enseñaron nada, solo nos metieron en el auditorio y allí salió una elementa, la delegada de no sé qué, a darnos el mitin-me explicó papá.

-No hagas caso- le contradijo mamá-, que nada más llegar nos recibió un coro, que cantaron la mar de bien, y luego salió un psicólogo a hablarnos de la tercera edad. Un hombre muy ocupado, de San Sebastián nos dijo que era, y que tenía que ser breve porque iba para Ámsterdam y tenía que coger un avión. Pero no se notó nada que tuviese prisa. Menuda conferencia nos dio, larguísima, más de una hora estuvo hablando, pesado al máximo.

-¿Y qué os contó? -pregunté-, ¿llevabas la libretina y el boli? (Mi madre, cuando sale de excursión, lleva siempre una libreta pequeña, para apuntar lo que sea de interés)

Mi padre no la dejó contestar:

-Tu madre se durmió nada más empezar el hombre ese. Hasta roncó.

- Qué exagerado- se defendió mamá-. No hagas caso. Di un pigacín, porque me había levantado muy temprano...

-¿Y tú, papá, tú sí te enterarías de algo?- insistí.

-Pues no mucho, hijo, porque me pasé todo el rato recogiendo del suelo la libreta de tu madre, que se le caía cada vez que daba una cabezada... Y el bolígrafo también. Cada poco se le colaba debajo de las butacas de delante, y tenía que pedirles a los que estaban sentados allí que hicieran el favor de devolvérnoslo...

-No me dejó en paz, todo el rato dándome codazos en el hombro- se quejó mamá.

-Ya -intervine-, pero ¿por qué había allí un psicólogo?, ¿no os habían llevado para que vieseis el Niemeyer?

-Es que hoy es el día de las personas mayores, o algo así, y por eso fuimos...- me explicó papá.

-¿Y no os dieron ningún presente, o algo de comer, un pinchín o una cervecina sin alcohol...?- me extrañé.

-Nada, solo el mitin. Eso sí que fue pesado y una vergüenza... Que si los recortes, que si este gobierno está quitándonos derechos fundamentales... Pero vamos a ver, ¿y los de antes, todo lo que robaron los de antes, de eso qué?-se preguntó papá, de nuevo en la indignación.

-Pues algo de recortes sí debe de haber, papá, porque en otros tiempos en una excursión como esa os hubiesen dado unas bolsas llenas de todo: bolígrafos, pins, gorras, camisetas, catálogos..., qué sé yo, y luego seguro que os hubiesen sacado un pincheo... 

-Al salir- continúo papá sin hacerme caso- me preguntó la directora (la del centro de día supuse yo que era) que qué nos había parecido. Y le dije que muy mal, que aquello había sido un mitin en toda regla y que no había derecho...

- Qué hombre tan pesado- se lamentó mamá-, no calla con lo del mitin...

-Pues qué voy a decir si fue lo que hicieron con nosotros...-contraatacó papá.

-Bueno, ya, pero ¿solo fue eso?- traté de desviar la conversación del asunto mitin.

-No, luego salió la alcaldesa de Avilés, a saludarnos y también habló un poco. Encantadora- me contó mamá.

-¿Ah, sí?, ¿ y qué os dijo?

- No lo sé, pero me pareció muy agradable.

Luego subieron a la torre donde está el restaurante, a ver desde esa altura la ría, y dieron un paseo por la explanada inmensa, entre esos edificios tan modernos. Y ya se subieron al autobús mientras el coro que los había recibido los despedía cantando el Asturias, patria querida.






lunes, 1 de octubre de 2012

La cienciología del colchón

Nosotros solo queríamos comprar un colchón para P. Así que, inocentes y sin otro cuidado que ese, entramos hace unas semanas en una tienda que se dedica a la venta de ese descansado producto y que está al lado de la plaza de toros. Cuando al fin salimos, una  hora después, no solo habíamos comprado el colchón para P., sino que íbamos iluminados, convencidos de haber descubierto un mundo nuevo, y nos lamentábamos A. y yo de no haber conocido tal buena nueva hasta entonces. 

Nosotros, que hasta ese día habíamos comprado los colchones en el Carrefour, salimos de esa tienda convertidos a la nueva religión del colchón, a la cienciología del colchón, podríamos decir. 

