miércoles, 30 de septiembre de 2015

Cuaderno de Palacio (III)

Paseo por Llanes, hasta el faro. El faro de Llanes es un faro muy pequeño. Casi pasa desapercibido. Las calles que llevan hasta él, encima del puerto, son solitarias y tranquilas. Sin turistas. A su lado, hay dos o tres casonas grandes y silenciosas, con cerrados jardines que cuelgan sobre la playa de Puerto Chico. Al otro lado, se ven el espigón y los Cubos de la Memoria, que coloreó Ibarrola pero que bien pudieran haberlo hecho igual de bien -o incluso mejor- los escolares del pueblo. En el puerto apenas hay amarrados media docena de barcos de pesca. Están arrinconados por los pantalanes donde se balancean, muy ordenados, decenas de lanchas deportivas y pequeños barcos de recreo. Se parecen mucho unos a otros. Todos del mismo color blanco sucio, con las mismas banderitas y con nombres muy semejantes, casi todos ridículos y cursis. Barcos de vela solo contamos tres. No lo sé, pero supongo que todo esto significa que en Llanes ya no quedan marineros.

Hoy madrugamos para ir a la playa. Pasado Niembro, nos encontramos con un caballo suicida. Estaba al borde de un murete, en un prado que se levanta dos o tres metros sobre la carretera. Postura y actitud reveleban una tristeza completa e inconsolable. Resultaba evidente que estaba esperando el mejor momento para tirarse de cabeza contra el asfalto y que lo atropellasen.

Luego, ya en la playa, escuchamos la siguiente conversación:

-A mí me ha asegurado un capitán de la Guardia Civil que el nudismo ya se puede practicar en cualquier playa, que no te pueden decir nada... -explicaba un hombre maduro.

-Pues vaya desastre... Ya se permite cualquier cosa. Porque mira que hay cuerpos feos y gordos. Tan  gordos que hasta resulta desagradable mirarlos... -replicó una mujer vieja, embutida en una bata fresca y floreada, con los brazos y la voz llenos de arrugas y pliegues oscuros.

-No debería usted decir eso, y menos delante de los chiquillos... -intervino una mujer madura-. Así  empiezan las anorexias...

-Pues yo, en esto estoy con mi madre -le contestó el hombre maduro.

(Aquí, naturalmente, agucé el oído, pues la cosa había entrado, con esa última intervención, en delicadísimo terreno).

-Pues os equivocáis. A ver si ahora no va a tener la gente derecho a hacer lo que quiera...-se defendió la mujer madura.

Y ahí, desafortunadamente, se acabó la conversación. Dejaron de hablar. La mujer vieja se dejó caer en una hamaca, cabeceando pesarosa; el hombre maduro abrió con esfuerzo una sombrilla, para que a su madre le diera la sombra; y la mujer madura, dándoles la espalda, comenzó a llamar a los chiquillos, que ya habían levantado el vuelo hacia la orilla del mar, para que volviesen a echarse la crema protectora.

A la vuelta, el caballo suicida continuaba en el mismo lugar. La mirada fija en el asfalto, componía la viva imagen de la desolación.

A la tarde se levantó un viento antipático y se presentaron unas nubes oscuras y frías, que se quedaron ya todo lo que restaba del día.

Al anochecer, llegó la lluvia.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Cuaderno de Palacio (II)

Voy a Llanes, solo, al supermercado. Tras la compra, dejo las bolsas en el maletero del coche y subo al Paseo de San Pedro, por una estrecha escalera entre dos fincas. A nosotros nos parece este lugar el lugar más hermoso del mundo. Debe de haber, en el mundo, muchos sitios a los que podría concedérseles también este título extremoso. Seguro que sí. Pero el nuestro es, sin duda, este. 

Nos sentamos en un banco, frente al mar. El mar es un animal rumiante, todo el día dándole vueltas a sus recuerdos. De vez en cuando, lanza un suspiro de espumas contra el acantilado. 

Desde esa atalaya, las gaviotas planean bajo nuestros pies, y podemos verles el lomo. También circulan por allí las acrobáticas golondrinas. Y mucha gente, que llega, se asoma al borde del muro de piedra, escucha la respiración del mar, y se va. Una familia de gitanos llega, se asoma al borde del muro de piedra, escucha la respiración del mar y exclama: "¿Y esto? ¿El mar, no? ¡Qué grande!"

