miércoles, 30 de octubre de 2013

La coquilla

Hace unos días, a la hora de la pintura que decía Gaya -cómo se pone el cielo al atardecer, lujoso de matices prodigiosos, de colores que uno juraría no haber visto jamás-, nos fuimos P. y yo a comprar una coquilla. Aunque sabía qué era, y cuál su función, no había visto una jamás. 

Es para el hockey. El sábado vinieron los de Villarrobledo hasta el club. Jugaron un partido al mediodía y, todavía no sé cómo, ganaron los nuestros. De manera que andan ahora todos alborotados, y equipándose con toda clase de adminículos que, dicen, resultan indispensables. Sobre todo para la seguridad del jugador, dicen. Si es por eso, para que no se nos desgracien nuestros hijos, lo que sea... Así que allí se fueron  P. y su padre, que es quien esto escribe, a comprar la dichosa coquilla.

Si el nombre ya resulta poco afortunado, el referente no les digo nada. Para definirlo pronto y rápido, se trata de una especie de tanga con un urinario de plástico en miniatura delante. Cuando al fin lo encontramos en el Decathlon, P. me lo puso en las manos:

-Llévalo tú, papá...- me pidió, y se fue a ver los patines y los sticks, como si la cosa no fuese con él. 

Me sentí verdaderamente incómodo con aquello entre las manos. Es una cosa extraña una coquilla, y más que un artículo deportivo parece un objeto de sex-shop. Tal vez seamos nosotros un tanto puritanos, puede que sí, pero a mí me pareció una cosa para pervertidos.  Repito que está compuesta, por lo menos las que tenían allí y la que nosotros compramos, por un calzoncillo tipo tanga, y, en la parte frontal, un recipiente de plástico blanco que a mí me recordó a La Fuente de Duchamp, en pequeño, como un recuerdo de uno de los museos donde exponen esa pieza.

Le pedí a P. que, ya que era cosa suya, mejor la llevaba él. Rehusó el ofrecimiento. 

-Pues entonces vayámonos de inmediato de aquí...-le conminé.

Pagamos rápidamente sin mirar a los ojos de la cajera y salimos de allí los dos furtivos y un tanto avergonzados...

Atardecía gloriosamente sobre los campos de La Mancha y parecía el cielo, efectivamente, la paleta de un pintor prodigioso. Se mezclaban en ella colores nunca vistos... Con la coquilla todavía en las manos, nos quedamos en medio del aparcamiento un buen rato, embobados...


martes, 29 de octubre de 2013

Larga jornada de huelga

El jueves nos pusimos de huelga. Fue una larga jornada, no exenta de escollos y dificultades.

El primero fue explicarle a P. que él sí iba a ir al instituto. Razonamos con él que la mayoría de sus profesores no la iban a hacer, que la mayoría de sus compañeros tampoco, y que tendría después que recuperar el trabajo que  mandasen. Además, tenía el viernes un examen y el profesor de matemáticas les había dicho que el jueves lo dedicarían a repasar... Le sentó fatal. No lo comprendió. Desde que le explicamos lo que habíamos decidido, estuvo detrás de nosotros intentando hacernos cambiar de opinión, tenaz e implacable. Pero no cedimos... Por la mañana se fue cabizbajo, casi sin despedirse, como si en lugar de al instituto lo estuviésemos mandando al cadalso. "Si hay un piquete, yo me vuelvo", nos avisó. Su madre le había dicho que se llevase la camiseta de la educación pública. "Claro, y pensarán que soy idiota, con la camiseta y sin secundar la huelga"... Así que se llevó la de los Rolling.

Yo creo que lo estamos educando del modo equivocado... No sé.

Luego me fui a Mercadona. Puse a Javier de Torres para despejarme. En le supermercado sonaba el Échame a mi la culpa de lo que pase... Esas canciones me pusieron de buen humor...

Después nos fuimos a la concentración... Había mucha más gente que en otras ocasiones. Estaban allí muchos de mis alumnos de bachillerato, de mi tutoría. Portaban una pancarta, no pequeña y contundentemente reivindicativa. Tenía una falta de ortografía. Se lo hice ver con naturalidad y discreción. A pesar de ello, consentí en sacarme una foto con ellos y la pancarta, eso sí, apuntando con mi dedo índice hacia el error, no se fuese a pensar que lo bendecía...

Estuvimos allí más de una hora, haciendo vida social , saludando a gentes queridas que hacía tiempo que no veíamos y organizando posibles encuentros, comidas, meriendas o cenas... Una agradable combinación de lucha laboral y frívolas conversaciones... Eché en falta, eso sí, un poco más de mala leche, no sé, alguna piedra contra un cristal, un poco de fuego... Uno no tiraría jamás ningún pedrusco, ni se atrevería nunca a quemar nada. En este sentido uno es un poco fanfarrón y muy pusilánime. Pero está educado en las huelgas mineras de los setenta y ochenta, y aquello, claro, te deja una impronta.

Al llegar a casa nos enteramos de que había muerto Manolo Escobar, el pobre, en Benidorm. Sabíamos que vivía en esa ciudad prodigiosa porque el amigo de una amigo nuestro era vecino suyo. De Manolo Escobar y de Miguel Induráin... Lo que no sé es si se encontrarían a la hora del atardecer, al salir a dejar la basura en el contenedor, y echarían una parrafada los tres...

Llegó P. con la misma pesadumbre con la que se había marchado. "Vergüenza, he pasado vergüenza". Al parecer había faltado la mitad de la clase y un par de profesores. La de inglés les había puesto un vídeo y les había dejado salir un cuarto de hora antes... Le prometimos que para la próxima se vendría con nosotros. "¿Y cuándo va a ser?"

De todas maneras, el sentimiento de culpa se nos disolvió cuando por la tarde, en lugar de venir a la manifestación, prefirió irse a su clase de hockey... 

