jueves, 28 de febrero de 2013

La mano de nieve

Acabo de subir de la calle, de dejar la basura, y continúa nevando.

Al levantarnos esta mañana, caía como una pelusilla de nieve, una nieve muy menuda y tímida que no era capaz de dejar su huella ni en los tejados ni en las calles. Apenas se posaba y ya no era nada. Luego, después de desayunar, cuando volvimos a mirar por la ventana, ya no encontramos señales de ella. 



Así pasó toda la mañana, sin nuevas noticias de la nieve. Supusimos entonces que tal vez no la volveríamos a ver hasta dentro de mucho tiempo, quizás hasta el próximo invierno o más tarde aún. 



Sin embargo, al mediodía, cuando todo parecía más calmado, regresó de repente y ya no ha dejado de nevar. 



Volvió, además, más copiosa y entusiasmada, como si hubiese cobrado confianza, sin la timidez de la mañana. Se dejaba caer gloriosamente. Era como cuando mi madre espolvoreaba de azúcar glas sus milhojas. Se convirtió la ciudad en un postre helado.



Trajo consigo, como es su costumbre, un silencio nuevo, y difuminó el paisaje y sus figuras envolviéndolas en un cuadro impresionista. Los contornos habitualmente nítidos de los edificios, de las esquinas y las calles, y las figuras de los paseantes, se volvieron poéticos y borrosos. Tiene la nieve alma de artista y embellece cuanto toca con su mano, incluso esta ciudad nuestra tan gris y sin relieve...



Luego, mientras jugábamos el partido de los jueves -que ganamos al fin, con un juego casi exquisito, tras una larga travesía por un desierto de derrotas injustificables y rotundas-, entre jugada y jugada, me dio tiempo a mirar por los altos ventanales del pabellón cómo seguía cayendo, hermosos copos redondos y rotundos como gorriones bien alimentados. Me daba tanta alegría que jugaba cada vez mejor...



De vuelta a casa, con las aceras alfombradas de armiño, me dediqué a sacar algunas fotos. Caminaba lentamente. Una mano de nieve acariciaba de la ciudad y repiqueteaba sobre su piel con innumerables dedos. 


miércoles, 27 de febrero de 2013

Memorias líquidas

Como de todos los libros de Enric González, de este también podría decirse que es un librito. Hecho como quien no quiere la cosa, sin pretensiones de ninguna clase. Solo la de contar honesta y ordenadamente unos hechos, en este caso no sus años de corresponsalía en Londres, Nueva York o Roma, sino su vida laboral, el modo en que comenzó a trabajar en un periódico y cómo luego ya no lo pudo dejar. Y como con todos los suyos, el librito resulta ser, precisamente por esa falta de ambición y sobre todo gracias al talento de su autor, una pequeña maravilla que se lee de un tirón y nos llena de agradecimiento.




En realidad, exceptuando las tapas, un poco pretenciosas, lo abre uno y ni siquiera parecen las páginas de un libro sino las de esa revista en la que trabaja ahora, tras su salida de El País. Tampoco está editado por ninguan editorial al uso, sino por esa revista, Jot Down, donde publica muy de tarde en tarde alguna columna, alguna entrevista.

Pero se pone uno a leer y ya no lo puede dejar. Entretenidísimo, emocionante, lúcido... Particularmente interesantes son sus reflexiones sobre la tarea del periodista, más necesarias que nunca hoy que la mayoría de ellos no hacen otra cosa que seguir las consignas de sus jefes y enarbolar una bandera, la de este o aquel... Hemos subrayado algunas cosas:

"La legimitad de un periódico radica en su redacción, no en los intereses de sus propietarios".

"No hay que olvidarlo, cada mesa un Vietnam. Hay que resistir, hay que intentarlo siempre. Al periodista le pagan para que haga de periodista. Para lo otro están los jefes".

"Un periodista debe desconfiar siempre, siempre, siempre de los que mandan, porque nunca, nunca, nunca, dicen la verdad".

Qué grandes son los libritos de este hombre, exclama entonces uno.


elmundo.es




martes, 26 de febrero de 2013

España. Destino tercer mundo

Así es como se titula un libro que acabamos de leer. Es un libro muy raro porque aunque se ocupa de economía se entiende todo con una claridad meridiana. Podríamos decir que se trata de un texto luminoso si no fuese porque lo que se explica en él es de un funebrismo absoluto. Mira que lee uno novelas de esas llamadas negras. Pues más negra que esta obra, que no es una novela sino un ensayo, ninguna.