De pronto, estallan unos voladores que anuncian una fiesta y dejan un trapillo de humo en el cielo. Todas las gaviotas que estaban de paseo por el pueblo se marchan hacia el mar, graznando enfadadas.



Hoy madrugamos para salir a caminar. El plan es hacer tres kilómetros en media hora. Al parecer debe ser así si queremos que sea un paseo sano y deportivo. Cuando salimos, las nubes, muy bajas, ocultan las montañas. Al poco comienza a llover. Para cumplir con esas cifras, el ritmo es, desde el principio, un poco ridículo, ridículamente rápido. Se parece a una carrera ciclista, pero sin bicicleta. Cuando bajamos hacia el cruce, desde una vuelta del camino vemos que, doscientos o trescientos metros delante de nosotros,  camina una mujer con una chaqueta gris y un paraguas. También a buen ritmo.

Al llegar al fin al cruce, giramos a la izquierda, en dirección a Riocaliente y Mestas.

 De vez en vez, nos cruzamos con algún coche. A mí me parece que los conductores -gentes que bajan a trabajar a Posada o a Llanes- nos miran con lástima. Delante de nosotros, la mujer del paraguas y la rebeca gris debe de llevar la misma velociad, porque no conseguimos alcanzarla.

De pronto, se escuchan romper en el aire unos voladores. Recordamos que andan de fiesta en Malatería. Los lanzan tan temprano para tratar de espantar las nubes y la lluvia. Sin embargo, arrecia. Cruzamos Riocaliente, el pueblo de los cien hórreos, sin ver un alma.

Con L. destacada, llegamos a la entrada de Mestas, pero allí nos desviamos de nuevo a la izquierda, cuesta arriba, hacia Ardisana. Yo voy entre L., tête de la course, y A., arrière de la course.  Si fuese el Tour de Francia, a mí me estaría siguiendo la cámara 2. Sería un poursivant. En esas cosas voy pensando. Me paro a esperar a A., que lleva el paraguas abierto y parece flaquear. De la mujer de la chaqueta gris, ni rastro. Seguramente está más entrenada que nosotros y ya descansa en su casa, a resguardo de la lluvia.

Al rato, llegamos también nosotros, empapados y aliviados, afirmándonos en esa idea nuestra de que lo mejor de salir es, sin duda, volver.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Frivolidad

A mí, hoy, lo que de verdad me preocupa es cómo va a quedar el Sporting-Betis. Si me equipo ganará. Lo de Cataluña me importa menos. Es más, si no fuese porque la gente se pone muy seria y trágica, diría que a mí hasta me hace ilusión que se independicen. Por la ilusión de que, cuando volvamos a vistar esas tierras, estaremos viajando al extranjero. Claro que si lo van a hacer con Mas y ese señor calvo que se altera tanto en las entrevistas y debates, yo me lo pensaría mucho. Mejor se esperan. En fin, mientras aguardo a que comience el partido, leo los periódicos. Y encuentro estas dos cosas, y por parecerme sabias y sensatas, las traigo AQUÍ y ACÁ.

sábado, 26 de septiembre de 2015

El tuteo

Se levantó el otro día una polvareda tremenda a propósito del trato que le dio una joven periodista al  rey joven -el otro, el viejo rey, anda por ahí- en una breve entrevista televisiva. Al parecer lo tuteó sin vergüenza y eso, a la mayoría, le ha parecido impropio e indignante. Y mientras ponían de hoja perejil a la joven e intrépida reportera, alababan al mismo tiempo la naturalidad y bonhomía con que el rey joven soportó semejante despropósito.

Esto último me llamó la atención. ¿Cómo se supone que debería haber reaccionado? ¿Habría sido comprensible que la abofetease delante de las cámaras, al mismo tiempo que le recordaba a la muchacha su triste condición de plebeya?

No sé, a mí el tuteo, con gente con la que no tienes la mínima confianza, me gusta poco... Hace un par de semanas, por ejemplo, me negué a tutear a un padre que no cesaba en insistirme para que lo tratase de ese modo... Pero como siempre me ocurre con la monarquía, me da la impresión de que estas gentes coronadas lo quieren todo. Ser reyes pero sencillos; heredar de papá -mamá y las hermanas no cuentan- un trono y una corona, como comenzó a estilarse en la Edad Media, pero pasar por modernos, dinámicos y gentes de su tiempo; sostener un estricto protocolo, pero romperlo cuando a ellos les venga en gana... No sé. Se cuenta del padre de este rey joven -el viejo rey que anda por ahí- que tenía por costumbre o vicio tutear a todo quisqui. No escuché entonces a nadie afeárselo o protestar. Al contrario, se le celebraba mucho. Se hablaba con admiración de su campechanía. No sé. Uno, si tuviese que hablar con este rey joven, lo trataría sin duda de usted, y del mismo modo esperaría ser tratado. Lo que tampoco sé es qué se puede hablar con un rey.