Antes de esa manifestación jugamos nosotros el partido de los jueves. Estamos tremendos. Lo que antes eran dolorosas derrotas semanales, son hoy victorias incontestables. Ganamos una vez más -desde que retomamos la temporada los hemos ganado todos-, seis a dos. De esos seis tantos, metí cuatro, uno de cierto mérito y con intención, el primero, y el resto porque pasaba por allí.  El último fue antológico: un pase alto que me golpeó en un lugar entre la cabeza y el hombro, muy suave pero con tanto efecto que se le escurrió al portero entre las manos cuando lo trataba de recoger  del suelo con toda tranquilidad. Veneno llevaba ese balón así rematado. 

Como la manifestación comenzaba justo al lado del pabellón, me duché y salí a la calle. Me encontré con A. y caminamos lentamente, rodeados de gente, durante casi dos horas. No querría entrar yo en esa guerra de cifras entre sindicatos y gobierno, pero había muchísimos manifestantes. Los más ruidosos eran los alumnos del Conservatorio de Danza, que cantaban y bailaban y hacían sonar las castañuelas incansables. Entre ellos, también un par de alumnos míos a los que tendré que subir la nota... Al final me dolían las piernas lo indecible, probablemente a causa de esos remates improbables que me habían hecho el pichichi de la tarde, y me encontraba tan cansado que me habría quedado dormido en cualquier banco del Altozano...

De vuelta a casa me contó mi amigo E. los líos sentimentales del ministro Wert. Pensaba yo que su pareja era una periodista que sale en todas las tertulias de la televisión, pero no, me sacó de mi error E. Ahora se ha puesto novio con la secretaria de estado de su ministerio, esa mujer que se graba en vídeo diciendo unas majaderías muy miserables y que manda luego esas grabaciones a la tele. Mujer esta que es, me informa mi amigo, nieta de un ministro de los tiempos de Franco... Una heredera.

Al día siguiente, al llegar al instituto, tenía la conserje a Manolo Escobar por todo lo alto... ¡Que viva España! Pues eso.

lunes, 28 de octubre de 2013

Muñoz Molina que estás en Oviedo

El viernes nos quedamos toda la tarde en casa para los Premios Príncipe de Asturias. Por ver a Muñoz Molina.

A mí también suele gustarme ver esa retransmisión por contemplar calles que consideramos nuestras, la Plaza de la Escandalera, el Parque San Francisco, el Campoamor. Aunque el Campoamor nos da un poco de grima verlo rodeado de tanta pompa y protocolo. Nosotros a ese teatro hemos ido cientos de veces en vaqueros y con aquellos jerséis amplios y de lana áspera que nos tejía mi madre. Íbamos a películas, conciertos, representaciones, conferencias... En los años ochenta, en ese teatro dejaban entrar a cualquiera.

En él vimos prácticamente toda la filmografía de Hitchcock en un ciclo prodigioso, y recuerdo una tarde de domingo feliz -inverosímil oxímoron- en el que pudimos disfrutar, en una pantalla gigantesca, El hombre tranquilo. Y cine negro, películas del Oeste, el Boon Boom de Rosa Verges, que tanto nos gustó, o la emocionante Alrededor de la medianoche, de Tavernier... Vimos obras de teatro, escuchamos a Monterroso y a Bioy y, sobre todas estas cosas, guardamos el recuerdo de una actuación de Les Luthiers a la que asistimos desde la tercera fila del patio de butacas. Cuánto nos pudimos reír aquella tarde. Todavía hoy me sigo riendo, a veces, con lo que vimos y escuchamos entonces. Por todo esto, ver a las señoronas y señorones que ocupaban el viernes esas butacas que conocían nuestro nombre y soportaron nuestro culo, nos provocó una gran melancolía. Y no pudimos evitar sentirlo como una usurpación.

También me da gusto escuchar a los gaiteros los primeros cinco minutos. A partir de ese momento ya me gustan menos y esa música comienza a resultarme un tanto agria y repetitiva. Este año me pareció que habían dispuesto una banda en cada esquina. Supongo que para tapar los gritos de los que protestaban en La Escandalera, con pancartas y banderas republicanas... Sin embargo, en esos primeros cinco minutos, uno escucha una gaita, o mejor, cientos de gaitas, como sucedía allí, y se convence, no sé por qué, de que el mundo puede ser mejor y los asturianos lo más granado de ese mundo maravilloso...

Al principio la televisión sacó a un montón de gente vestida de amarillo, en la calle Toreno. Me extrañó que enfocasen tanto a quienes evidentemente estaban allí protestando por algún conflicto laboral -el metal, la siderurgia, laso astilleros...-. P. me explicó que nada de eso, que eran los de la ONCE, que también estaban premiados... "Ah...", contesté.

Luego vimos una vez más lo que consideramos una metáfora dolorosa: los coches de las autoridades, al llegar a Toreno torcían hacia la izquierda y bajaban en dirección a la calle Uría por dirección prohibida. A mí eso me parece una metáfora perfecta del funcionamiento de las cosas. Como también resultó muy expresivo que la comitiva de la reina y los principitos estuviese compuesta de ocho coches, ocho vehículos brillantes y lujosos para llevar a tres personas...

Pero volvamos al principio. Si encendimos la televisión el viernes por la tarde fue principalmente para ver y escuchar a Muñoz Molina. Creo que ya lo dije alguna vez, en nuestra casa, a este señor se le tiene en un altar. 

A. estaba exultante, pendiente al mismo tiempo de la tele y del ordenador, que tenía sobre las piernas, con el facebook vibrando como agua hirviendo. Las gentes de Úbeda no podían parar. "Hoy Úbeda se llama Mágina"... Como un día le den el Nobel, esa ciudad enloquece...

Su DISCURSO fue estupendo, sentido, lúcido, decente... No sé si los que más deberían haber prestado atención lo habrán hecho. No lo creo. Estaba allí cerca el ministro de Educación, hombre que según él mismo confiesa es un portento de humildad -oxímoron maravilloso-, pero que a nosotros nos parece un portento de otra cosa...