A mí me gustaría recomendarlo vivamente, pero no sé si debo. El primer capitulo, por ejemplo, es espeluznante  Explica su autor en él, con detalle y minuciosidad, qué sucederá si llega el famosos corralito, y luego el corralón y, finalmente y como curso natural de todos esos desastres, el abandono del euro y la vuelta a la peseta al cambio que nos digan y con el rabo entre las piernas. Si uno tiene estómago suficiente y consigue doblar el Cabo de Hornos de ese capítulo inicial, ya puede seguir leyendo lo que sigue. 

El autor, periodista de El País, es un hombre honesto. No dice que eso vaya a suceder, pero sí piensa que no sería nada raro que ocurriese y a nadie debería, por tanto, extrañarle. Está convencido de que este país nuestro no va  a poder pagar la deuda que arrastra, y que una cosa llevará a la otra. Pero aunque este pronóstico fallase, lo que tiene claro Ramón Muñoz es que se acabaron los días de vino y rosas, que es mentira que esta sea una crisis cualquiera y falso que todo vaya a volver a ser como antes más o menos pronto. Que nos mienten una y otra vez cuando nos dicen semejante cosa. Que nos mintieron cuando decían que no había crisis y continúan haciéndolo ahora de otro modo.

A lo largo del libro explica con  sólidos argumentos y ejemplos numerosos las causas de todo este desastre. Es el capitalismo, amigos, nos dice Ramón Muñoz, que, despiadado como siempre pero ya sin ninguna fuerza opositora que se le pueda enfrentar, se ha presentado en el salón de nuestras casas y no se va a marchar... "El capitalismo arrasa, refulgente en toda su dureza, sin derechos laborales que suavicen su voracidad, sin contrapartidas sociales, sin tapujos socialdemócratas o humanistas. Capitalismo en estado puro: producir y consumir con el máximo beneficio. Aquí, en China o en África".

Habla el libro de muchas cosas, de cómo la mayoría de los bienes que consumimos se fabrican en los países del tercer mundo, de los manejos indecentes de la banca y la política, de la evasión de impuestos... Y llega a la conclusión de que no hay nada que hacer. Piensa que tampoco habrá ningún estallido social, mucho menos una revolución... La gente se manifiesta más por su equipo de fútbol: "Los ciudadanos siguen movilizándose más por los triunfos de la selección española o la victoria en la Champion de su equipo que en defensa de sus salarios, pensiones y servicios sociales..." Nadie hará nada y seremos cada día un país más y más pobre...

Una lectura dolorosa pero necesaria...



                  

lunes, 25 de febrero de 2013

El artículo de los jueves, hoy lunes

Como el periódico ya no saca en su edición digital los artículos de opinión, ya no es posible enlazar lo que escribimos una vez al mes. Así que qué más da jueves que lunes. 



De la educación de los hijos

Cuestión peliaguda esta de educar a los hijos. Nunca sabe uno si lo que hace es lo correcto. Pienso que todo el mundo busca lo mismo para sus hijos, a saber,  dos cosas principalmente: que cuajen en buenas personas, apreciadas y queridas por quienes les vayan a acompañar en este incierto viaje de la vida; y, sobre todo, que sean felices y no tengan nunca que pasar por negras fatigas ni grandes penalidades. Para ello, el común de las gentes les damos todo nuestro amor, los mandamos al colegio, al instituto y a la universidad, e intentamos procurarles ejemplos de bienvivir manteniendo un comportamiento cívico y responsable. Tratamos de hacer de ellos personas rectas y cabales que sepan distinguir lo que está bien de lo que no lo está y que se comporten, al fin, como gentes decentes y nobles. Esto pienso yo que es lo que quiere cualquier padre para sus hijos. Y lo que hemos tratado de inculcarle al nuestro. Sin embargo, al cabo de un tiempo y viendo cómo van las cosas, vivimos en una dolorosa incertidumbre y damos en pensar ahora que tal vez nos hayamos equivocado de medio a medio.

