lunes, 24 de octubre de 2016

El sueño... Valverde VIII y final

Y ya nos tuvimos que ir. Dejamos el hotel con gran pesar. Se llama Los Montejos  y conocemos pocos sitios tan hermosos. Este lo es tanto que fantaseamos con tener un lugar como ese para vivir y retirarnos del mundo. La Flecha, la finca salmantina donde se retiraba Fray Luis, tenía que ser parecida: una casa de piedra, un amplio huerto, unos árboles frutales, altos fresnos, la canción de un río que pasa besando el lugar. 

Fue también triste despedirse porque las personas que lo regentan son encantadoras (tíos de N.) y nos hicieron pasar esos días como si estuviésemos en nuestra propia casa, y nos servían cada mañana unos desayunos maravillosos que nos dejaban con un humor excelente para el resto del día.

Pero ya nos tuvimos que ir.

En la carretera, al pasar al lado de Coria, recordé lo que cuenta Trapiello en sus diarios de Sánchez Mazas. Sánchez Mazas llegó a Coria a regañadientes porque le había caído encima una herencia: un viejo palacio, varias viejas casas y algunas tierras. Pero al parecer no le gustaba nada todo aquello y echaba pestes del lugar. Hasta que un día, su mujer, una italiana finísma, lo subió a una colina y le hizo ver el paisaje con atención: los árboles y el río, el puente de hierro, las huertas virgilianas, el humo que salía de las casas y los campesinos trabajando, los pájaros en el cielo y los arrieros en los caminos. Todo, desde allí, como  una miniatura. Le dijo su mujer:

-¿No lo ves? Es como en un cuadro de Brueghel...

Y así fue como lo ganó para la causa. Desde ese momento, Sánchez Mazas, el escritor finísimo, el poeta, vio esas tierras con otros ojos, y llegó a amar ese pueblo y ese paisaje como los suyos propios, que eran Bilbao y las Provincias Vascongadas. Y hasta escribió una de las novelas más hermosas de toda nuestra literatura, Rosa Kruger, donde además de contar un bellísma historia, retrata ese paisaje que su mujer le hizo ver aquella tarde, quiero imaginarme yo que era el otoño...

Seguimos el camino: cigüeñas sobre los paneles informativos de la autovía, oscuros encinares, campos amarillentos y yermos. El perfil azulado de Gredos, tembloroso por la calima, y el medieval de Oropesa... Luego, poco que contar: la monotonía de los campor secos, de los pueblos feos aplastados por un cielo apabullante... Y después de eso, Toledo, Orgaz, Mora, Alcázar, Tomelloso, deshaciendo la madeja del viaje de ida, una semana antes...

miércoles, 19 de octubre de 2016

El sueño... Valverde VII (Granadilla)

Después de un par de días leyendo a Stevenson -En defensa de los ociosos- al borde de la piscina, una mañana decidimos cruzar la sierra hacia el norte. Queríamos visitar Granadilla, un pueblo abandonado en mitad del pantano de Gabriel y Galán.

En 1955 sacaron a sus habitantes de sus casas por la construcción de este embalse que iba a inundar esas viviendas, las huertas, las cuadras, los caminos... El embalse, efectivamente, lo construyeron, pero las aguas no llegaron nunca a cubrir el pueblo, que quedó aislado, como una isla, en mitad del pantano. Y las casas vacías, las huertas sin cultivar, las cuadras arruinadas, llenos de zarzas los caminos...

Salimos a media mañana, sin prisas. Pretendíamos comer por el camino. Pueblos feos y vacíos. Paramos en uno de ellos, y entramos en el bar de la piscina. En la piscina, a pesar de la fecha, no había un alma, y en el bar tres parroquianos y una encargada que nos vio entrar con desconfianza. Nos atendió sin entusiasmo. Nos alargó, desganada, una carta mugrienta. Decidimos comer en otro lugar. Nos despedimos. 

El segundo intento fue a la altura de la presa. Un enorme letrero anunciaba un restaurante a la derecha de la carretera. Nos desviamos. Dimos unas cuantas vueltas por las calles de la colonia que levantaron en su día para los trabajadores, entre las casas vacías, abandonadas, llenas de desconchones. No encontramos el anunciado restaurante. Tampoco a nadie a quien preguntar. Volvimos a la carretera. Decidimos comer en el primer sitio con el que nos tropezásemos. Aunque fuese un bar-piscina como aquel y atendidos por una camarera como aquella.

Entramos en Zarza de Granadilla y aparcamos frente al primer bar que descubrimos. Resultó ser un restaurante espléndido donde comimos unos platos exquisitos e inesperados a precio de menú del día. Guardé una servilleta del sitio, para no olvidar su nombre, pero no sé cuándo la perdí. 

A Granadilla se llega con dificultad. Por un camino sin asfaltar, lleno de piedras y baches. Algunos eran tan profundos que temimos quedarnos embarrancados en uno de ellos. Luego, cuando apenas quedaban unos metros, la carretera se estrechó pero a cambio apareció impecablemente alquitranada. 