A mí siempre  me da un poco de rabia que esta clase de gente esté en Oviedo y yo no...

A. estaba emocionada, entusiasmada, exultante, con las palabras de su paisano. Le pedí un poco de calma..... 

-Si en lugar de ser de mi pueblo fuese del tuyo, no quiero ni pensar cómo estarías...

Tuve que darle la razón. Ay, suspiré, si tuviésemos un novelista como Muñoz Molina... Yo habría seguido la retransmisión de rodillas... Pero todavía no se conoce. A lo mejor ya ha nacido y hasta es posible que esté escribiendo la gran novela asturiana y universal. Sin embargo, hoy todavía no tenemos noticias de ello.


martes, 22 de octubre de 2013

Volver a perder

P. ha dejado el baloncesto y se ha pasado al hockey. 

Al principio a mí no me hizo mucha gracia. 

El baloncesto suele ser un deporte civilizado, de gentes con una formación y una educación, si no exquisitas, sí muy aceptables. Y aunque hay confrontaciones y algunos roces, no suele ser violento. En los partidos de los viernes, los padres compadreábamos muy cordialmente, y no importaba mucho el resultado (sobre todo a nosotros, que casi siempre perdíamos). Si alguien daba alguna vez una voz más alta que otra, o algún grito, ese era yo. El hockey, sin embargo, lo recuerdo demasiado rápido, tanto que resultan muy frecuentes las caídas, los choques y los golpes sin cuento... Incluso no son raras las peleas. Tengo en la memoria las temporadas en que fue uno socio, allá en la más tierna juventud, del Club Patín Kiber, y de aquellos partidos en el pabellón Visiola llenos de un público áspero y tremendo. Éramos terribles, los hinchas del Kiber, aulladores como un ejército de salvajes... Más de un árbitro acabó la jornada en el arroyo de San Juan, un regato negro y sucio que besaba los cimientos de aquel pabellón...

Parece mentira, pero en aquellos años ese equipo de mi pueblo jugaba en la División de Honor, y el primer partido que yo vi, que me llevó mi padre, fue contra el Barcelona, entonces, y durante muchos años, el mejor equipo de hockey patines del mundo... Hasta teníamos, en nuestro equipo, dos internacionales...

Hoy ya no queda apenas nada de todo aquello. La licorera que daba nombre al equipo y lo patrocinaba cerró y los pisos que levantaron en el solar de la fábrica puede que tengan ya veinte años... El equipo juega ahora en una de las categorías inferiores y el pabellón, más moderno y cómodo, no tiene, ni de lejos, el encanto, la poesía y la fiebre de aquel barracón a orillas del río, frente al lavadero del Batán. Hasta el arroyo San Juan ha dejado de bajar negro y nadan en él una colonia de patos...En fin.

Pero dejemos este tono elegíaco, que nos pone muy melancólicos, y volvamos a lo nuestro. Al baloncesto juegas con un pantalón y una camiseta y ya no necesitas nada más. Sin embargo, para este de los patines, la lista de necesidades es inacabable: además de los patines, son indispensable coderas, muñequeras, espinilleras, la coquilla,  un casco, un stick, y no sé cuántas cosas más... 

Necesitan todas esas cosas porque es un deporte violento. Mil veces más que el baloncesto. Y eso me tenía, hasta el otro día, inquieto. 

Jugaron el sábado su primer partido. En Villarrobledo. Creo que el de allí es el único equipo contra el que van a jugar esta temporada. Una vez al mes. Un mes aquí y otro allí. A lo que se ve, no hay más equipos por estas anchuras manchegas, por estas soledades...

A las tres de la tarde salimos desde el club, la furgoneta y tres coches más. Nosotros nos llevamos a un muchacho muy redicho y muy alto, que hablaba como un cura antiguo a pesar de tener poco más de trece años... Opinaba de todo como un obispo. Afortunadamente, cuando estaba pensando en parar el coche y dejarlo en el arcén, con el calor de la tarde se durmió y ya no dijo nada más.

En Villarrobledo nos estaban esperando -llegamos un poco tarde- un equipo completamente equipado y un público impasible... Daban todos un poco de  miedo...

Pero no. Fue el partido de guante blanco, y el público se comportó como si no estuviese presente. El único que gritó un poco fui yo -como en el baloncesto-... 

No lo hicieron mal los nuestros. P. juega de defensa, y lo vi suelto, rápido, atento. Salió dos o tres veces con autoridad, y montó varios contraataques peligrosos que acabaron en nada pues o bien se le quedaba la pastilla atrás o bien le salía un tiro muy tibio y desviado. Exactamente como les sucedió durante todo el partido a todos sus compañeros.

Perdieron seis a cero. Pero, como le ocurría con el baloncesto, no se lo tomó mal. Ya está acostumbrados mi P.

La mayoría se quedó para ver el partido de los mayores -también hay solamente dos equipos, el nuestro y el de Villarrobledo-, pero nosotros teníamos una cita y nos volvimos nada más terminar el de los infantiles. El niño-obispo se quedó. Estaba al tarde preciosa, dorada, y los campos esperando el otoño, que no acaba de entrar.


lunes, 21 de octubre de 2013

Diálogos ubedís

- No lo sé fijo, pero creo que se ha muerto El Vivo...

- Pues podría ser, que el otro día me lo encontré por la calle y tenía el pobre un color muy malo... Más muerto que Vivo parecía...

- Ea.


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- Pues aquí mismo vivía, a la vuelta de la esquina. Nació con los pies del revés. El talón donde los ortejos y estos en el lugar del talón.

- Eso no puede ser...

- Pues claro que sí, y bien apañada que era la muchacha, morena y guapetonaza...

- Ya, pero sería difícil saber hacia dónde iba, si hacia delante o hacia atrás...

