viernes, 30 de septiembre de 2016

El sueño... Valverde II

A Valverde, como a todas partes, hemos venido con un par de libros. Capricho extremeño, de Trapiello, y Piedras labradas, de Torga. Es una manía que tenemos, esta de llevar siempre encima un libro. 

La primera mañana la pasamos leyendo en el hotel, junto a la piscina y debajo de un tilo. Escuchando la canción del río. Como era un libro que ya habíamos leído otras veces, lo abrimos al azar. Y lo primero que nos encontramos fue esto:

Qué maravillosas son  las siestas del verano extremeño...

Decidimos comprobarlo después de comer. Y luego, saltando de unas págians a otras, todo esto:

Subimos a los altos del olivar, desde donde se ven las cuatro casas del Pago y la torre de la iglesia, y algunas hebras de humo saliendo de las chimeneas, y pensamos en Virgilio, porque Virgilio se fijaba en los campos peinados cuidadosamente por el arado, en las casas con el hogar encendido, en lso caminos por donde volvían las yuntas de los bueyes. (...)

Si existiera en alguna parte una estatua o un busto de Virgilio más o menos evocador de su figura, a un precio razonable, lo traería a esta casa, le buscaría un rincón, junto a la yedra, o quizás, detrás, en una vieja olmeda, cerca de un reloj de sol. Pondría un banco de piedra a su lado e iría a rendirle mis visitas alguans tardes, cuando necesitase ser yo también ese poeta que ha de nombrarlo todo con las palabras exactas, que son siempre las más hemosas. Nada de invenciones, nada de suponeres., sino las cosas tal y como nacen del suelo, tal y como mueren. Y no solo lo que empieza y acaba, sino lo qeu se transforma: en el banco de piedra, en la propia efigie del padre Virgilio, se irían posando las rosas del liquen, el terciopelo del musgo, y así, cada año, parecerían ellos también más viejos, sin nacer y sin morir, como las cosas que son eternas.


...este paisaje en el que no pasa nada, es decir, en el que todo lo que pasa viene sucediendo de la misma manera desde hace quinientos años...


La felicidad es, como si dijésemos, algo que se tiene en alquiler...

Exactamente como esta casa en la que vamos a vivir siete días, pensamos.





miércoles, 28 de septiembre de 2016

El sueño... Valverde del Fresno

7 de julio, Valverde del Fresno, Cáceres

Salió el día, a pesar del calendario, nublado, gris, hosco. Parecía, el nuestro, a pesar de la fecha, un viaje de invierno.

A la altura de Villarrobledo comenzó a llover. 

Continuó así cuando cruzamos los lugares cervantinos: Tomelloso, Argamasilla, Alcázar de San Juan (cuando Azorín pasó por este último, para escribir su Ruta de Don Quijote y Sancho, andaban convencidos los eruditos de que era este el lugar de nacimiento de Cervantes). Dejó de llover en la provincia de Toledo: Consuegra (también quijotesca, con esa crestería magnífica sobre el caserío, llena de viejos molinos de viento), Mascaraque, Mora, Orgaz... Y tras bajar la Cuesta de las Nieves, al salir de una curva, el perfil soberbio de Toledo. Tenía esa mañana color de arena. Más que una ciudad parecía un sueño que cualquier viento podría deshacer... Y ya luego Talavera, Oropesa, y, al final, Extremadura. Paramos a comer. Detrás del área de servicio -las ventas de hoy-, un concierto de chicharras en un olivar azotado por el viento.

Después cambió el paisaje y el campo se volvió verde: Plasencia, Coria, Moraleda... Fue ahí donde comenzamos a subir hacia la sierra. 

Era nuestro destino el pueblo de Valverde del Fresno, en la Sierra de Gata. Nos esperaban allí N. y JA. Teníamos reservado un apartamento en un hotel rural precioso, a las afueras del pueblo y a orillas de un río. Un lugar rodeado de esbeltos, altos, espigados árboles. 

Después de descansar un rato salimos a dar una vuelta por el pueblo. Y después de cenar, volvimos al hotel en mitad de una noche acorde con la fecha. Una cálida noche de verano. Volvimos por un camino entre robles y silenciosas fincas. Al este se veían las luces del pueblo de Lejas; hacia el sur, los resplandores azules de una tormenta muda y lejana; y en lo alto, un millón de estrellas. Brillaban como tachuelas bruñidas o lentejuelas de un vestido de artista recién estrenado o como candelas. Como si hubiese allí otro pueblo, colgado del cielo, seguramente el reflejo de aquel por el que andábamos. Un pueblo con iluminación municipal. Sin embargo, a pesar de tanto aparato eléctrico, el camino que seguíamos estaba tan oscuro que no se veía por dónde pisábamos y tuvimos que encender la linterna del móvil. De esta manera llegamos al hotel, sin tropezarnos, a oscuras, pero rodeados de luces lejanas.





lunes, 26 de septiembre de 2016

Paréntesis VI (La cata)

El martes pasado fuimos a una cata de vinos. Una cata a ciegas.