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lunes, 21 de septiembre de 2015

Enrique Redel en Nemo

La ciudad en la que vivimos no es una ciudad de la que se puedan decir muchas cosas. No es una ciudad hermosa, ni siquiera bonita. Cuando alguien desea alabarla, habla de la comodidad de sus calles, ninguna pina ni fatigosa; de la humanidad de sus dimensiones, que le permiten a uno recorrerla a pie en apenas media hora; de cierta vitalidad, que mantiene a sus habitantes casi a todas horas fuera de sus casas, de paseo; de lo cerca que está Madrid, a unas dos horas en tren, o la playas levantinas, más próximas aún... De las gentes que la pueblan, como ocurre en cualquier otro lugar del mundo, sí se pueden contar muchas y peregrinas historias, pues como decía Galdós -y repite Trapiello en cada una de las entregas de sus monumentales diarios-, por donde quiera que el hombre vaya, lleva consigo, encima, su novela. Y todas son, si se saben contar -Trapiello dixit-, fascinantes. 

Pero de esta ciudad, dejando de lado aquel elogio extravagante y pasmoso de Azorín, o los años terribles de la guerra, no hay mucho que decir. Sin embargo, desde hace un año,  hay aquí, en una calle como tantas, un lugar maravilloso y especial. El viernes hizo un año que abrió sus puertas una librería -calle Collado Piña, 10- como pocas debe de haber por esos anchos y ajenos mundos. Se llama Nemo, y está llena de tesoros prodigiosos. Dos libreros encantadores -María y Antonio- te los enseñan como quien muestra algo que ama mucho y que está dispuesto a compartir con quien lo desee. El espacio es luminoso, blanco, feliz; y los libros, colocados con un esmero que demuestra cuánto se les quiere, escogidos entre las mejores cepas editoriales de este país y más allá -tienen exquisitas ediciones en francés o inglés de los libros más hermosos que uno haya visto nunca-. Y los libreros, ya queda dicho, te reciben como si fueseses un invitado especial, y te hablan de esos volúmenes, porque los han leído casi todos, como si te contasen de viejos amigos con los que han pasado hermosas y agradabilísimas horas. No lo he comprobado, pero es casi seguro que si entras en google maps, y tecelas esa dirección en el buscador -Collado Piña, 10, Albacete, España-, verás, en ese punto del mundo, una luz que brilla.



De manera que, desde hace un año, desde que llegó Nemo, esta ciudad en la que vivimos ya no es una ciudad cualquiera.

Nosotros vamos a la menor ocasión. Sobre todo cuando nos asalta la melancolía. Para curárnosla. Mano de santo. Después de un rato, salimos con un par de libros y una sonrisa benéfica y feliz. Una visita a Nemo y salimos creyéndonos mejores personas. 


Pues bien, este viernes pasado, para celebrar ese año de vida, invitaron a Enrique Redel, el editor de Impedimenta, a que se acercase a la libería, a dar una charla. Y, aunque seguramente teníamos otras cosas que hacer, allí nos fuimos nosotros.




Salimos de allí pensando que vivimos en la mejor de las ciudades y que el mundo, o al menos este país, a pesar de todos los pesares -que no son pocos-, puede que tenga arreglo. Mientras haya gentes que amen su oficio como lo hacen Antonio y María o Enrique Redel, y sean capaces de levantar, por ello, cosas tan hermosas -esta librería y los libros de esa editorial-, pienso yo que podemos mantener la esperanza.