Cada año celebran en el colegio de nuestro hijo una feria del libro con fines benéficos. Le damos entonces unos cuantos euros para que colabore y se compre algún libro. El año pasado, por hallarnos sin suelto, le dimos un billete de diez. Cuando volvió sin ningún céntimo en los bolsillos y con tres libros que le habían costado tres euros cada uno, nos explicó que el que faltaba se lo había prestado a un compañero al que no le había alcanzado con lo que se había llevado de su casa. Inmediatamente, nos explicó que no nos preocupásemos, porque al día siguiente le iba a devolver, ese compañero, un euro y cincuenta céntimos. Nos dejó perplejos. Pasados esos primeros segundos de sorpresa, le contestamos que de ninguna manera iba a aceptar semejante devolución, que si él le había dejado a su amigo un euro, pues un euro le debía y nada más. Que esas cosas no se hacían, y menos entre compañeros, y no sé cuántas cuestiones más. Nuestro hijo aceptó sin quejas nuestras reconvenciones y nos tranquilizó asegurándonos que lo haría tal y como le estábamos diciendo y que no reclamaría lo acordado. Y así fue.

Sin embargo, ahora que ha pasado un tiempo nos asaltan las dudas. Hemos comenzado a pensar, su madre y yo, que aquel día nos equivocamos de pleno. Cortamos de raíz lo que habría podido ser una próspera carrera en el mundo de las finanzas y los negocios abusivos. En lugar de todas esas zarandajas éticas y morales, le tendríamos que haber dado unas palmaditas en la espalda, haberle hecho mil monerías y melindres, y alabado exageradamente esa iniciativa suya. Y, nada más concluir esas fiestas, haberle proporcionado otro billete de diez euros para que los fuese a prestar a sus amigos del cole, para financiarles la compra de chuches y golosinas, a ese mismo interés.

O también, en lugar de llevarlo al teatro, a la biblioteca pública y las librerías, y apuntarlo a clases de inglés, tendríamos que haberlo afiliado a uno de los dos grandes partidos, casi no importa a cuál, para que comenzase bien pronto a hacer carrera en él.  De esa manera no tendría que esforzarse por encontrar un trabajo y podría incluso llegar a ser, por ejemplo, tesorero.

Porque a nadie se le escapa que las únicas actividades que pueden hoy asegurarle a uno una vida boyante y florida alejada de la peste negra del paro y de las arideces de los trabajos precarios y mal pagados, son esas dos de la política profesional y la usura.

Si a los diez años era nuestro hijo capaz de levantar negocios como el que estuvo a punto de perpetrar el día de la feria del libro de su colegio, no me cabe duda de que, con el tiempo, podría haber llegado a ser, si no hubiésemos llegado nosotros a estorbárselo, uno de eso financieros capaces de ingeniar complejísimos productos que llenan las arcas de los bancos y despluman a los clientes (con los hijos tiene uno siempre delirios de grandeza, es inevitable).

Y si en lugar de en esa academia de inglés – porque da la sensación de que, para esto, cuanto menos inglés sepas, mejor- lo hubiésemos apuntado al nacer en uno de los dos grandes partidos, entonces, qué les voy a contar que ustedes no sepan: sería como si le hubiese tocado uno de esos sueldos de por vida que sortean algunas marcas de café.

Claro que podría verse envuelto en algún caso de corrupción, pues por lo que se ve es algo que les pasa a los políticos con cierta frecuencia. Pero tampoco en ese caso habría que preocuparse mucho. Con el tiempo, todo quedaría en nada, como en nada quedará todo lo que leemos hoy en los periódicos al respecto.

De manera que creo que aquel día cometimos, mi mujer y yo, el más grande de los errores, y que ya no hay vuelta atrás. Ahora tendremos que continuar, por no desdecirnos y confundir a nuestro hijo, hablándole del valor del esfuerzo personal, de la necesidad de ser responsable, de ética y estética… Y probablemente estemos haciendo de él un desgraciado.

La Tribuna, 21 de febrero de 2013







viernes, 22 de febrero de 2013

Viaje de invierno VI. Vuelta

Subimos el puerto envueltos por la niebla, rodeados de nieve. 

Pasamos por encima de Piñera, sus tejados blancos a los pies de la autovía. 