Nosotros, de vinos no entendemos absolutamente nada. De vez en cuando nos tomamos una copa. Unas nos gustan más y otras menos. Pero si alguien nos pidiese que dijésemos las razones, nos quedaríamos mudos. No solo no sabemos distinguir un vino de otro, sino que además carecemos del vocabulario necesario para decir nada. Ignoramos el código por completo.

¿Qué hacíamos entonces en una actividad de esa naturaleza, tan ajena a nosotros?

Pues porque la cata no fue en una bodega sino en la librería Nemo, y la daba Diego Moreno, el editor de Nórdica.

Como se ve que es un aficionado y hace unos meses publicó una edición ilustrada y preciosa de un cuento de Roald Dahl que se titula así, La cata, cuando le llaman de una librería para que hable de su editorial y de sus libros, se lleva unas cuantas botellas y organiza una a ciegas. 

Como llegamos un poco tarde -veníamos de una reunión en la academia de inglés de P.-, nos perdimos la comparación entre la enología y el arte de componer libros. Ya estaban todos con el primer vino en la mano.

Hicimos cosas graciosísimas. Lo primero, contrastar el color del vino frente a un folio en blanco. Eso nosotros no lo habíamos visto nunca. Luego, eso sí sabíamos que se hacía, meter la nariz en la copa, bien profunda. Y ya luego probar un buchecillo. Con la primera copa lo del folio y la nariz lo hicimos muy apresuradamente y nos las bebimos casi inmediatamente y de un solo trago. Traíamos sed. Luego, las otra copas ya nos las bebimos más pausadamente. Probamos así tres o cuatro copas más. Mientras llevábamos a cabo todo ese protocolo, nos ilustraba el editor sobre a qué cosas debíamos prestar atención. Lo hacía con naturalidad y muy pedagógicamente. Nos decía las uvas que se habían empleado en cada uno de los caldos, nos hacía fijarnos en los colores, los aromas, el gusto y el retrogusto... Estaban muy buenos todos, nos gustaron mucho. Temimos salir de allí dando tumbos. 

 La cuarta o quinta, no lo recuerdo muy bien, fue la que catamos a ciegas. Debíamos adivinar qué tipo de uva se había empleado en su elaboración. Quien lo hiciese se llevaría como premio un lote de libros de la editorial. Si había más de un acertante, se repartirían los volúmenes. Quedamos eliminados a las primeras de cambio. Nos dio igual. No sé si fue por los vinos, o por el caráceter dulce y tranquilo del editor, o por el lugar -Nemo es una librería preciosa, como para quedarse a vivir en ella-, o por todas esas cosas juntas, el caso es que estábamos A. y yo cogidos del brazo y del mejor de los humores. 

Aplaudimos a los vencedores, charlamos un rato con los amigos que allí estaban y, antes de irnos, nos presentamos al editor, yo para decirle lo mucho que me estaba riendo con Una historia de Nueva York, de Washington Irving, que aún andaba sin editar aquí, y A. para contarle que eran un poco paisanos, pues, nos enteramos este verano hablando con nuestra librera de Úbeda, la familia del editor es oriunda de Sabiote, pueblo a escasos quilómetros de la metrópoli ubedí... Le alegraron las dos cosas y ya nos despedimos y nos fuimos para casa, tan contentos.


www.nordicalibros.com


miércoles, 21 de septiembre de 2016

Paréntesis V (La crítica literaria por ósmosis)

Nos ha ocurrido alguna vez. Ociosos en una librería, de pronto nos fijamos en algún título del que no hemos oído hablar, de un autor que desconocemos pero que, de algún modo, nos llama poderosamente la atención. No sabemos si se trata de la edición, de la portada, de ese título elegido para presentar la obra... No lo podríamos decir, sin embargo nos asalta la certidumbre de que ese libro nos va a gustar, que es un buen libro, que lo tenemos que comprar. Algo así como un flechazo, un enamoramiento súbito. A vece nos sucede sin tan siquiera abrirlo, sin leer ni una sola de sus líneas. Colocamos la mano derecha sobre la portada, ponemos los ojos en blanco, entramos en un pequeño trance y nos posee la certeza de su bondad.

Seguramente es algo que le ocurre a mucha gente. No lo recuerdo bien, pero creo que sucedió en Francia. No hace mucho, estalló un pequeño escándalo a propósito de un crítico literario que confesó realizar sus reseñas sin necesidad de leer los libros de los que se ocupaba. Sé que defendió entonces su método, pero ignoro con qué argumentos. Yo me pongo de su parte. Probablemente le pasaba lo mismo que  a nosotros, pero mucho más a menudo, parece ser que una vez a la semana. Un profesional.