El pueblo es imponente. Con una muralla y una torre, y un portón de hierro, en el que cuelga un papel con los horarios de visita. Los horarios de apertura y cierre: en verano, de 10:00 a 14:00 y de 16:00 a 20:00; en invierno, de 16:00 a 18:00. Una pequeña parte está rehabilitada. Hay media docena de casas arregladas, pintadas, con las ventanas llenas de flores y un letrero en la puerta donde ruegan a los turistas que no pasen al interior ni molesten. En todas las puertas el mismo aviso que, de tan repetido e insistente, nos pareció antipático. Al parecer, las utilizan para campamentos de verano, para talleres, para cursos de esto y aquello... 

Rodeamos el pueblo subidos a la muralla. A nuestra derecha, extramuros, las aguas del pantano y un bosque de eucaliptos que descendían hasta la orilla del agua; a la izquierda, intramuros, olivos e higueras, y las casas abandonadas, cercas de piedra, limoneros, calles cubiertas por hierbas agostadas, un par de caballos, dos o tres vacas... En el viejo ayuntamiento, en una plaza también comida por las plantas, un reloj de sol. 

Nos bajamos de la muralla y remoloneamos un rato entre  las calles. Nos cruzamos con media docena de curiosos como nosotros. Todo estaba en silencio. Abrumaba pensar, en medio de semejante escenario, en las gentes que echaron de aquí en el 55.

Luego nos acercamos hasta Hervás. Es un pueblo bonito y curioso. Subimos hasta la iglesia, encumbrada en lo más alto del lugar, y bajamos por la judería. Se respiraba allí cierto aire bohemio. Al rato nos encontramos una tienda que vendía libros. Pero no era propiamente una librería. El género principal del negocio eran los vinos, las cervezas artesanas y los aceites de los lagares de la zona. Sin embargo, en el escaparate, al lado de algunas botellas, ofrecía cuatro volúmenes, todos ellos flamantes novedades editoriales: un ensayo de Cees Nooteboom sobre El Bosco, otro sobre Dadá y uno más sobre el arte de caminar, además de la última novela de Nick Horbny. 

Callejeando pasamos al lado de un museo de pintura y otro de vehículos antiguos. El de pintura era municipal, y el otro fruto de la iniciativa privada, que se quejaba, en grandes carteles colgados de una especie de tanque, del nulo apoyo del municipio a tan benéfica iniciativa.

Nos sentamos en una terraza a ver a la gente pasar. Nos pareció igual que la de todas partes. Volvimos al coche y regresamos al mismo tiempo que empezaba a  recogerse el día.














martes, 18 de octubre de 2016

El sueño... Valverde VI (Portugal)

Nadie sabe dónde queda la aldea de Pitões. El que la escondió, la escondió bien, apartada de los caminos, en una grieta de la sierra del Espinheiro, lejos de todo y de todos. Allí nunca ha estado un cura, ni un médico, ni un alguacil, ni un cartero, ni cualquier hombre que respete a Dios o al diablo.

Miguel Torga, Piedras labradas

No era a esa sierra de la que habla Torga hacia donde nos dirigimos aquella mañana, ni buscábamos esa aldea perdida, demasiado al norte, pero sí que salimos muy contentos de hacer un viaje al extranjero. Si por nosotros fuera, que Cataluña se haga independiente, y también  el País Vasco. ¿Por qué no? Así tendríamos el extranjero más cerca, y podríamos viajar a él más rápida y cómodamente. Al mismo tiempo, no nos importaría que Portugal y España se fusionaran en una única nación. Nos enriqueceríamos una barbaridad: el fado, Eça, Lisboa, el bacalao, Pessoa, Oporto, los altramuces, Torga, Coimbra... Como se ve, albergamos ideas contradictorias y muy frívolas, pero no nos importa. El caso es que todas esas cosas, Coimbra, Torga, los altramuces..., las disfrutamos igualmente. Y lo mismo nos sucede con la butifarra, el Barça de Guardiola, Pla, el chacolí, San Sebastián, Bilbao o Barcelona, sin importarnos nada más. 

El caso es que nos gustó mucho pasar al otro lado de la Raya. Valverde está a dos pasos del extranjero, y el extranjero es Portugal, pero si no fuese por la cartelería y las señales de tráfico, ni te darías cuenta de que has cambiado de país. La tierra tiene el mismo color oxidado, los árboles son los mismos, de un verde modesto y suave: olivos, fresnos, plátanos, madroños, chopos... Se ven algunas alquerías arruinadas, y pueblos subidos en lo más alto de unas peñas oscuras. Apenas circulan coches, y las carreteras son estrechas y bien asfaltadas.

Subimos a uno de esos pueblos colgados de las rocas. Monsanto. Dejamos el coche aparcado bajo un celindo. Las calles, muy pinas, se veían vacías. Subimos hasta el castillo. Había allí, en todo lo alto, unas piedras de un tamaño desmesurado. Don Quijote habría entablado desigual batalla con ellas. Como un día echen a rodar, aplastarán a todo el pueblo.