- Pues a pesar de esa falta, se casó y tuvo sus hijos y todo... Muy guapos también...


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- ¿Qué ha dicho el medico?

- Pues nada, que no es nada...

- Si tú estás hecha de buen material, como la pana que se estilaba antes...

- Noo te fíes, no te fíes... A lo mejor no tardo en ir para allá...

- ¿A dónde vas a ir tú?

- ¿A dónde va a ser? Pues a donde Padre y Madre y tu C. Pues no iba a estar yo poco a gusto allí. Tan tranquila iba a estar.

martes, 15 de octubre de 2013

Paseos dominicales

Todos estos domingos -mientras continúe el tiempo así de benigno y templado- nos vamos A. y yo a caminar por ahí. Con zancada larga y espíritu deportivo, ataviados con las penúltimas novedades del Decathlon, mientras P. juega su partido de hockey, nos vamos los dos a caminar un par de horas.

Nos vamos siempre hacia los suburbios, como los del 98. A vislumbrar el campo, que aquí es de una monotonía incontestable y de una austeridad moderna. Creería uno que no va a encontrar nada que contar. Pero no.

A veces nos vamos a un parque que se llama La Pulgosa -¿quién le habrá puesto nombre tan desafortunado?-. Hay una ruta para ciclistas y paseantes que arranca de la Universidad y llega hasta él entre parcelas y campos yermos. Pasa también al lado del las tapias del Jardín Botánico. El año pasado una tormenta de primavera casi se lo lleva por delante. Ya antes lo había descuajado el gobierno municipal... Los domingos, cuando nosotros pasamos a su lado, está cerrado, y desde fuera solo se ven unos arbustos polvorientos y unos pocos árboles mustios y desangelados.

El espectáculo humano, por el contrario, resulta en ese camino frondoso, exuberante y tropical. Ataviados con toda clase de coloristas y muy deportivas prendas, pasa por allí, de ida o de vuelta, la completa comedia humana. Unos corren respirando fatigosamente y otros caminamos civilizadamente; unos van en bicicleta y otros en patines; solitarios estos y en grupo los otros; adustos, tristes o melancólicos muchos, y otros alegres, reidores y ligeros... Allá vamos todos, como decía Galdós cada uno con nuestra novela a cuestas, subidos al mundo mientras este -rotación y traslación- no cesa de girar .

En otras ocasiones, por variar, tomamos la ruta del norte, hacia un centro comercial que hay por esos confines. Pasamos junto a una finca enorme, La Alfonsina, que debió de ser una casa de recreo espléndida, pero que queda ahora en mitad de un nuevo barrio, ahogada entre edificios todos más o menos iguales. Nos paramos ante la verja para tratar de ver algo de la casona que se adivina al fondo de un camino de tierra. Pero nunca vemos nada. No sabemos nada de este lugar y nunca hasta ahora nos habíamos fijado en él. Habrá que preguntar.

Luego ya llegamos al centro comercial. Vacío en la mañana del domingo da un poco de pena. Es un lugar tan feo como cualquier otro, como todos los centros comerciales del mundo, de manera que en lugar de por Albacete, podríamos estar caminado por Zaragoza, Logroño, Liverpool o Shanghai...

Hay a su lado un hotel que levantaron hace un par de años en apenas un par de meses. Seguramente no tiene ni cimientos. Es como una posada para las gentes del septentrión que bajan hasta aquí durante todo el año en busca del Mediterráneo. Para que duerman un rato, desayunen rápidamente, y vuelvan a la carretera en dirección a la primera línea de playa.

Es una ruta mucho más aburrida que la del camino de La Pulgosa, porque te cruzas con mucha menos gente. Sin embargo, este domingo nos encontramos allí con un circo. El Gran Circo Americano ... Cuando pasamos a su vera, estaban limpiando la jaula de los elefantes -¡cuatro elefantes majestuosos e impasibles, de lentos movimientos! ¡Cuatro elefantes en La Mancha! Como el león que se topó don Quijote  en sus aventuras-. Nos hicimos la ilusión de que tendrían por allí más animales exóticos y temibles... Nada de eso. Había, eso sí, decenas de camiones, rulotes y caravanas. Una de ellas tenía pintado el siguiente aviso: "Escuela del circo". Pegamos la cara a las ventanillas. Efectivamente, vimos unos cuantos pupitres, armarios con media docena de libros escolares, una pequeña pizarra...

Ya sé que un circo puede ser algo triste, pero a nosotros nos puso muy alegres ese encuentro, y haber podido ver esos elefantes y esa escuela vagabunda y errante. Y nos acordamos entonces de la película de circo que más nos gusta: Bronco Billy. Y volvimos a ver en nuestra memoria la escena cervantina del asalto a un tren de alta velocidad del que nadie se percata, salvo un niño al que, naturalmente, nadie hace caso... Porque los circos solo son tristes para los que tenemos la vista cansada y clamamos al borde de la presbicia. A los ojos de un niño, un circo siempre brillará como una gran ilusión...



                                

lunes, 14 de octubre de 2013

Ganas de quemar

Cuando joven, pensaba uno que la llegada de la edad madura nos traería la ecuanimidad, la ponderación y un  ánimo sereno. Creíamos que, en mitad del camino de la vida, se nos habrían pasado ya los berrinches juveniles y las alteraciones del carácter. Y que sería ya muy difícil enojarnos, y que andaríamos por ahí con una elegante mezcla de estoicismo griego e impasibilidad británica. Flemáticos, escépticos e irónicos...

Pero no ha sido así. Según con qué asuntos, continuamos entrando en combustión con extrema facilidad, a poco que salte una diminuta chispa... 

Y esto fue lo que ocurrió el sábado por la mañana, cuando me encontré con un amigo en una esquina del barrio. Venía yo del mercado e iba paseando él a su bebé, que dormía querubín y glorioso en su silleta. Me informó de que esa imagen seráfica era tan solo un espejismo, y que si lo había encontrado tan temprano por la calle esa mañana, con las mil cosas que tenía que hacer, era porque los chillidos y llantos de su hijo amenazaban ya con despertar a todos los vecinos, y que solo se calmaba si lo sacabas a tomar el aire... 