Lo nuestro es más de aficionados. A nosotros nos sucede muy de tarde en tarde. Pero hemos llegado a libros maravillosos de este modo. Por ejemplo, fue así como descubrimos los diarios de Trapiello, que ocupan hoy una parte importante de nuestra biblioteca y que como los siga publicando no sé dónde los vamos a meter. 

Pues bien, el otro día nos volvió a pasar y, aunque aún no lo hemos leído, y nos resistimos entonces a comprarlo -no vamos a tardar-, sentimos de nuevo esa sensación, la convicción profunda de que estábamos frente a un gran libro. Además, una semana más tarde descubrimos que ya andaban buscándonos, ese libro y su autora, desde hace un tiempo. Se trata de una novela, Me llamo Lucy Barton, publicado por Duomo. De Elizabeth Strout. Pues bien, resulta que hace más o menos dos semanas vimos una referencia, en un artículo sobre la novedades televisivas de la temporada, a una pequeña serie de la HBO, ya emitida, que calificaban de pequeña joya desapercibida: Olive Kitterigde, una miniserie. Fue después cuando nos enteramos de que está basada en una novela anterior de Elizabeth Strout; y ya luego nos encontramos con varias reseñas sobre esa novela que nos llamó, como canto de sirena, desde la mesa de novedades. Una de ellas, un breve texto de Fernando Aramburu, y otra, un encuentro de Elvira Lindo con su autora... Inmejorables credenciales.

Así que terminó aquí y salgo corriendo a por esa novela.


 La autora
www.alchetron.com








martes, 20 de septiembre de 2016

Paréntesis IV (La camiseta)

En realidad sí que he ido a la Feria. Una noche, al concierto de Rozalén, ir y venir, y una tarde, a los puestos que como un zoco rodean el recinto ferial, a cambiar una camiseta que se había comprado P. esa mañana y que resultó estar rota y agujereada. También ir y venir.

P., al contrario que uno, se pasa el día en la Feria, con los amigos. Unos días desayunan allí, otros comen, o cenan o van a algún concierto -La Raíz, La Furia...- o las tres cosas la misma jornada... Una mañana  decidió comprarse una camiseta -negra, como el 90% de las que usa, para disgusto de A.-, con una estrella roja en el pecho. 

Cuando llegué a casa del instituto él ya se había ido otra vez, pero había dejado en casa la camiseta estropeada y rota y un relato confuso e inverosímil. Le había dejado las dos cosas a su abuela, la primera por ver si se la cosía y el segundo para que nos lo trasladase a nosotros. La camiseta presentaba un rasgón en el pecho y varios agujeros a la altura de la cadera. El relato también estaba lleno de defectos y costurones. Decía este, nos narró la abuela, que cuando quiso probársela, un par de horas después de comprarla, se le había rasgado de la manera más extraña. 

Me puse en contacto con él por el whatsapp. Transcribo aquí el diálogo:

12 de septiembre

El padre - P., cuándo vuelves?  17:48

Lo de la camiseta? Si la rompiste tú, pues nada, qué se va a hacer! Pero si no, quedo contigo y vamos a cambiarla. 17:49

(Tendría que haberle dicho que fuese él a devolverla, pero me imaginé, por el relato, que no iba a estar muy dispuesto...)

El hijo - Bueno 17:55

Tampoco pasa nada 17:55

A ver es que están hablando de cenar 17:55

El padre - Tú no la rompiste, verdad? 17:56

El hijo - Pero de todas formas sería pronto porque J. se va a las 10 17:56

Yo lo que sé es que se rompió cuando la puse ese es el problema 17:56

El padre - No se enganchó en nada? 17:57

Si volvéis a la Feria, evitad la zona de los mojitos. Yo creo que es una puerta a una cuarta dimensión, como las de "Stranger things".

El hijo - Aunque tuviese algún roto pequeño el momento en que se rompió del todo fue cuando me la puse 17:57

No lo sé es que fue una cosa rarísima 17:57

A los mojitos no vamos, papá!!!

El padre - Eso es que ya lo estaba. Dónde te veo? Voy contigo y la cambiamos. 17:57

El hijo - Pero ahora? 17:58

Es que estamos en casa de A. esperando que los demás nos llamen para quedar otra vez 17:58

El padre - Sí, cuanto antes mejo; la cambiamos y yo ya me vuelvo a casa. 17:58

O cuando vuelvas a la Feria vas tú solo o te acompaño yo. 18:00

(Le abro la posibilidad de que solucione él su problema..., pero no puedo evitar abrirle la otra puerta ).