Nos contó un montón de cosas Enrique Redel, de un modo natural y apasionado. Cómo comenzó en el oficio, cómo elige los libros que edita -los que le da la gana-, quiénes trabajan con él... Nos habló de alguno de sus libros, de alguno de los autores que publica, de traducciones y traductores, de otros editores amigos, de otros libros que no son los suyos, de distribuidores cómplices, de los grandes grupos editoriales... Con amenidad y sencillez. También nos informó de algunos datos sorprendentes, como por ejemplo que en este país, donde se calcula que no hay más de quince o viente mil lectores regulares y fieles, existen, en cambio, cincuenta mil escritores... Al final se habló del libro electrónico, que al parecer está siendo un enorme fracaso, cosa perfectamente explicable con tan solo mirar los libros que nos rodeaban. Otro dato jocoso que nos contó fue que, el año pasado, el producto más vendido en Amazon fue un sanitario. Un váter, sí. 



Luego nos invitaron a vino, queso y bombones. Yo me quedé un rato, por continuar escuchando la conversación que, como una prolongación de la charla, se creó alrededor del vino, el queso y los bombones. Descubrí que tenían, un poco escondido, el Londres en las novelas de Jane Austen, de Aventuras Literarias, y charlé un rato con la librera sobre esa editorial de mi tierra, que me descubrió con generosidad, este verano, mi amigo H. Y ya luego elegí un libro de entre todos los que ocupaban la mesa dedicada a Impedimenta -me costó elegir-, lo compré -La puerta de los ángeles, de Penelope Fitzgerald- y me despedí. Volví a casa, benéfico y feliz, como si fuese caminando por la ciudad más hermosa del mundo.







viernes, 18 de septiembre de 2015

Cuaderno de Palacio

Camino de Palacio, después de abandonar la autopista y cruzar el paso a nivel de Posada, en la recta de Turanzas, nos asalta la impresión de que hace apenas unas semanas que nos fuimos de aquí. Sin embargo, hace ya un año de eso. Es una cosa rara el tiempo. La forma en la que lo percibimos. El tiempo y el paisaje. La carretera estrecha que tomamos al torcer a la derecha en Puente Nuevo adquiere de pronto la misma presencia que las calles que fatigamos cada día, el resto del año, en la ciudad en la que vivimos. Lo mismo nos sucede con la casa en lo alto del pueblo: la mesa de la cocina donde escribimos, los muebles oscuros y viejos, el jardín, el manzano y las hortensias, la estampa imponente del Benzúa... Aunque vayamos a estar aquí apenas unos veinte días,  llegar a este lugar no es una escapada de verano. Llegar a Palacio es volver a casa.



lunes, 14 de septiembre de 2015

Mieres (ida)

Pasamos un día en casa de mis padres, antes de proseguir camino a Palacio - camino que siempre es  largo. A algunos les lleva toda la vida (fijémonos en el príncipe Carlos, el pobre)-. 

Me asomo a la ventana. Mieres sigue igual. Calles grises rodeadas de montes verdes. Enfrente, el viejo cuartel de la Guardia Civil continúa cerrado. Está esperando a que alguien venga a derribarlo. A este paso se va desplomar él solo, sin ayuda de nadie. Algunos de los bares del barrio han cerrado por vacaciones. A veces creo que ese es el futuro que le espera a mi pueblo: cerrar por vacaciones. O por liquidación.

A mi padre se le ha muerto, en tierras de Salamanca, el último amigo. Con él salía a dar un pequeño paseo cada día. Estaba en Ledesma, de vacaciones, en un balneario del Montepío Minero. Se indispuso y se murió. 

Además, mis tíos han entrado, a regañadientes, en una residencia. Me cuenta mi madre que cuando hablaron con ellos el primer día, por teléfono, mi tía se despidió con un consejo, casi una proclama: "Resistid", parece ser que les dijo.

Mi madre conserva la risa fresca y la voz juvenil. Mi padre no. A mi padre le duelen los huesos de la cadera y sabe que esto va de mal en peor. No solamente él, su cadera y el pueblo, sino el mundo en general. Muchísimo peor que antes, dónde va a parar.




viernes, 11 de septiembre de 2015

Cádiz

Vivimos en Albacete pero soñamos con vivir en Gijón. Si viviésemos en Gijón soñaríamos con vivir en Cádiz. Y si viviésemos allí, vete tú saber dónde soñaríamos vivir... Seguramente Venecia. Unos soñadores somos. O unos caprichosos, descontentos, antojadizos, veleidosos, mudables, tornadizos...