Como esto de pasear a un bebé es actividad muy solitaria, quiso pegar la hebra mi amigo, y una cosa-qué tal nos va-, llevó a la otra -los recortes en los juzgados en los que él trabaja, los hachazos crudelísimos a la educación pública-, y esta a otras más - la corrupción rampante y la desfachatez y sinvergonzonería de quienes nos gobiernan-, y esta a la de más allá -las servidumbres de la justicia y las instituciones del estado al poder-, y más allá incluso - la dispensa de hora y media concedida a los funcionarios de la consejería de agricultura para que fuesen a misa en Toledo-, y ya fue un no parar, los dos ardiendo de indignación en aquella esquina (el querubín seguía durmiendo).

Así que cuando quisimos darnos cuenta tan alterados teníamos nuestros ánimos y tan grande era nuestra indignación que, si en ese momento nos hubiese puesto alguien en las manos una antorcha, no habríamos dudado ni un instante en incendiar la ciudad, como bárbaros o nerones, y empujando el carrito del bebé de mi amigo, habríamos arrasado calles y edificios y puesto el espanto en los ojos de las gentes...

Sin embargo, como nadie nos acercó esa tea purificadora, terminamos por despedirnos y nos volvimos para casa, cada uno a la suya. Pero no se me pasó el enfado hasta que me puse a cocinar y comprobé que me estaba saliendo la comida -un arroz con carabineros- riquísima...




(Escena de Furia. www.cineforever.com)

viernes, 11 de octubre de 2013

Comprar compresas

En Mercadona, al único de la familia que conocen es a mí. Yo creo que piensan que soy soltero y glotón, pues siempre voy solo y sin embargo compro comida para tres. 

A mí, en Mercadona yo creo que me ven como a un bicho raro. El día que A. me encarga compresas sobre todo. Antes de salir de casa, me apunta exactamente lo que quiere en un papel, con caligrafía primorosa, y me lleva de la mano hasta el armario del baño donde guarda ese tipo de artículos, y me los enseña como maestra de escuela, procurando que fije en mi memoria forma, color y mil detalles que me ayuden a reconocer el encargo.

Bien. Pues a pesar de todas esas precauciones, siempre me equivoco. Con o sin alas, maxi, mini o regular, compack o no compack... La cantidad de combinaciones que manejan estos productos es superior a mis capacidades intelectuales en particular y a mis fuerzas en general, y siempre termino por aturullarme y elegir lo que no es...

Luego llego a casa y, claro, no paso el examen de la maestra que, tras sorprenderse de la dureza de mi mollera y de lo refractario que me muestro ante lecciones tan simples y sencillas -eso dice ella-, nos manda a la recuperación, esto es, de vuelta al supermercado a hacer el cambio y arreglar el desaguisado.

Naturalmente, paso allí un mal rato. Primero me planto frente a las estanterías de las compresas -tan coloristas que parecen un cuadro moderno - y paso en ese lugar largos minutos cavilando, tratando de discernir entre esa explosión cromática los datos que llevo apuntados en el papel. Y cuando ya al fin he tomado una decisión, en la caja, como casi siempre me olvido de recoger el tique, tengo que escuchar más o menos lo que sigue:

- ¡Eh, señor!

-¿Me dice a mí? - no me acabo de acostumbrar a que me dirijan semejante vocativo, aunque he de confesar que no me molesta, sobre todo porque siempre te pueden llamar cosas mucho peores.

-Se olvida usted el tique y a lo mejor se ha vuelto a equivocar... Que las mujeres somos muy delicadas...

Pero he encontrado una solución para evitar estas enojosas situaciones. Ya no necesitaré notas manuscritas ni visitas al armario del baño, que como cuento aquí no me han servido para nada. He pensado que a partir de ahora cogeré el móvil y le sacaré una foto a esos paquetes de colores. Se la mandaré a A. por el guasa, que diría mi padre, y cuando ella me haya dado el visto bueno, le podré decir a la cajera que el tique se lo puede quedar y guardar donde ella estime oportuno. Y así, con esta industria, me evitaré todas esas humillaciones. Ea.




jueves, 10 de octubre de 2013

Felicidades, señora Munro

Desde que P. está en el instituto, casi siempre comemos los tres juntos a la hora del telediario. Comemos con la televisión encendida pero apenas le hacemos caso, porque estamos más interesados en que P. nos cuente, si es posible con todo detalle, el desarrollo de su jornada escolar. Sin embargo hoy, a los postres, escuchamos un nombre familiar y querido, y prestamos atención: ¡le han dado el Nobel a Alice Munro!

No sé cuándo empezamos a leerla, pero desde el primer libro suyo que cayó en nuestras manos ya no la hemos abandonado. En casa tenemos apenas tres o cuatro, la mayoría los hemos ido sacando de la biblioteca pública. Todavía nos quedan por leer algunos. Tanto nos gustan que no queremos agotarla demasiado pronto, y vamos dejando para otros días algunos de su cuentos, por el gusto de saber que todavía nos quedan nuevas historias que conocer de su mano.

Y así, acudimos a ella de vez en cuando, como quien visita a un pariente muy querido después de largo tiempo sin haber podido visitarlo, y sabe que va salir de ese encuentro mucho mejor que cuando llegó. Nos embarcamos en sus libros con el mismo placer de siempre, y nos dejamos llevar por esos cuentos suyos que tienen la densidad de una novela, su mismo fluir, cuentos casi siempre tristes que, paradójicamente, nos hacen muy felices y actúan como un antídoto contra nuestra propia melancolía. Cuentos que nos dejan serenos y cavilosos y nos hacen creer que, gracias a ellos, nos hemos vuelto nobles, sencillos y buenos.