El hijo - Lo que veas 18:00

Pero el caso es que se rompió en el momento en el que me la puse 18:00

El padre - Ya, pero eso no es normal. 18:01

El hijo - Pero bueno cuando vayamos para allá si quieres quedo contigo 18: 01

El padre - Vale. Si quieres quedamos en el pincho y te acompaño. 18:01
El hijo -Lo que veas 18:02

El padre - Me avisas. 18:03

El hijo -Y si dicen que no nos vamos y ya, o qué? 18:03

El padre - Si no vais otra vez a la Feria, pues no pasaría nada, que ya la tenéis muy vista. Nos acercamos tú y yo... 18:04

El hijo - No, digo si dicen que no la cambian 18:05

Porque no hay ticket ni nada 18:06

El padre - Pues nos tendremos que aguantar, pero no creo que sean tan sinvergüenzas. Y pon las comas como es debido. 18:07

El hijo - Okay 18:08

Quedamos, finalmente, a las 18:30, en la esquina de la calle Baños.

Por el camino volvió P. a expresar sus dudas. "Cómo no van a cambiarla", le repliqué, "no ves que esto está roto y agujereado por todas partes", y agité la camiseta como una bandera en una manifestación. "Si se niegan les decimos que son unos sinvergüenzas, llamamos a los guardias municipales, los denunciamos". "Ves, eso es lo que no quiero, que montes una escena", me replicó. Le dije que eso no sería en absoluto una escena, que todo lo haríamos con la más exquisita educación. "¿Sí?, ¿y cómo vas a llamarlos sinvergüenzas educadamente?", inquirió. Insistió en sus temores de que, en el caso de que se negasen a realizar el trueque, me pusiese yo como un energúmeno. Me molesté un poco. "Pero, hijo mío, ¿cuándo me has visto comportarme así?". "Bueno, alguna vez, cuando conduces...

Enredados en esta conversación ya estábamos en la Feria. Zanjé la charla. "¿Cuál es el puesto?", le pregunté.

Solucionamos el negocio en apenas tres minutos. Regentaba el puesto un marroquí tuerto y un joven ayudante, tal vez su hijo. Hablaban los dos como el Mordejai galdosiano. El muchacho, que era el que había hecho la venta, reconoció a P. y el dueño, al ver la camiseta, se espantó y comenzó a maldecir a la atolondrada juventud, que no hace nada a derechas. Que ese género de ningún modo se podía vender a nadie. Para que no le diese de palos a su joven ayudante en cuanto nos diésemos la vuelta, señalé a P., y denuncié que también tenía él cierta responsabilidad, por no haber comprobado si la camiseta estaba en condiciones... Me dio la razón, y volvió a quejarse de la pasmada juventud. Mientras tanto comprobaba la nueva camiseta, dándoles unos estirones tan enérgicos que bien que temí desgraciase todas sus costuras. Pero no, que aguantó la camiseta los tirones violentos. "Son mu buenas...", nos explicó, "italianas..." Acabamos el negocio dándonos las manos como embajadores de naciones amigas, con la mayores cortesías, con grandes cabezazos al aire, casi abrazándonos... Nos despedimos deseándonos la mayor prosperidad en nuestros asuntos. 

Antes de separame de P., que a él lo estaban esperando los amigos frente a la noria y yo me volvía para casa, aproveché para presumir de lo educados que somos y que eso que había hecho bien podría haberlo realizado él... Y le dije que no es uno un energúmeno, aunque sí un poco tonto, por haber resuelto lo que bien podría haber solucionado él mismo... Y ya me fui para casa con la satisfacción de haber hecho lo que no tenía que haber hecho.

Y así fue como concluyó esta nuestra segunda visita a la Feria.


PD: Del concierto de Rozalén no decimos nada porque ya está todo dicho, y mucho mejor dicho, por ahí. Fue magnífico.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Paréntesis III (Libelo sobre la Feria de Albacete)

7 de septiembre de 2016

Mientras anda uno en sus ensoñaciones estivales, la vida sigue y en esta ciudad ha comenzado la Feria. Diez días en los que las buenas gentes de este pueblo son las personas más felices del mundo. O eso dicen. 

A mí esto me parece muy bien. Estoy a favor de que la gente sea feliz. De la Feria no. La Feria no me gusta nada. Por varias razones.

La primera porque parece obligatorio que te tenga que gustar. Aquí se considera una herejía que no sea así.
Que la Feria no te guste no se puede decir. Hace años, cuando era uno más joven e ingenuo -más aún que ahora-, se nos ocurrió declarar un par de veces nuestro desacuerdo.