Bueno, el caso es que comenzamos el verano  huyendo de Albacete, y fuimos a dar a Cádiz. Con P. en la Gran Bretaña, nos fuimos solos A. y quien esto escribe. La idea era darnos una vuelta por la provincia. Visitar los pueblos blancos: Arcos, Grazalema...; y la costa: Zahara, Tarifa, Bolonia... En la juventud los conocimos, y queríamos visitarlos de nuevo. Pero no.

Quedamos muy gustosamente encallados en la capital, embrujados por el calor húmedo, por la arena de la playa de Santa María, por la voz ronca del Atlántico, por la belleza de esa ciudad en la que imaginamos que podríamos vivir muy felices...

Hicimos, todos los días que estuvimos allí, prácticamente lo mismo. Desayunamos en el mismo pequeño café, en el que nos dedicamos a escuchar las conversaciones de los vecinos de mesa, no por indiscretos, sino por admiración. Por saborear con los oídos esa lengua suya tan distinta y maravillosa. Mientras nos tomábamos las tostadas, en lugar de pegar la hebra entre nosotros, pegábamos la oreja a ver qué decían los que desayunaban a nuestro lado.

-Ayer me hise un sumo de naranja y kigüi-le explicaba una señora a sus amigas, recién salidas todas de la peluquería-, me dio un retortijón y me vasié...

-Shile contra Argentina -comentaba un señor a su amigo mientras hojeaba el Marca-. Eso debe se como un Barsa-Madrí o un Sevilla-Betí... Se odian.

Después de lavarnos los dientes, nos íbamos a la playa. A la de Santa María.  Parecían, todos los bañistas, vecinos del barrio. Señores y señoras de bronce, de pasarse todo el año a la orilla del mar, paseando arriba y abajo con determinación y energía; niños jugando con la arena; jóvenes tatuados y con barba pelando la pava con jóvenes tatuadas pero depiladas; muchachos haciendo rondos con balones de reglamento...

A. se iba a pasear y yo seguía con mi libro -me leí dos, Viaje en descapotable por el Mediterráneo, y Maldito United, muy recomendables ambos-. Leía unas líneas y levantaba la vista para contemplar la Catedral al fondo y las casas de colores del Campo del Sur... La cúpula de la catedral, con ese aire oriental y su color de mazapán o calabaza, nos distraía mucho de la lectura. De vez en cuando, sonaba por la playa como una campanilla de leproso. Eran los aguadores. Y ya me volvía a distraer viéndoles arrastar sus neveras y escuchándoles cantar la mercancía.

Luego nos dábamos un baño y cuando comenzaba a apretarnos el hambre, nos íbamos a comer.

Por la tarde, después de una siesta,volvíamos a la playa. A esas horas el público era más familiar, grupos que instalaban en la arena media docena de sombrillas, varias sillas y tumbonas y un par de mesas de cámping donde extendían, en la primera, la comida y las bebidas: melones y sandías y el agua, el vino y la cerveza; y en la segunda, el parchís...

Rodeados de esas gentes, dejábamos que el sol se fuese descolgándo poco a poco hasta que metía los pies en el agua. Entonces, recogíamos nuestras toallas y abandonábamos la arena. Nos duchábamos, nos poníamos guapos -en la medida de nuestras posibilidades, claro es- y nos íbamos de nuevo por ahí, a cenar. Unas noches tomábamos hacia la Playa de la Victoria, que es una zona muy semejante a tantísimas de la costa del Levante, pero donde descubrimos un bar pequeño y apartado con unas tapas deliciosas - Bar Sur, calle Fernández Ballesteros, 5-;  otras, las más de las veces, bajábamos por la Cuesta de las Calesas, a la sombra de la Fábrica de Tabaco, y nos perdíamos por las callejuelas de una ciudad como no hay otra en el mundo. A veces hasta la Paza Minas, otras a la de la Candelaria o, por el Arco de la Rosa, hasta la de la Catedral... Sin rumbo cierto, lo único cierto era que íbamos a encontrar decenas de maravillas:  el Campo del Sur, La Caleta, la Alameda Apodaca, el Baluarte de la Candelaria, el Parque Genovés, Plaza del Mentidero, Veedor, Plaza de San Antonio... Y podríamos seguir...