En fin, que nos ha dado mucha alegría que le hayan dado ese premio gordo a esta escritora. Gracias a él, tendrán nuevos lectores sus libros, y ese será también un premio para estos. Porque si no se lo hubieran concedido, a nosotros nos habría dado igual. Seguiríamos acudiendo a ella, en busca de consuelo, como siempre.


miércoles, 9 de octubre de 2013

El otoño, otra vez

¡Que páginas tan hermosas estas de "Obstinación del almendro y la melancolía"! Un libro para leer en otoño, aunque sea una pura casualidad que el otoño nos haya encontrado con él entre las manos.

Como casi todos los libros que merecen la pena resulta a la vez melancólico y alegre. Leemos en él del paso del tiempo, de cómo el verano muere y se vence entre los rastrojos, de las hogueras que se encienden en los campos en este tiempo, y de cómo la vida se retrae hacia los interiores, y también allí busca la compañía del fuego, el amor de la lumbre. Sí, el verano pasa y aunque solo seamos sombras, se nos recuerda en estas páginas que a todos nos agita durante un tiempo la llama de una pequeña candela, y que mientras eso sucede, tendríamos que ser felices y andar por el mundo alegres y ligeros...

Llega el otoño y leemos en este libro admirable que Fray Luis decía que era este el tiempo de los estudios nobles, es decir, que ya había que abandonar los dulces días del estío en la finca de La Flecha, que los agustinos tenían a las afueras de Salamancadías horacianos, al aire libre, para encerrarse en el aula o en la celda... Y Umberto Saba que "e la stazione che fa mal al mio cuore" (qué bonito no tener que traducirlo, que nos da la impresión de manejarnos en la lengua del Dante como por nuestra mismísima casa). Y tampoco debía hacerle mucho bien esta mudanza a Fray Luis, pues sabemos que siempre necesitaba hacer "escapadilla o viajecillo, y dejando caer de sus manos, como el mismo decía, alguna poema (...) O, si la acedia era muy profunda, tomaba unos polvos que para él componía una monja agustina, para sus melancolías"...

Y sí que parece el otoño la estación de la melancolía, pues trae consigo el fin del esplendor del verano que, algunos días, creímos verdaderamente que iba a durar toda la vida...

Ha llegado acompañado por una lluvia que nos distrae de la lectura golpeando con su dedos en los cristales, y por las mañanas, al levantarnos, sentimos ya los pasos del frío corriendo por la casa...

Sin embargo, a nosotros, al contrario que a Fray Luis o a Saba, nunca nos hace mal el otoño, ni nos pone mustios o tristes. Al contrario, nos gustan estos días oscuros y esta lluvia que, como un empleado municipal, limpia la ciudad sosegadamente. Las hojas que se desprenden de los árboles del paseo se nos posan sobre los hombros y nos acompañan en nuestros afanes...

Nos alegra escuchar cómo gira la rueda de la naturaleza y contemplar todas estas mudanzas subidos aún a la asombrosa noria del tiempo y sus estaciones...

martes, 8 de octubre de 2013

La tormenta

Estábamos jugando el jueves el primer partido de la temporada -y ganando de una forma brillante, contundente e incontestable- cuando, de pronto, al conseguir nuestro sexto gol, se escuchó como una ovación cerrada, que no se detenía. Había sido ciertamente un hermoso gol, fruto de un contraataque fugaz, tal que un relámpago... Pero tampoco era para tanto. Además, con las gradas del pabellón vacío, ¿de dónde salían esos aplausos entusiastas?

Era, claro, la lluvia, una lluvia tenaz y atronadora, a la que siguieron, ahora sí, la luz cruda de los relámpagos -más rápidos aún que nuestros contraataques - y el rodar grueso de los truenos.

Terminamos finalmente el partido -9 a 1, tengo que decirlo, pues ¿quién sabe cuándo se repetirá un marcador así?- y nos fuimos a duchar. Cuando ya nos estábamos secando, arreció la tormenta y el ruido del agua y de los truenos se hizo amenazador y ominoso. Si el vestuario se hubiera venido abajo, nos habría parecido natural. Nos habríamos ido de este mundo, eso sí, con el dulce sabor de la victoria en los labios.

Luego se fue la luz. Terminamos de vestirnos prácticamente a oscuras, ayudados por el resplandor pálido de los teléfonos móviles. Cuando salimos del vestuario, el agua estaba invadiendo el pabellón y la calle, muy ligeramente inclinada, se había transformado en un verdadero río. Parecía una noticia del telediario y por esa razón nos resultaba raro sentir que nos estábamos mojando los pies...

Salimos de allí como pudimos, y avanzamos buscando el resguardo de aleros y marquesinas, con los zapatos pingando, hasta donde pudimos. Comenzaron a escucharse las sirenas de los bomberos y la policía.

Llame a casa. Allí todo estaba más tranquilo. Las calles no se habían anegado y la tormenta parecía haber pasado. Efectivamente, al poco se serenó la lluvia y ya pudimos continuar nuestra marcha tranquilamente. A medida que nos íbamos acercando a casa caía la lluvia más suavemente y se transitaba sin problema alguno. Hasta se abrieron algunos claros en el cielo...

Sin embargo, nos quedó una rara sensación, esa de que una riada pueda ser verdad y no solo unas imágenes en el parte de las tres de la tarde -de hecho, estos días de atrás, como este año no ha habido grandes catástrofes, se dedicaron a repetir las crecidas devastadoras del año pasado, que eran más espectaculares-. Cree uno vivir a resguardo en un rincón olvidado del mundo, tan monótono, gris y sin relieve que nunca pasa nada y, de pronto, cuando menos te lo esperas, te llega el agua hasta los tobillos y descubres que lo que los telediarios te presentan como una película -con repeticiones constantes, como ese tren en aquella curva fatal de Santiago-, puede convertirse en realidad cuando menos te lo esperas... El mundo, qué duda cabe, es un lugar peligroso.

lunes, 7 de octubre de 2013

Álbum de verano (XXI)

Tranco vigésimo primero (Despedidas)

Cuando le dieron el alta, salió mi padre como se ve que hace el rey tras cada prótesis, saludando a todo el mundo... Se despidió de médicos, enfermeras y auxiliares, agradeciéndoles el trato y los cuidados, y hasta le hizo un chiste a la limpiadora: "Ya sabe usted que tiene el oficio más alegre del mundo..., siempre ba- rriendo..."