Se produjeron dos clases de reacciones. La primera achacaba ese rechazo mío a que no soy de aquí. Pobre, pensaban. Reducían la causa de mi disgusto a un asunto racial, relacionado con la genética, con el ADN de uno, que tenía que estar, por haber nacido en lejanas y extrañas tierras, algo abollado y por ello se mostraba ciego a las maravillas de la Feria. Solo eso podía explicar que no me gustase. 

La segunda, que podríamos llamar reacción siciliana, consisitía en apartarme a un lado y aconsejarme, con un murmullo ronco, que no era conveniente ir diciendo esas cosas por ahí, que las buenas gentes podrían molestarse y que para qué incomodarlas, ¿verdad?...

Y es que sucede que las buenas gentes de este pueblo creen muy seriamente, tan solemnemente que hasta serían capaces de jurarlo sobre la Biblia, que la Feria de Albacete es la mejor Feria del Mundo. Así, con mayúsculas.

Por ejemplo, este año el alcalde ha ido llevando la contabilidad de las personas que han pasado por el recinto ferial. Los primeros cinco días, nos anunció en los medios, ya lo había hecho un millón de personas; dos días después, millón y medio. Cómo los cuenta este alcalde, eso yo no lo sé. Seguramente tendrá subido a algún funcionario municipal -tal vez al mismísimo secretario del ayuntamiento- a la noria - probablemente también la más alta y grande del mundo- y  los irá contando desde tan encumbrado lugar. El caso es que la Feria de Albacete vendría a ser la Rocco Siffredi de las ferias de este mundo. Y eso, al parecer, es un galardón y un enorme motivo de orgullo. Un orgullo de un millón y medio de personas. Lo dicho, la mejor y la más grande...

Esta acumulación de gente es otro de los motivos de que nos guste tan poco la Feria. Nosotros preferimos los sitios más tranquilos y oreados. ¿El resto de las razones? Pues la Feria no nos gusta  por los codazos y los pisotones, por los ruidos y las músicas estridentes, por la suciedad de las calles, por los coches subidos a las aceras, por la comida escasa, cara y mala, por los jóvenes borrachos, por las atracciones absurdas, por los horarios descabalados, por los toros en la radio... Y por los que van vestidos de flamencos  en mitad de La Mancha, por los políticos que la visitan con regularidad para adular al pueblo, por las gambas en platos de plástico, las cervezas en vasos de plástico, el jamón en platos de plástico... Por un hombre que se disfraza de Mickey Mouse con luces en los ojos y que les alarga globos de diferentes formas y colores a los niños... Y sobre todo por el rincón de los mojitos, un lugar que yo creo que es una puerta a una cuarta dimensión. A todas horas hay allí gentes ensimismadas, enajenadas, saltando y gritando con un mojito fluorescente en la mano. Emana de ese rincón una luz rara y prodigiosa. Un halo sobrenatural. Físcamente es imposible traspasar ese lugar, y de quien lo ha intentado no se ha vuelto a saber. 

Por todas estas cosas y alguna más que se me estará olvidando, a mí la Feria no me gusta y no me da la gana ir. Ea.



17 de septiembre de 2016

Por fin ha terminado. Porque no hay Feria que cien años dure.

sábado, 17 de septiembre de 2016

Otro paréntesis (17 de septiembre)

Hoy es un día muy feliz. Porque cumple mi padre noventa años. La persona más buena que he tenido jamás a mi lado estaba leyendo el periódico cuando lo llamé para felicitarlo. Hablamos a voces porque ya está bastante sordo. También le duelen los huesos, sobre todo los de la cadera, y a veces se siente muy cansado, y aburrido y de mal humor. De los amigos, ya no le queda ninguno, se le han ido muriendo poco a poco. Pero tiene la cabeza en su sitio y una memoria prodigiosa. Sale cada mañana a comprar ese periódico que luego lee detenidamente sobre la mesa del salón. También compra el pan. Después de la lectura -empieza cada día por las esquelas, tal vez con cierto temor a encontrase un día la suya-, sale a dar un pequeño paseo, que termina en el bar de la esquina, donde se toma una cerveza sin alcohol. Y ya vuelve a casa, a comer. Después se sienta en el sillón y duerme un rato con la televisión encendida. Se pasa la tarde allí, hasta la hora de cenar. Esas son, me imagino, sus horas más aburridas.

Cuando colgamos el teléfono me puse un poco triste porque no vamos a poder comer con él, con mi madre, mi hermano, mis sobrinos -que además lo van a hacer en El Cenador, un sitio exquisito- pero reflexioné en la suerte de haber podido conservar a mi padre tanto tiempo. Cuando era niño, a veces pensaba qué sería de mí si me quedaba huérfano. Hacía cálculos. Pensaba que si mi padre se moría a los setenta, o los ochenta, ya tendría yo edad suficiente para llevar con madurez esa pérdida. Sin embargo, ahora sé que las cosas no son de ese modo. Que para ese trago nadie está preparado nunca, y que me hará mucho daño, y que lloraré como un niño...