Hace muchos años, cada vez más, pasamos un fin de semana mi amigo D. y yo en esa aldea. En casa de su tía Cándida. Yo ya la conocía porque los veranos subíamos a menudo hasta ese lugar en bicicleta. Nos recibía contentísima, y nos agasajaba con embutidos, quesos, empanadas, y otros alimentos que ella preparaba en una cocina de carbón. Y porfiaba para que nos quedásemos a comer o a merendar. En aquella ocasión nos quedamos un par de noches porque íbamos buscando viejos romances de lobos o aparecidos, para un trabajo de la facultad. Nos pareció que aquel era un lugar ideal para encontrarlos. Aunque estaba a apenas hora y media de Oviedo, y a unos pocos minutos de Campomanes, se veía tan encumbrado, a la entrada del valle profundo del Huerna, que pensamos que encontraríamos allí material más que suficiente. Pero nadie nos quiso contar nada. Pasamos, eso sí, dos noches en el bar del pueblo,  lo más parecido que he visto nunca a uno de esos salones que sacan en las películas del Oeste. La primera noche, cuando entramos se callaron todos los parroquianos como si los lobos y aparecidos fuésemos mi amigo D. y yo. Tardamos un rato en romper el hielo. Acabamos cantando todos juntos. Pero ni un romance, ni una leyenda, ni la más mínima historia nos contaron aquellos hombres. Visitamos a los vecinos más viejos, que aseguraron no acordarse de nada, paseamos por los bosques, comimos como cosacos en casa de la tía Cándida, y el domingo nos volvimos, con las manos y la pequeña grabadora vacías...

De repente, una bandada de cuervos se levanta frente a nosotros, negro sobre blanco, contra la montaña.  Todo el paisaje parece una fotografía en blanco y negro. 

Pasado El Negrón, ya en Castilla, desparece la nieve y vuelve el color al mundo. En el cielo, grandes nubes trashumantes.



Foto de Paula Rajoy (www.vagamundos.net)

jueves, 21 de febrero de 2013

Viaje de invierno V. Tres citas o un pimiento no es un pepino

El lunes, como era nuestro último día en Asturias, concertamos tres citas. 

Quedamos primero a comer con H., M. y N.

Antes de que llegasen hicimos unas compras por Oviedo y dimos un paseo. Llovía tanto que al final me entró agua en los zapatos. Habíamos quedado en un café de la plaza del Riego. Llegamos pronto. Apenas había nadie, ni en la plaza ni en el café, donde solo nos encontramos a la camarera y a un amigo suyo que le estaba dando conversación. P. trajinaba con mi móvil, la pareja de la barra se veía ensimismada en su diálogo, así que pensé que podría entrar en el baño, sacarme los zapatos y los calcetines y colocarlos un rato bajo el secador eléctrico. 

-Voy un momento al baño, P.-informé a mi hijo.

-Vale-me contestó sin levantar la vista del móvil.

¿Llevé a cabo lo que acababa de pensar? Como en esos relatos que dejan abierto su final o presentan al lector varias posibilidades de desenlace, lo voy a dejar aquí. 

Luego fuimos a Santianes, a tomar el café en casa de N. y A. Como con H., con N. nos ponemos a hablar como si nos acabásemos de ver la tarde anterior, y así fue pasando aquella dulcemente, en la cocina de su casa de Santianes, mientras P. y A. bailaban las canciones de Michael Jackson frente a la wii. Por la ventana, vimos cómo desparecía poco a poco, en el atardecer, el lugar de La Armatilla, en lo alto de la montaña...

Por último nos acercamos a La Corredoria, a despedirnos de mi hermano y los sobrinos. Al llegar nos contaron que el regalo que les habíamos traído estaba desde esa mañana en el trastero. Pedí explicaciones. G. no quería hablar, pero finalmente nos enteramos de que la causa de ese traslado no era otra que la desobediencia de G. Y que cuando le amenazaron con llevarse el regalo fuera de su alcance, había contestado que le importaba un pimiento.

-¡No!-protestó G.-Yo no dije eso-se quejó con los ojos brillantes-. No dije "un pimiento", dije "un pepino"...-y se fue, enojadísimo y al borde de las lágrimas, a su cuarto.



Plaza del Riego. Postal de los años 50 
www.todocolección.net

miércoles, 20 de febrero de 2013

Viaje de invierno IV. Historias de paraguas

El domingo, cuando cruzábamos los cien metros que separaban el lugar donde aparcamos el coche del restaurante donde comimos, mi madre estuvo a punto de sacarle los ojos a una media docena de personas con el paraguas. Mi madre, con el paraguas abierto siempre ha sido un peligro público.