Luego llegaron las vistas en casa. La más larga fue la de M.:

M.- Dicen que cada vez hay menos curas, pero yo veo que están por toes partes, como les mosques...
Mi padre - Pues el seminario creo que está casi vacío... Ya no hay vocaciones.
M- Pues que nos dejen también a les muyeres.
Mi padre- Eso no puede ser.
M- ¿Por qué, ho?
Mi padre- Pues ¿por qué va a ser?, porque les muyeres no sabéis guardar un secretu.
M- Ni los homes tampoco, mira tú...

Después, a medida que la luz se iba apagando, tomó la conversación un derrotero más sombrío, de enfermedades, dolores, agonías...

Sin embargo, antes de que M. se despidiese, se volvieron a animar, recordando a un viejo cura que predicó en Ablaña. Le gustaba beber, y cuando llegaba contento a celebrar, daba unos sermones muy encendidos y paganos, alabando la juventud y el carpe diem, sin importarle lo más mínimo que quienes lo escuchaban eran, en su mayoría, señoras bien entradas ya en años. Una tarde  de esas, se paró en seco aquel cura, miró fijamente a esas parroquianas y, señalándolas con un dedo acusador y flamígero, gritó: "¡Dejad que los niños se acerquen a mí!, dijo Jesús, así que..., ¡trastos viejos al rincón!" Según cuenta mi madre, esa tarde mi abuela llegó indignadísima a casa...

Y así, del mismo modo que mi padre dejó el hospital, llegó el momento de que abandonásemos nosotros Asturias...

Por la mañana nos despedimos de A. y N., que se acercaron para tomar unas cañas. Como el Charly estaba cerrado por vacaciones, las tomamos en El Continental -será por bares, en mi pueblo-. El dueño del Charly cierra todos los años por estas fechas y, según mi madre que le contó la madre de aquel, viaja hasta los EE.UU., a visitar a la familia de Elvis, de la que es gran amigo y de quien tiene una figura de tamaño natural a la entrada del bar -la que pasean la última tarde de cada año en un descapotable por todo el pueblo-. Este verano se cumplen no sé cuántos años de la muerte del cantante. Imaginamos que estará, este hostelero mierense, celebrando el cabo de año allí...

Luego, por la tarde, nos acercamos a Oviedo a despedirnos de mi hermano, mi cuñada y nuestros inquietos sobrinos.

Parecía que iba a durar el verano toda la vida. Pero no...





viernes, 4 de octubre de 2013

Álbum de verano (XX)

Tranco vigésimo (XX) (Breviario de hospital II)

Los latidos del hospital, las entradas y salidas de las enfermeras y las auxiliares, la vista diaria del médico ("Toda va bien, a lo mejor mañana le damos el alta"), el paisaje de la ciudad a lo lejos, los bosques de castaños, las casas desperdigadas por la montaña... La habitación de mi padre da a una amplia terraza desde la que vemos todo eso, y a las gentes que trabajan en sus huertos...



En el pasillo de mi padre, en una habitación tres puertas más allá, está ingresada una pobre mujer con la cabeza perdida que, de vez en cuando, lanza gritos desgarradores pidiendo socorro, o llama a un tal Avelino, y le suplica que la saque de allí... Al rato, entra una enfermera y ya dejan de escucharse esos gritos tan tristes...

Y en la habitación de al lado alguien tiene un teléfono móvil que cuando le recibe una llamada suena el Santa Bárbara bendita, versión de Nuberu... Cada vez que llaman y suena esa canción, no podemos evitar emocionarnos un poco...




                             

jueves, 3 de octubre de 2013

Álbum de verano (XIX)

Tranco decimonoveno (Breviario de hospital)


Cada vez que mi padre enferma, me encuentro con alguna vieja compañera del instituto. Hoy fue la enfermera que llegó a la casa de madrugada, acompañando al médico. Pero no nos dijimos nada. Seguramente no me reconoció -han pasado ya tanto años-, y no quise yo ponerla en un brete...

La sala de espera de urgencias, en el hospital de mi pueblo la tienen pintada de unos colores desquiciantes: amarillos chillones, verdes deslumbrantes... Allí me dejaron un rato, con la única compañía de una mosca. Se ve que esa noche estaba todo el mundo en mi pueblo sanísimo... Había dos revistas manoseadas en una mesilla. Después de darme unas cuantas vueltas alrededor de esa sala, para tranquilizarme, intenté pegar la hebra con la mosca:

-Y tú, ¿por quién estás aquí?

Pero era una mosca tímida, se asustó y se fue volando, que acababan de abrir la puerta, para avisarme de que ya podía pasar a hablar con el médico de guardia.

El médico de guardia, que era médica, y muy joven,  y con un dulce acento oriental, me dijo que la causa de la fiebre tan alta de mi padre o bien era fruto de una infección o bien era una leucemia. Esa disyunción me pareció excesiva, y para mostrarle lo cabrona que estaba siendo al decirme esas cosa tan a bocajarro, me mareé un poco. Me puse blanco como el papel y si no me llego a sentar un rato, me desplomo allí mismo. 