Pero cumple hoy mi padre noventa años y me siento muy feliz.


viernes, 16 de septiembre de 2016

Un paréntesis (Septiembre)

Primeros días de septiembre

Le gustaría a uno pasarse el día soñando con el verano que acaba de pasar, pero no es posible. Ya hemos vuelto al trabajo, y hay que salir de casa para ir al supermercado y no moririse de hambre y sed. Estas dos obligaciones están, como cualquiera se puede imaginar, llenas de trampas y peligros.

Uno de estos es el de encontrarse a la Vecina, capaz, como una furia antigua, de enloquecerte y terminar con tu vida tan solo con su cháchara absurda. Me tropecé con ella el otro día, al bajar la basura. Iba yo con la cabeza a pájaros en el ascensor, cuando llegó este a su destino y se abrieron las puertas. Allí estaba Ella. Me abandonaron todos los pensamientos ociosos que me acompañaban, que salieron en estampida, huyendo. Casi se me para el corazón.

La verdad es que un encuentro de esta naturaleza  no es para contarlo. Habría que haber estado allí para dar crédito, para sufrirlo, para disfrutarlo, para rasgarse las vestiduras, desear tirarse bajo las ruedas del camión de la basura, abrazarla, matarla allí mismo. Si en lugar de ser la vida real y cotidiana se tratase de un espectáculo teatral, una performance, yo lo propondría para toda clase de premios: los Max, los Tonys, los Princesa de Asturias, qué sé yo... Te saca de tus casillas, te indigna, te hace partirte de risa, te conmueve en los más hondo... No sabes si llorar o reír, mientras te obligas a no dejar traslucir ninguna de esas emociones, como si no estuviese sucediendo nada y todo fuese un banal y azaroso encuentro en el portal. Te hace preguntarte por las grandes cuestiones que afectan al género humano. ¿Cómo es posible?, te preguntas... Lo suyo, decía, sería vivirlo a nuestro lado y, si eso no es posible, escucharlo. La próxima vez yo creo que, si se da la ocasión, la grabo.

Digo esto porque ahora que me dispongo a contarlo, no sé cómo hacerlo. Me siento incapaz. No creo que sea posible. Solo diré que tras saludarme y preguntarme por las vacaciones, sin dejar que le contestase ni una sola palabra, se lanzó a un monólogo que comenzó a envolverme como la Hidra de Lerna, y que fue pasando de un asunto a otro hasta llegar a contarme que no puede uno fiarse de lo que dicen los telediarios, porque no cuentan estos más que falsedades, y que ella eso lo sabe porque es muy observadora. Desde que nació, me explicó. Desde nada más nacer posee ella ese don de la observación aguda. "Sin darme cuenta", me dijo, "es algo que me sucede, yo observo las cosas y me doy cuenta de todo, aunque no quiera... Me fijo", me explicó alzando los hombros con aire de fatalidad. Y que los telediarios, prosiguió,  por si yo no me había percatado, ya que probablemente no poseería esa gracia suya, nos engañaban, que lo supiese.

No recuerdo cómo me libré, solo que ante los distintos contenedores no di pie con bola, y eché lo orgánico en el de papel, y los plásticos en el de lo orgánico, y el papel..., el papel yo creo que me lo comí. Cuando por fin volví a casa, iba tan pálido y fuera de mí que A. y P. se asustaron muchísimo. Balbuceé algunas palabras, conseguí decirles del encuentro terrible. Entonces lo entendieron, me llevaron a la cama y me arroparon asegurándome que al día siguiente se me habría pasado. "Podríais bajar la basura alguno de vosotros durante una temporada", les propuese, ya recuperada el habla.

-Anda, no seas exagerado- me contestó A. y dándome un beso se fue al salón con P., a seguir viendo la tele.

Naturalmente, ahora bajo la basura por las escaleras, a oscuras y al acecho.


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miércoles, 14 de septiembre de 2016

El sueño... La Azohía III

Primeros días de julio. La Azohía, Cartagena

Al día siguiente dimos un paseo por el pueblo, hasta el pequeño puerto que cierra la bahía hacia el este. Estaban retirando unas viejas anclas oxidadas frente a la almadraba. Ya hacía un par de horas que habían vuelto de pescar y no les quedaba mucho por vender. Salen cada día tres o cuatro barcos, los que quedan, muy temprano, un par de millas mar adentro y se detienen allí, un par de horas, con las redes echadas, a ver qué cae. Luego vuelven al puerto y en una pequeña rula venden lo capturado. Lo compran los vecinos y los dueños de los dos o tres restaurantes que hay en el pueblo. Otro par de horas. De manera que hacia las once o doce de la mañana ya tienen poco que hacer y se entretienen con esas cosas, los aparejos, las viejas anclas oxidadas que llevan de un sitio a otro...