Conducir un paraguas no es asunto baladí. No todo el mundo sabe. Mi madre creo yo que sí que sabe llevarlo cómo es debido, lo que ocurre es que no le da la gana. Sobre todo cuando salimos a otra ciudad. Entonces abandona los movimientos de cortesía, indispensables para no desgraciar a otros paseantes, y avanza sin miramientos hacia su destino golpeando en su marcha frentes y cabezas, o chocando aparatosamente contra otros paraguas a los que no les ha dado tiempo de apartarse. Cuando esto sucede, mi madre le lanza una mirada desaprobadora a sus víctimas y les pide perdón con una gelidez digna de la reina de Inglaterra."No es nada, señora, no se preocupe", balbucean llenos de culpabilidad, como si hubiesen sido ellos los causantes del tropiezo. Así que fui a su lado  para  ir desviando en el último momento su paraguas y evitar que se consumase la desgracia y que Gijón sumase ese día unos cuantos nuevos tuertos.

A mí me fascinan los paraguas. Me parecen uno de los inventos más acabados de la humanidad. Sencillos, elegantes, prácticos, perfectos. Junto al de la bicicleta, es mi invento favorito...

El lunes, justo cuando comenzó a nevar en Mieres, acompañé a mi padre a comprar uno. Se le había descompuesto el suyo, el de diario - pues también hay paraguas de domingo-. Lo acompañé para hacerme yo también con otro, que todos los pierdo. Creo que ya lo conté una vez. Mi historia con los paraguas es una historia de amor no correspondido. A mí, los paraguas me abandonan sin remedio... 

Fuimos al supermercado de Hunosa, que está al lado de casa. Es un lugar bien curioso ese supermercado.  Entra uno en él y es como si hubieses ingresado en un país del este en los años del comunismo... Estantes medio vacíos, ausencia de rótulos y anuncios a todo color, luz mortecina, hoscos dependientes, silencio... Todo de un grisura desconsolada. Antes era muy diferente y solo podían entrar a hacer sus compras en él los empleados de esa compañía minera. Tenía unos precios imbatibles, subvencionados por el estado. Recuerdo que en aquellos años hacíamos unas colas eternas tanto al entrar como al salir, esperando que quedase alguna caja libre para pagar... Cada vez que mi madre anunciaba que tocaba compra en el Súper, mi hermano y yo nos echábamos a llorar, e intentábamos disuadirla de todas las formas posibles: nos inventábamos un ataque de apendicitis, o un examen imprevisto, o cualquier otra excusa que nos librara de aquella pesadilla de las colas  interminables. Eran días desgraciados que nos hacían ver la existencia del color de una negra escombrera de carbón. Lo que de existencialismo haya hoy en nosotros nació, sin duda, de aquellas horas tediosas e interminables en aquel Súper de Hunosa. Ahora que dejan entrar a todo el mundo casi nunca hay nadie y ya no se forman colas como aquellas de nuestra infancia.

Seríamos, esa mañana, media docena de clientes  Compramos unos paraguas muy buenos, con una montura especial con sistema anti-viento y varillas de aluminio y fiberglass -no sé qué pueda ser esto, lo he copiado de la etiqueta, pero sospecho que ha de ser cosa muy buena-... Y ya nos salimos tan contentos, con nuestros flamantes paraguas bajo el brazo. Los abrimos, mi padre y yo, en la misma puerta del Súper, bajo  la nevada...

lacomunidad.el pais.com


martes, 19 de febrero de 2013

Viaje de invierno III. Comida familiar

El domingo fuimos a Gijón. A una comida sorpresa que le habían preparado a mi tío M. por su noventa cumpleaños. 

En el camino, vientos furiosos y densas cortinas de agua que cruzaban delante del coche y barrían el asfalto una y otra vez...

Mi tío M. nunca ha sido muy expresivo. Esa economía de gestos le ha permitido llegar a esa edad con un aspecto de lo más juvenil. Nadie le echa semejante cantidad de años. Él pensaba que iban a celebrar una comida con sus dos hijos y sus cuatro nietos. Y cuando entró en el comedor se encontró a más de setenta personas. Hermanos, cuñados, sobrinos, vecinos, amigos... Viejos cuñados, viejos sobrinos, viejos vecinos, viejos amigos... No se le alteró un musculo de la cara. Como si estuviese al cabo de la calle. Saludó a unos y otros y se sentó en su sitio. Sin retórica ninguna. 