Cádiz se parece un poco a Venecia... Calles estrechas que se abren de pronto a una plaza inesperada (como lo hacen los campi venecianos) y prodigiosa, más o menos grande, más o menos pequeña, pero donde es imposible no detenerse un momento y soñar con vivir en ella. Por ejemplo, en uno de esos balcones donde las cortinas bailan cada noche un silencioso, lento vals con la brisa nocturna... A nosotros en este viaje nos sedujo sobre todo la de Mina, con su librería y sus cafés, con sus altos árboles de sombra. Además, una noche, después de tomarnos un helado sentados en un banco de esta plaza, entramos en un bazar chino a por unas botellas de agua... Nos encontramos a toda la famila china muerta de risa, que estaban viendo en el ordenador un programa chino. ¡Cómo se reían todos! Me señalaron dónde estaban las bebidas partidos de risa y partidos de risa me cobraron y me metieron las botellas en una bolsa de plástico. A mí me gustaría ser vecino y cliente de unos chinos tan risueños.

Unos días antes de abandonar la ciudad, amenció esta envuelta en una niebla densa y misteriosa. Aunque apenas se distinguía nada, ni la cúpula calabaza de la catedral ni las casas de colores del Campo del Sur, estaba el paisaje precioso. Un paisaje de invierno. Nos lo tomamos como un regalo y continuamos nuestras costumbres de rentistas ociosos. Bajamos a la playa. Justo en el lugar donde colocamos cuidadosamente las toallas, descubrimos una pequeña pierna azul que sobresalía de la arena. Lo reconocimos al instante. Tiramos de la pierna y apareció una figurilla del Buddy de Toy Story. Solo le faltaba el sombrero. Estuve revolviendo entre la arena por ver si lo encontraba. No hubo suerte. Lo metimos muy amorosamente en la mochila. Sería un regalo para P. Luego paseamos arriba y abajo. Los lisiados de bronce que se apoyaban en el espigón comentaban el tiempo. Poco a poco, la niebla comenzó a levantarse, muy lentamente, como hacen los magos con sus pañuelos. Empezó a vislumbrarse la catedral, su cúpula de mazapán y sus dos torres, las casas de colores del Campo del Sur y la Torre Tavira... Cuando al fin todo estuvo despejado, toda la playa rompió a aplaudir.








martes, 8 de septiembre de 2015

Vania & The Muffins

El sábado por la noche, en el campo de fútbol, dieron un concierto Alejandro Sanz y Pablo Alborán. Así que el sábado por la noche nos fuimos de concierto, al EA! Teatro, a escuchar a Vania & The Muffins. 


El concierto del Carlos Belmonte lo anunciaban como uno de los actos de celebración del centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote. Qué tienen que ver esos dos cantantes famosos con el libro de Cervantes es una cosa que a mí se me escapa. El concierto del EA! Teatro fue para presentar el primer disco de Vania & The Muffins, Cartas desde una ciudad hermética. Este motivo se entiende mejor.


El sábado por la noche llovió en esta ciudad como hacía años que no lo hacía. No fue una de esas tormentas coléricas que agotan en diez o veinte minutos su energía y su enfado y luego, salvo dos o tres destrozos, ya nada durante meses y meses. Fue una lluvia generosa, enérgica, regular y constante que estuvo cayendo durante toda la tarde y casi toda la noche. Los del campo de fútbol parece ser que se mojaron bastante. Nosotros no. Nosotros estuvimos bajo techo, sentados, abrigados. El coche aparcado en la misma puerta del teatro.

El sábado por la noche, en el campo de fútbol, se reunieron miles de personas. El sábado por la noche, en el EA! Teatro, que es un local pequeño, diminuto y recoleto, cinco o seis docenas. 

No sé cómo cantarían los artistas famosos del campo de fútbol. Seguramente lo harían bien. Seguramente a sus hinchas les habrá parecido estupendo, y habrán salido mojados pero contentos. Yo me alegro. Nosotros salimos empapados por una música magnífica, por unas canciones felices y redondas como esas pompas de jabón que soplan los chiquillos. Salimos más ligeros y más jóvenes. Con todas las heridas con las que entramos cauterizadas. Con todas las murrias y las melancolías que trae consigo el fin del verano, y que te desollan las rodilas y los codos, todas curadas. Salimos sintiéndonos más buenos y benéficos, capaces de hablar con los animales y las plantas, con el hermano lobo, con el hermano roble... Es lo mismo que nos ocurre, de vez en cuando, después de ver algunas películas, de cerrar algunos libros, de contemplar algunos cuadros...