Por la noche nos llevó F. a un restaurante debajo de la vieja torre. Comimos pescado en una terraza frente a la bahía. Otra vez las luces sobre el mar, y los suspiros de este al desmayarse en la orilla. Las conversaciones sonaban de un modo parecido, bajas, suaves, arrulladoras... 

Al día siguiente, después de desayunar, nos volvimos para casa. Regresamos melancólicos, pero muy contentos también, enormemente agradecidos por esos días que F. nos había regalado. Y por el descubrimiento de un lugar tan hermoso y apartado, casi fuera del mundo. F. y La Azohía son argumentos para continuar creyendo en la bondad del mundo, en la inteligencia de las personas y los lugares.




www.fotozielinski.com

lunes, 12 de septiembre de 2016

El sueño... La Azohía II

Primeros días de julio. La Azohía, Cartagena


El día siguiente de nuestra llegada las cosas volvieron a su ser y amaneció un día espléndido, soleado y claro. Como acostumbra a amanecer en esta parte del mundo. 

Como F. tenía que acercarse a Cartagena, a unos recados, nos fuimos a desayunar por ahí, con las mochilas al hombro, para pasar después la mañana en la playa. Caminamos por el pueblo. Las casas junto a la orilla y las demás, que están detrás de estas y trepan el cerro oxidado, nos parecieron todas de una fealdad incontestable pero muy tierna. Están levantadas sin más pretensión que tener un techo frente al mar. Nada más. Muestra cada una una fisonomía diferente: encaladas unas, alicatadas otras, con balcones o sin ellos, con ventanas de VPO o de madera... Sin embargo, todas responden a la misma ausencia de gusto, lo cual concede al conjunto una gran armonía. Además, no se puede encontrar en ellas la más mínima pretensión, la más mínima fantasía, cosa que, en asuntos arquitectónicos, es de agradecer. La mayoría son pequeñas y del mismo color pardo seco que el cerro al que están subidas. La imagen de este caserío es la de un pueblo del Mediterráneo de hace setenta u ochenta años. Y solo por eso, nos parece, con toda su fealdad, bien bonito.

Desayunamos en un bar moderno frente a la playa. Éramos los únicos clientes. Apenas pasaban coches. De vez en cuando algunas personas. Por los altavoces sonaban canciones pegadizas. Se te enganchaban en el cerebro como el chicle a los zapatos.  "Yo trato, traoooo, pero no te olvidooo, / yo lucho, luchoooo, luchoooo, pero no lo consigooooo, / pongo todo de mi parte y no es sufisiente, / es como seguir nadando contra la corrienteeeee.../ Yo tratooo...

En la playa el agua era, otra vez, límpida y transparina, y nos dimos dos o tres baños. Mientras me secaba entre chapuzón y chapuzón, seguía con Stevenson.

 ¿Gana más un esforzado y codicioso constructor con una monstruosidad que con una casilla de campo de igual sencillez?

El dialecto escocés es singularmente rico en términos de reproche hacia el viento invernal.

Desde antiguo, la Universidad de Edimburgo ha sido escenario de heroicas peleas de bolas de nieve; uno de los tumultos alcanzó los honores épicos de requerir la intervención del ejército.

No he dejado que el hecho se inmiscuyera en la verdad de la imaginación...

Esta última nos gustó mucho.

Apenas había nadie, ni en la arena ni en el agua, y los pocos que estaban eran casi  todos alemanes. Además de la media docena de nativos, son los que abundan aquí. ¿Cómo se habrán enterado? Nosotros no habíamos oído hablar nunca de este lugar. Los alemanes son familias discretas con muchos niños alegres. Los nativos, gentes del campo de Cartagena, con uno o dos niños, también alegres. Unos y otros, sin miedo a morir despeñados por esa carretera inverosímil con curvas a diez por hora.

Luego llegó F. con unas pizzas y A. y ella cortaron una sandía, de dimensiones medievales, en pequeños trozos. Acabamos de comer esa sandía a la hora de la merienda y yo me retiré a leer un rato, dejando a las dos amigas solas, para que continuaran con su charla. Pero ninguna cita más puedo traer aquí de ese día, porque me quedé dormido, con el libro abierto sobre la cara.



 www.panoramio.com


jueves, 8 de septiembre de 2016

El sueño de dos meses de verano

 1 de septiembre de 2016

Hoy volvimos al trabajo. Es una frase deprimente. Es un momento duro.