Nos encontramos allí a primos a los que no veíamos desde hace cinco, ocho, diez años... Y a mi prima más antigua, A., que después de vivir en Madrid sesenta años, ha vuelto con su marido a vivir a Gijón. Solo los  conocíamos de oídas. Son dos personas encantadoras. Nos lo pasamos muy bien charlando con ellos. Su marido -también A.-, madrileño de Moratalaz, socio del Real Madrid desde los siete años, le contó a P. cómo vio jugar a Di Stéfano, a Puskas, a Gento, a Del Sol... P. le escuchaba con educación, pero yo lo hacía embelesado. Y nos confesó que, después de haber visto a todos aquellos, no tiene la menor duda de que el más grande es Messi. "Como este, yo no he visto a ninguno...". Solo se alteró cuando le mencionamos a Mourinho, al que no puede ver ni en pintura. "Como cualquier aficionado del Madrid que tenga un poco de decencia".

Y así pasamos la tarde, entre estas conversaciones, platos contundentes (sopa de marisco, fabada, caldereta, brazo de gitano, cafés, copas y chupitos...) y fotos, muchas fotos, casi todas hechas por mi prima MT., que es gran aficionada...

Al despedirnos de mi tío M., y preguntarle qué tal lo había pasado, nos dijo con la misma cara de póquer de siempre que otra sorpresa así él no la aguantaba...


lunes, 18 de febrero de 2013

Viaje de invierno II. Reparaciones

Cuando llegamos a casa, nos recibió mi padre con la mano izquierda inmóvil, metida en el bolsillo de la chaqueta. Como si fuese manco.

Cuando le preguntamos por ella, por qué la tenía allí guardada, la sacó con dificultad. La tenía hinchada como una bota de vino. Y palpitante y dolorida, tanto que no podías ni rozársela. Nos confesó que había pasado una noche malísima, que apenas había podido dormir, pues el más mínimo movimiento, al variar la posición de esa mano, le hacía ver las estrellas. Que habían llamado, mi madre y él, a una mujer que ellos conocen, una señora que le alivió una vez una tendinitis, que también echa las cartas y pasa el agua... Yo no daba crédito. 

De manera que dejé las maletas en la habitación y me lo llevé al ambulatorio de La Villa, a urgencias, a pesar de sus protestas. 

Cuando llegamos, apenas unos minutos después de las ocho de la tarde, estaban unos adolescentes arrastrando a un amigo con una borrachera gloriosa. "Coma etílico", dictaminó el médico de guardia, que los esperaba a la puerta. "¡Qué pocas cosas cambian!", pensé. Todos los viernes, más o menos a esas mismas horas, ya pasaban estas cosas en mi pueblo cuando uno tenía la edad de esos chavales.

Yo pienso que mi padre no quería que lo viese un médico porque creía que lo irían a ingresar, como en el verano. Pero no. El médico, un joven encantador, le aseguró que era ácido úrico, gota. Le recetó corticoides y nos mandó para casa. Volvía mi padre, con ese diagnóstico y antes incluso de tomarse la primera pastilla, muy aliviado.

Arreglado ese primer imprevisto, a la mañana siguiente tuve que llevar el coche al taller. El día anterior, cuando ya estábamos llegando a nuestro destino, a la altura de Vega del Ciego había saltado la señal de que iba el aceite del motor algo escaso. Me acerqué al más cercano, al lado de la carnicería de Benido, una carnicería que no cierra nunca y tiene horario de supermercado chino. Estaban en el taller el dueño y un amigo suyo, de tertulia. Había en el taller un único coche, un seat 600 de los que abrían las puertas hacia la derecha, esto es, antiquísimo. Mientras recebaban nuestro motor con el litro de aceite que le faltaba, se quejaban de cómo han mudado los tiempos, de que ahora todo está hecho de plástico, y todo se fía a la electrónica y los ordenadores, que ya ni varilla para saber cómo va el nivel de aceite llevan la mayoría... El nuestro sí la tenía -yo me enteré en ese mismo momento-. La comprobaron y, efectivamente, el ordenador de abordo llevaba razón. Y me contaron la triste historia de un señor que bajando de San Isidro tuvo la mala suerte de que una piedra le diese en los bajos de su coche, descomponiéndole el sensor que le indicaba ese nivel. Y que como no tenía esa varilla y nadie le avisó, acabó por quemársele el motor. Andaba ahora ese hombre, me informaron, de pleito con el seguro, que se negaba a hacerse cargo... Llovía afuera, y se estaba bien en ese pequeño taller, escuchando las elegías mecánicas de esos dos hombres, al lado de ese 600 que mantenían impecable. Pero tenía otras cosas que hacer, me esperaba P. para irnos a Oviedo y tras pagarle lo que me pidió tras un cálculo mental y dubitativo -"Dame..., hum, doce euros..."-, me despedí muy cortésmente.