No sé cuánto tiempo estuvimos dentro del teatro, pero a mí me pareció un ratito muy corto. Canción a canción, ibamos esponjándonos como hacen los bizcochos logrados dentro del horno, cada vez más entregados a unos músicos magníficos y a la voz y las letras de Vania. Se les veía felices en el escenario, sonrientes, como peces en el agua... Estamos lejos de saber nada de música -aunque en nuestra infancia estudiamos algo de solfeo y hasta nos examinamos en el conservatorio, pudiendo presentar hoy tres cursos de solfeo, uno de piano y otro de coral, incomprensible este último para cualquiera que me oiga tratar de entonar cualquier melodía...-, pero nos  parecieron todos los músicos unos virtuosos y Vania una voz acogedora y un poeta. La música, las melodías y los arreglos, llenos de matices y riquísimos; y las letras, tiernas, lúcidas, expresivas y emocionantes. Antes de cada canción, explicaba Vania, con una naturalidad envidiable, de dónde había salido cada una, de qué experiencia, de qué conversación, de qué pensamiento o sentimiento, que tanto montan, montan tanto... Y lo hizo con tanta sencillez y tanta gracia que además de todo nos echamos unas risas. Risas abiertas, de esas que nacen de lo mejor de todos nosotros...

Y por si fuera poca cosa todo esto, a la entrada, en el ambigú -¡qué palabra tan bonita!-, estaban colgados los cuadros que Chema Arake ha pintado para cada una de las canciones del disco, interpretándolas de un modo tan armonosio que pasma y admira. Como si esas canciones y esos dibujos estuviesen dándose el más fraterno de los abrazos. De manera que salimos del pequeño teatro, ya queda dicho, felices. La lluvia, que continuaba bendiciendo el mundo, nos pareció a nosotros que sonaba muy semejante a la música de Vania & The Muffins...



Lo tengo dicho alguna vez, a mí, sacarme de casa para ir a un concierto, solo tres o cuatro músicos lo pueden lograr. Los de Vania & The Muffins están entre ellos. Fue un enorme regalo ese concierto suyo del sábado. Y el disco, con los dibujos de Chema Arake, magnífico.


domingo, 6 de septiembre de 2015

La tormenta

Empecemos por el final, como en las novelas modernas o algunos noir...

El domingo pasado, dos días antes del final de nuestras vacaciones, me fui a Úbeda, a recoger a A., a su hermana, mi cuñada, y a F., mi suegra. El lunes anterior, esta se había caído, sin saber cómo ni por qué, durante su paseo matinal alrededor del Parque Norte. Dos fracturas en la rama derecha de la pelvis. Reposo absoluto. Quince días, declaró el médico que la atendió. Un mes o dos, dijeron los vecinos y las visitas. El martes, A. se subió a un Alsa que tarda más de cuatro horas en llegar a su pueblo. Allí se pasaron el resto de la semana, su hermana y ella, atendiendo a su madre. Y el domingo pasado las fui a buscar, a las tres, para atenderla aquí, con la ayuda de E.

Me la encontré en una silla de ruedas. Me recordó inmediatamente a Ironside. Por romper el hielo, le propuse que podríamos atar esa silla a la parte trasera del coche, como un remolque, y llevarla así hasta Albacete. Iría muy fresquita. No me hizo caso.

Sus hijas estaban un poco tensas. No sabían si podríamos meter la silla de ruedas en el maletero -les recordé mi propuesta, pero tampoco la tuvieron en cuenta-; no sabían si el viaje sería doloroso para su madre, si soportaría sin dolor los muchos baches y el pésimo asfalto que hay hasta Puente Génave... Con cierto esfuerzo, a las cinco de la tarde habíamos metido la silla de rueda y tres maletas, grandes como sarcófagos, en el maletero, y a F. en el asiento derecho, a la vera del conductor. Partimos.

No llevábamos ni diez minutos de viaje cuando, al llegar a Torreperogil ("¡Torreperogil! / ¡Quién fuera una una torre, torre del campo / del Guadalquivir!" ), nos encontramos una estampa de esas que sacan a veces en los telediarios, en el tiempo o en la sección de sucesos: ramas tronchadas sobre la carretera, contenedores rodando por el suelo y, al lado de la gasolinera, un torrente de aguas oscuras que cruzaban la carretera y bajaban, enconadas y violentas, hacia el fondo del pueblo.  ("Sol en los montes de Baza. / Mágina y su nube negra. / En el Aznaitín afila / su cuchillo la tormenta.").