Me mandaron de nuevo a la sala de color limón furioso. La mosca no había vuelto, y estuve un buen rato acompañado tan solo por mis fúnebres pensamientos. Al rato, me volvieron a convocar, esta vez la jefa del negociado. Me explicó que no sabían cuál era el foco infeccioso, y que por esa razón iba a quedar  mi padre ingresado. Le comenté lo que la joven doctora me había dicho. Hizo entonces un gesto como de apartar una mosca como la que no había querido hablar conmigo en la desolación de la sala de espera, y me aseguró que podía estar muy tranquilo, que lo más probable era que se tratase de un infección gástrica y que en tres o cuatro días mi padre iba a estar mejor que al entrar.

Fueron cinco días, y, efectivamente, se trataba de una gastroenteritis. 

No estuvimos mal. El compañero de mi padre era, como en las otras dos ocasiones en que ha estado hospitalizado, del valle de Turón. Un hombre peculiar. Apenas hablaba, y lo miraba todo con unos ojos muy abiertos. Pero desde el primer días entabló una relación muy armoniosa con mi padre. Se entendían sin apenas decirse dos palabras, y se trataban con grandes cortesías y cuidados, atentos a lo que necesitase el otro. A mí ni me saludaba, pero con mi padre se portaba aquel hombre como si fuese un pariente muy querido. (Ahora se llaman de vez en cuando, para saber cómo les van las cosas). Estaba allí por el ácido úrico.

Vinieron luego las visitas. Los amigos que no estaban hospitalizados. Uno día está hospitalizado uno y otro el otro. Hoy venían a visitar a mi padre y mañana será mi padre el que los visite a ellos. Eso marcaba el tono de las conversaciones. Sin embargo, de vez en cuando se olvidaban un rato y contaban alguna otra cosa. Por ejemplo, la historia dela accidente que tuvo, camino del trabajo, un amigo común, un pequeño choque sin importancia, pero que recordaba el amigo con espanto, pues viajaban en el otro coche cinco cojos, y cuando los vio salir uno tras otro, trastabillando, como a punto de zozobrar, pensó con horror que esa falta habría sido a causa del impacto, y ya se imaginaba las indemnizaciones que le iban a pedir... Y hacían memoria de lo bien que lo contaba su amigo, que era hombre célebre y muy gracioso... "Cinco cojos en un mismo coche... ¡quién ha visto una cosa así nunca!", terminaba siempre su relato...

También contó mi padre el día que le quemó a mi madre un libro. Se titulaba "El médico en casa", y era muy aficionada mi madre a enfrascarse en sus páginas. Y siempre salía de ellas pálida y preocupada, pues nada más leer sobre una enfermedad y sus síntomas, ya estaba segura de sentir estos y  de padecer aquella.

Y así pasábamos los días...






miércoles, 2 de octubre de 2013

Paréntesis (III)

Sin avisar, así se presentó la primera lluvia del otoño. Fue al terminar las clases. Se puso el asfalto brillante como carbón mojado y  le nació un barro muy negro a las orillas de las aceras. Sobre la bicicleta, el rostro contra la lluvia, me asaltaron memorias de otros días iguales, ya muy lejanos: las bajadas a tumba abierta desde San Tirso, los esforzados pedaleos de vuelta a casa, contra el viento y el agua y tratando de que la noche no llegase a la meta antes que nosotros... Nuestra vieja bicicleta de carreras azul, que me compró mi padre de segunda mano en uno de aquellos programas de radio en los que la gente ofrecía toda clase de cosas más o menos usadas (volverán esos programas, no lo duden)...

Iba tan ensimismado en esos recuerdos, imaginándome, como entonces, ya casi un profesional en mitad de una tormentosa etapa de montaña (que ya es soñar, ¡en las llanísimas calles de Albacete!), que olvidé detenerme en la panadería y tuve luego que darme la vuelta. Porque uno, sin pan, como sin sueños, no sabe vivir.


(elmundo.es)

martes, 1 de octubre de 2013

Álbum de verano (XVIII)

Tranco decimoctavo (Palacio)

La tarde que iban a enterrar al cura, nosotros nos fuimos a Llanes. Nos fuimos media hora antes del funeral y nos cruzamos con el cortejo fúnebre justo en el puente estrecho de la Puentenueva. Por allí pasaron todos los príncipes de la iglesia astur, en unos vehículos imponentes, pero también los curas de estas parroquias, en jeeps y esa clase de coches altos y de grandes ruedas que se usan para andar por los altos caminos. Los reconocimos a todos no por los hábitos, que salvo el arzobispo no los llevaban, sino por la anchura de los rostros, muy colorados casi todos, y por la amplitud de la papada. Como ese donde nos los encontramos es un puente muy estrecho, cuando dos coches se cruzan en él hay que pasar muy lentamente, y de ese modo pudimos contemplar muy a nuestro gusto a los ocupantes. Justo al final del puente venía el coche del muerto.




Suena hoy la lluvia como una de esas ovaciones interminables que reciben a veces los grandes tenores y que contabilizan luego, asombrados, en los periódicos y los telediarios. Como una ovación interminable cae la lluvia hoy.




Mañana nos vamos de aquí. Dejaremos la casa y sus caminos. Abandonaremos este paisaje y, durante largos días, sentiremos que nos han arrebatado algo muy nuestro. Como reyes en el exilio.




Por eso hemos pasado tanto tiempo sentados en el jardín, con el libro abierto en el regazo pero sin leer una sola línea. Contemplándolo todo con los ojos bien abiertos. Silenciosos y muy quietos por ver si deteníamos el tiempo. Nos quedaríamos aquí, hoy, toda la vida.





Tiene este valle la delicadeza de despedirnos todos los años con una lluvia tan melancólica que parece un llanto. Mientras guardamos el equipaje en el maletero del coche, corren las gotas por nuestras mejillas abriendo el mismo surco que harían las lágrimas. En esta hora de la despedida, llueve sobre las montañas que hemos visto cada día, sobre las tejas viejas del alpende, sobre las hojas de los castaños y de las hortensias. Nos vamos y nos parece que cae la lluvia hoy, lo mismo que sucede en las películas, como lágrimas.