Nos fuimos, P. y yo, dejando la mano de mi padre muy mejorada y fuera ya del bolsillo y el coche con el nivel de aceite que conviene.





miércoles, 13 de febrero de 2013

Viaje de invierno

Los viajes de invierno son, lo sabemos por experiencia, sumamente entretenidos.

En el que hicimos P. y yo el fin de semana pasado volvimos a comprobarlo. Al salir lucía el sol y al sol flameaba la enorme bandera que tienen izada en un área de servicio de la patriótica provincia de Cuenca. Casi tan grande como aquella que levantaron en Colón hace unos años, creo que siendo ministro el inefable señor Trillo, hoy embajador en la populosa ciudad de Londres. Lo que ocurre es que, nos fijamos al pasar, está esa bandera conquense muy deteriorada, deshilachada y mordida como después de una batalla desgraciada. 

Se nubló al pasar al lado del castillo de Garcimuñoz, donde murió Manrique, y más oscuro se puso aún el cielo sobre los cerros de Segóbriga y Uclés, allí donde el paisaje imita un cuadro de Benjamín Palencia...

En Madrid, vientos a barlovento y miles de coches entrando y saliendo (Moratalaz, Vallecas, Leganés, Alcorcón...), cambiando de carril desasosegados, empujados por ese mismo viento enloquecido. En el norte amainó y se despejó la carretera milagrosamente. En los arcenes, cientos de anuncios de colegios exclusivos y bilingües.

En Villalba aguanieve y sol, pero sin arcoiris. El Guadarrama, desaparecido tras nubes torturadas y oscuras...

Ya en Castilla, cielos azules y nubes peregrinas... En Villafranca de los Caballeros (qué nombre tan bonito), donde paramos a merendar de espaldas al sol, se alargaban en el aparcamiento nuestras sombras hacia el horizonte. Jugamos un rato con ellas, mientras nos terminábamos los bocadillos de jamón, y ya otra vez al coche.

Nos cogió la noche subiendo las primeras cuestas del Huerna. Y al salir de El Negrón (qué buen nombre para túnel tan oscuro e interminable) de repente la nieve, fosforescente en mitad de la noche oscura. Pero solo teníamos ya, en ese punto kilométrico, que dejarnos caer, como la nieve, hacia el valle natal.

                         

jueves, 7 de febrero de 2013

Viaje nostálgico y crepuscular IV

Domingo. Traen los periódicos la derrota de los villanos: Mourinho cae derrotado en Granada con un gol en propia meta de CR7 (así lo escriben en los papeles) y al PP, por lo que parece, le está sucediendo algo muy semejante...

Pasamos la mañana en estas lecturas y, tras la comida, emprendemos sin prisa el viaje de vuelta ("Venga, iros ya, no se os vaya a hacer de noche", nos apremia F. mientras nos pone entre las manos una bolsa llena de ochíos, tortas crujientes y otras golosinas).

Apenas encontramos tráfico en la carretera. Solo adelantamos una furgoneta bautizada: sobre los cristales traseros, en letras muy historiadas, su nombre: "Mi niña Conchi". 

A nuestra derecha, como un diorama, vemos pasar la sierra de Cazorla, sus crestas frías de nieve y los pies al abrigo de un manto viejo de olivos.

Paramos un momento en la gasolinera de El Robledo. Apenas entendemos lo que el encargado nos dice. Atardece y no hay allí más que silencio y ese hombre que quiere que pongamos el coche unos metros más adelante y no sabe cómo decírnoslo. Podría ser, ese lugar, la gasolinera del fin del mundo.