Pasamos con mucho cuidado entre las ramas, las piedras y el agua oscura, y avanzamos despacio, alertas e inciertos. Al salir del pueblo alcanzamos la tormenta, que iba unos pasos por delante de nosotros. Si algún día nos tocase contemplar el fin del mundo, me imagino que será algo muy parecido. Más que circular sobre el asfalto, navegábamos sobre las aguas, mientras unas nubes grandes como catedrales descendían hacia nosotros como si quisiesen abrazar el mundo y ahogarlo. Los rayos escribían su rúbrica violeta muy cerca de la carretera y los truenos rugían salvajes y roncos. Pensamos en detenernos en el arcén, pero no estábamos seguros de si eso sería mejor. Otros coches circulaban delante y detrás del nuestro. Y también nos cruzamos con algunos que se dirigían al sur... "Si vienen coches del levante, es que la carretera todavía está practicable. A lo mejor salimos de esta", pensé. De modo que continuamos, la vista fija en la carretera anegada que teníamos frente a nosotros. Muy lentamente. Al rato, y sin que nos hubiese llevado hacia el fondo del valle ningún turbión asesino, la tormenta cesó.

Volvió a llover con ansia al pasar Alcaraz, pero ya no nos impresionó en absoluto. Al día siguiente, en el telediario sacaron imágenes de Torreperojil. Así pusimos fin a unas vacaciones que habíamos comenzado, soleadas y felices, en la bella ciudad de Cádiz.


martes, 1 de septiembre de 2015

Una explicación (el regreso)

Cuando he vuelto a abrir esta página, me he llevado un susto. ¿No escribía nada desde el 19 de diciembre del año pasado? Sabía que hacía mucho tiempo, pero no imaginaba que fuese tanto... Los cuatro amigos que pasaban por aquí habrán pensado que nos habíamos despedido a la francesa. Supongo que tantos meses sin escribir les ha cargado de razón. Se habrán marchado... ¡Qué poca educación la nuestra!  No era mi intención, de verdad. Por si queda alguien por ahí, voy a tratar de explicarme.

No dejé de escribir porque dejasen de pasarnos cosas que contar. Quien haya leído lo que se ha ido colgando aquí sabrá de sobra que nunca nos pasa nada. Básicamente, ese es el tema del blog. Escribíamos en él lo que hacíamos cada día, casi siempre lo mismo; de la gente con la que nos cruzábamos, casi siempre la misma; de algún viaje, casi siempre a los mismos lugares: Asturias, Úbeda... No hacíamos otra cosa que dejar constancia de que respirábamos. Poco más.

Y eso es lo que hemos estado haciendo todo este tiempo que no hemos aparecido por aquí. Poco más.

Dejé de escribir porque un buen día dejó de apetecerme. Me dije: "Hoy no me apetece. Mañana escribo algo. Ahora voy a leer..." He leído mucho durante todo este tiempo. Pasaban los días y seguía sin apetecerme escribir, y lo dejaba para el siguiente, y cogía un libro. Así hasta hoy, que me ha vuelto a apetecer. 

Podría pensarse que soy una persona caprichosa. Tal vez. Pero pienso más bien que lo que me puede es la pereza. Lo realmente sorprendente no es que haya estado tanto tiempo sin dar señales de vida, sino que haya mantenido activo tanto tiempo este blog.

De todas formas hay que declarar que la inapetencia no ha sido crónica. A veces me volvían las ganas de escribir. Pero se presentaba ese deseo en un momento inoportuno. Llegaba en mitad de la calle,  o dando una clase, o corrigiendo un montón de exámenes ilegibles... Luego, cuando concluía esas tareas, cuando al fin tenía un rato, ya se me había pasado la apetencia.

Esto que cuento me ocurre con cierta frecuencia. Por ejemplo, algunos días de verano me gustaría que fuesen de invierno, y al revés. Por ejemplo, un doce de agosto, en mitad de una lectura intrascendente, me entran de pronto ganas de dar una clase sobre La Regenta y el estilo indirecto libre. Y cuando llega el momento de dar esa clase durante el curso, preferiría estar de vacaciones con un libro intrascendente entre las manos y no tener que explicarle nada a nadie...

En fin, esto y no otra cosa es lo que sucedió. Ahora, después de un largo verano con una libretilla en el bolsillo del pantalón, me vuelve a apetecer... Hemos vuelto... ¿Queda alguien por ahí?