Quien obró ese milagro fue el dueño de la tienda, que nada más entrar y enterado de nuestras intenciones, comenzó a abrirnos los ojos con este sermón ejemplar:

"¡Ay, amigos míos! -se dolió este profeta del látex y los viscoeslásticos-, la gente cree que comprar un colchón es como comprarse unas cortinas o un sofá, y nada más lejos de la verdad. Comprarse un colchón es cosa muy seria". A mí este comienzo me puso firme, y comencé a darle la razón con ligeros movimientos de cabeza, como esos perros de plástico que se ponían antiguamente en la bandeja del coche. Yo por lo general tengo muy poca personalidad y en seguida le doy la razón a la gente que me habla con algo de convicción.

"Yo les pregunto a mis clientes: si cuando te compras unas gafas, antes vas al oftalmólogo para que compruebe cuál es tu graduación..., ¿por qué no haces lo mismo cuando te compras algo que es tan importante para tu salud? ¿Por qué?" Aunque yo continuaba con lo que vamos a llamar el "movimiento perrete", me pregunté para mí que qué tendría que ver la vista de uno con el colchón sobre el que durmiese, pero ese hombre elegido pareció leerme el pensamiento, pues me lo aclaró todo al instante:

"Para elegir un colchón hay que ver cuánto mide la persona que va a utilizarlo, como se tumba, su peso, y también la configuración de su cuello. Vengan para acá", y señalándonos el buen camino, nos condujo hasta uno de los colchones que tenía allí de exposición. "Túmbese", le pidió a A. Naturalmente, A. le obedeció, y comenzó entonces el profeta a recorrerle con un dedo la espalda y, dirigiéndose a mí, me dijo: "¿No lo ve? Ahora su espalda sí está recta, estable, en una posición natural. Este colchón le viene a la medida. Este sí es un colchón para ella". Y prosiguió: "La mayoría de los colchones o bien son muy duros y no nos recogen, o bien excesivamente blandos y nos hundimos, de manera que nuestra columna no está recta, se encuentra forzada, y con la cantidad de horas que pasamos en la cama, con el tiempo eso trae graves dolencias lumbares o vertebrales... Túmbese usted ahora..." Y, claro, yo también obedecí. Yo, dijo, necesitaba un colchón un poco más rígido que el de A. pues por mi peso me hundía más y la columna no estaba al parecer donde debía.

Nosotros, a esas alturas, estábamos ya arrepentidos de haber llevado hasta entonces un vida tan descuidada, y de haber comprado los colchones de casa en un centro comercial. Casi se nos caían las lágrimas. Así que, aunque el colchón que elegimos para P. costaba una fortuna, le preguntamos también por la almohada. Y allí ya fue el éxtasis y la música celestial. "¡Ah, las almohadas! La gente no sabe lo importantes que son las almohadas..." Y de nuevo sus palabras y explicaciones cayeron sobre nosotros como agua nueva, benéfica y curadora.

En fin, el caso es que el día que unos operarios trajeron el colchón y la almohada, a las dos horas se pasó este hombre preclaro por casa, hizo que P. se tumbase y repitió con él la operación que había hecho en la tienda con nosotros dos. Después le ajustó la almohada quitándole y poniéndole diferentes capas de espuma     ("Esta espuma solo la fabrican en Bélgica. Ahora, cuando feria, yo me voy de viaje allí, a visitar la fábrica y seguir unos cursos de fisioterapia", nos informó) hasta dar con el grosor exacto que haría que el cuello de P. no sufriese desviación alguna. Parecía, mientras realizaba todas estas operaciones, un chamán o saludador, tan serio, solemne y ensimismado se le veía. Cuando al fin se sintió satisfecho, nos pidió si podía ver nuestro dormitorio. Se lo enseñamos. Repitió entonces todo el ritual, hizo que nos tumbásemos, comprobó las almohadas (de Zara Home) y declaró: "Ni tenéis almohadas ni tenéis colchón". Y entonces es cuando casi lo mando a la mierda.

Es lo que tiene no tener personalidad, que así como te crees una cosa, al momento te crees otra distinta. A mí ese desprecio a un colchón en el que A. y yo llevamos durmiendo tan a gusto tantos años, no me pareció ni medio bien. Y así fue como perdí la fe en la ciencia del colchón de un modo brusco y completo. De manera que cuando tengamos que cambiarlo, que todavía no, volveremos al Carrefour, o al Alcampo, o al Ikea, donde se tercie. Lo cual, dicho de paso, es todo un alivio, porque lo que ese charlatán cobra por los suyos es cifra abultadísima. Comprárselo a él sería, sin duda, dormir por encima de nuestras posibilidades.