Volvemos hacia casa al lado de un rio, jugando con él, curva va, curva viene. La última luz del dia resbala dulce por el paisaje.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Viaje nostálgico y crepuscular III

Mañana del sábado. Temprano, bajo hasta la cooperativa. Llueve y por la carretera vieja de Jódar unas nubes muy oscuras amenazan el valle abierto del Guadalquivir. 

Me atiende, en una oficina destartalada, un hombre muy pequeño y afable que hace la suma de las dos cajas que me llevo con la ayuda de una vieja calculadora. Luego me extiende una factura que cumplimenta con sumo cuidado, como un calígrafo chino.

Por la tarde, mientras A. celebra con sus antiguas compañeras, vamos a ver a la tita C., a la que acaban de dar el alta en el hospital tras una operación delicada. Bajamos en coche. Nada más arrancar, F. comienza a hacerme algunas preguntas:

-¿Por qué no vas por ahí? Así damos más vuelta...
-Esa calle es dirección prohibida.
-¿Por qué te paras aquí?
-Está el semáforo rojo.
-¿Por qué te pones aquí?
-Porque el otro carril es para girar a la izquierda.

Luego suspiró:

-Teníamos que haber bajado por el Rastro...
-¿No me dijiste que era mejor por el 18 de Julio?

Ya muy cerca de nuestro destino, me aconsejó:

-Ahora tuerces a la derecha y ya estamos...
-No puedo, F.
-¿Por qué?
-Porque está prohibido.
-Yo creo que todo esto lo hacen para que la gente gaste más gasolina...

Cuando al fin aparcamos y entramos a pie por la calle Chirinos, nos encontramos con J., el tío de Muñoz Molina. Nos estuvo contando lo de su operación de corazón, y cómo pensaba que de esa no salía... En su casa, vecina a la de la tita C., tiene un pequeño terreno donde sigue cultivando algunas cosas, por entretenerse. Es lo que ha hecho toda su vida.

A la tita C. la encontramos en un sillón eléctrico y sin dientes, pero muy enérgica y opinadora. Como una reina antigua.

martes, 5 de febrero de 2013

Viaje nostálgico y crepuscular II

Le enseñé a F. el e-book.

-Y tú, ¿no tienes bastante con lo que llevas ya leído?, ¿para qué quieres leer tanto? Porque, vamos a ver, ¿dónde metes todo eso que lees?

- ...

-Además, se te están poniendo los ojos, de tanto andar con esos libros, como la flor del haba...




Foto tomada de http://atwinnifred.blogspot.com.es

lunes, 4 de febrero de 2013

Viaje nostálgico y crepuscular

Nos fuimos el viernes a Úbeda, que tenía A. cita con sus amigas del colegio, para comer todas juntas y recordar aquellos años de la infancia en un colegio de monjas. 

Recogimos a P. en la puerta de la academia de inglés. Los viernes va a una hora de conversación. La dirige un señor de Manchester. Desde que comenzó el curso, le pido cada viernes a P. que le diga eso de "Lo que Manchester piensa hoy, Londres lo pensará mañana", pero todavía no me ha hecho caso. "No venía a cuento", me contesta cada viernes cuando, al llegar a casa, le pregunto si ya se lo ha dicho.

De manera que cuando se subió al coche, lo primero que hice fue preguntarle por ello. "No, papá, tampoco hoy se lo he dicho. Tampoco hoy venía a cuento". 

Hicimos el viaje al mismo tiempo que atardecía. Un viaje así, entre dos luces, es una experiencia pictórica de primer orden. Como visitar un museo. Los colores que contemplamos fueron prodigiosos. Me imagino yo que debe ser esa la hora de los artistas pintores, la hora en la que saldrán a pasear, para enriquecer su paleta.

Después de detenernos un momento en un bar de Villapalacios -inefable el bar, pero esto ya se contará en otro momento si hay ocasión-, llegó ya en todo su esplendor esa hora de entre fusco y lusco, que decía el maestro Cunqueiro, y el espectáculo nos dejó asombrados: azules las montañas, violetas los cielos, naranjas los horizontes...

Al cruzar por Puente Génave, vimos luz en el estudio de S. Estaría preparando la exposición de Madrid antes de irse a jugar a los chinos con su cuadrilla.

Ya muy cerca de Úbeda, se fue apagando, muy lentamente, ese muestrario fantástico de colores y estampados en el cielo. En el fondo negro del valle se encendieron las luces de los pueblos lejanos. Parecían hogueras flotando en el aire.