No se me escapa la naturaleza del tiempo en que vivimos, y que son muchos, demasiados, los que estarían felices de poder escribir esa frase. Lo sé. Pero me puede el egoísmo y una acusada inclinación a la fantasía de vivir del aire. Tenemos, como más o menos todo el mundo, vocación de rentistas. Nuestra  utopía más querida es poder quedarnos en casa leyendo medio año, y el otro medio viajando por ahí. O un trimestre para cada cosa. Y que cada vez que necesitásemos comer o beber, o un abrigo o unos zapatos, o leer un libro porque el último ya lo hubiésemos terminado, acudir a nuestro albacea a que nos entregase la cantidad necesaria para ello, ni más ni menos. Una renta básica. 

Para que el golpe no sea traumático, me dio por soñar, no lo imposible, sino lo vivido este verano, y así, mientras me paseaba entre los pupitres, comencé a repasar lo que hemos hecho este verano, sin atender si los alumnos se copiaban o no, a ver si así podíamos aprobar a alguno...


Dos meses antes...

El primer día de julio P. se fue a Edimburgo y nosotros a La Azohía, invitados por F., una buena y vieja amiga de A.

Nunca hasta entonces, cuando la inivitación, habíamos oído nombrar ese lugar.

Es un pueblo de pescadores entre Cartagena y Mazarrón. Ahora ya hay pocos pescadores, pero tampoco hay muchos turistas. Creemos que el lugar apenas ha crecido porque para llegar a él hay que pasar una carretera estrecha y solitaria y cruzar un puerto con curvas que las señales de tráfico te recomiendan trazar a diez quilómetros por hora. El paisaje es pardo y seco. Los pueblos que se cruzan parecen vacíos. Almendros e higueras. En el de Canteras nos perdimos y acabamos en una camino sin salida, frente al cementerio. Cuando nos detuvimos, salían del camposanto un hombre y un muchacho. Les preguntamos. El hombre se puso muy contento de poder ayudarnos, probablemente porque no tendrá muchas oportunidades ni entretenimientos.

-Habéis venido a parar a donde nadie quiere venir- nos soltó este chascarrillo filosófico y antes de subirse a su furgoneta nos pidió que lo siguiésemos, que él nos pondría rumbo a nuestro destino.

El pueblo está en una esquina de una pequeña bahía, debajo de una torre, y la línea de la playa la ocupan casas de una o dos alturas del mismo color pardo que los cerros que hay tras ellas. Quedan media docena de pescadores, pero los turistas que han venido a sustituir esa actividad tampoco pasarán de esa cifra. Nos gustó mucho.

Una de esas casas la tenía alquilada F., en lo alto de una calle y con una terraza, enorme y llena de plantas, desde la que se veía toda la bahía, la vieja torre y, en la esquina, el antiguo pueblo de pescadores. Las calles estaban vacías y en el mar tres o cuatro barcas de recreo... En una de las habitaciones de la casa, tres adolescentes se abrazaban a un ordenador.

El día que llegamos estaba muy nublado, gris, plomizo. No parecía descabellado pensar que podría ponerse a llover en cualquier momento. Un día muy raro allí, nos dijo F., pues lo corriente es que salgan todos despejados, luminosos, abiertos... Al parecer, en algunas agencias de viajes que conocen este lugar prometen a sus clientes devolverles el dinero los días que no salga el sol o llueva.

No lo dije, pero yo estoy convencido que era cosa nuestra, porque cada vez que aparecemos por la Región de Murcia, desaparece su proverbial buen tiempo. A Murcia nosotros vamos siempre con paraguas, porque casi siempre nos llueve. Incluso en una ocasión vimos caer, sobre la hermosa capital, los copos de nieve. Tal vez, fantaseamos mientras pensábamos en esto, poseamos virtudes chamánicas y llevemos con nosotros  las nubes oscuras y la benéfica lluvia. En Asturias, también los amigos nos han acusado alguna vez de ello. A lo mejor, cuando haya sequía, podrían sacarnos en procesión...

Después de un paseo comimos en la terraza con los adolescentes y luego nos fuimos a leer un rato. A Stevenson, un libro precioso sobre Edimburgo, que es por donde andaba P., por sentirnos un poco a su lado. También se ocupaba del asunto del tiempo:

Edimburgo paga dolorosamente por su elevado enclave con uno de los climas más abominables que existen bajo el firmamento...

Al atardecer nos dimos un baño en un agua transparente y limpísima. Muy cerca, nos contó F., está el cabo Tiñoso, muy apreciado por los buceadores.

Durante la cena, también en la terraza de la casa de F., vimos cómo comenzaban a encenderse las luces del pueblo, y las de la vieja torre, y las de Mazarrón, algo más lejos y a la derecha... Fue un momento precioso. Se reflejaban en el agua como guirnaldas de colores en un día de fiesta.


EG