Todo era paisaje alrededor.

Algunas casas estaban excavadas en las rocas, de granito gris casi negro. Unas cuantas estaban abandonadas y en venta. Otras, arruinadas, vacías, como una caries en la roca. A la puerta de una de estas, una anciana dulcísima vendía unas muñecas de lana que ella misma estaba componiendo. Le compramos una. Si tras esto se hubiese disuelto delante de nuestros ojos, o se hubiese marchado, volando por el aire limpio, no nos habría parecido raro. 







Estaba todo cerrado, salvo un pequeño bar, la oficina de correos y la de Turismo. En esta última charlamos un rato con la muchacha que la atendía. Se puso muy contenta cuando nos vio entrar. Nos atendió con mucho esmero, seguramente porque debe aburrirse muchísmo, todo el día detrás de un mostrador sin que entre nadie. Nos empujó a que visitásemos, en una sala anexa, una exposición de artistas plásticos portugueses. La andan girando por todo el país. Nos parecieron como los artistas plásticos de todas partes. Entiende uno que no se quieran llamar pintores, porque lo que allí vimos era algo que no tenía nada que ver con la pintura. Se los agradecimos mucho a la muchacha, pero salimos de allí corriendo. 



Pasamos por calles preciosas, llenas de hortensias y mimosas, vimos tres o cuatro fuentes labradas en la piedra. En una de ellas, una leyenda: More fluentis aquae labuntur tempora vitae. La tradujimos como quien cuenta con los dedos: La vida transcurre igual que por costumbre fluye el agua..., dijo uno; Pasa la vida del mismo modo que acostumbra a pasar el agua, otro;  Como fluye el agua, así pasa la vida,  aventuró un tercero...



Comimos en Penha-García, en un comedor inmenso, como para celebrar tres o cuatro bodas al mismo tiempo. Solo estaban ocupadas, además de la nuestra, otras dos mesas. Aceitunas, altramuces y un bacalao exquisito. Por cuatro perras. 

Luego, por unas carreteras vacías, llegamos a Idanha-a-Velha. Parecía un pueblo abandonado. Solo vimos al muchacho que atiende un pequeño museo arqueológico y la entrada a una antigua almazara. Es un pueblo muy pequeño, pero con una muralla imponente, y al lado de la iglesia, bastante grande, como el escenario de una película, un enorme solar excavado lleno de restos de columnas romanas, estelas funerarias, mármoles patricios... En mitad del pueblo, una finca abandonada, que fue, al parecer, una granja que daba trabajo a todo el pueblo. La casa de los dueños, una verdadera mansión, en el centro de los almacenes y los silos y las cuadras. Ahora se están cayendo todos poco a poco y a pedazos. Paseamos un rato. Ni un alma, ni siquiera un perro famélico, que es, como se sabe, el símbolo de la desolación y la tristeza. Nada. Nadie. Ni golondrinass en el cielo azul impecable de aquella tarde de julio.












Regresamos pensando en Unamuno, en lo mucho que le gustaban estos sitios, esta frontera, las piedras berroqueñas, los pensamientos sólidos como el granito, estas soledades ibéricas... Nos adormecimos con la frente pegada al cristal... 




miércoles, 12 de octubre de 2016

El sueño... Valverde V (San Martín)

El lunes nos acercamos hasta San Martín de Trevejo. De todos estos pueblos perdidos, hermosos y medio estropeados, es el que nos pareció mejor conservado, y el más bello. 

Como en los demás, nos encontramos casas viejas, grandes portones y ventanas diminutas. Persianas verdes, vigas a la vista, piedra granito y adobe. Es uno de los pueblo donde tienen todos los letreros en castellano y fala: la Calli du Portu, la del Corcho, la de la Iglexa... En esta última, muy estrecha, estaban rehabilitando una vivienda de la que sacaban, con una pequeña grúa, enormes vigas podridas.

Muchas de las calles de San Martín tienen un canalillo en medio, o a un lado, por el que baja un curso de agua dorada, limpísima y cantarina. Con un poco de imaginación, podía uno encontrarles a esas calles un aire (lejano) veneciano. Estos canales son tan modestos que se pueden cruzar de un pequeño salto. Para los niños deben de suponer una bendición, un entretenimiento delicioso: saltarlos, pisarlos, botar barcos de papel, o ramas... Pero no se veían niños en San Martín. Casi todo el mundo era, como las casas, muy viejo, y, como las casas, muy bien conservado.

También vimos muchas golondrinas, sobre todo en la plaza mayor. Se comportaban como los críos en el patio del colegio, cuando el recreo. Jugaban con el agua del canal que cruza la plaza, salpicándose unas a otras.

Nos dio por pensar que en un pueblo como este la gente debería ser muy feliz. Luego nos imaginamos que seguramente será tan feliz o infeliz como en cualquier otra parte, pero al menos aquí tienen el bálsamo de esa agua que corre constante por los canales diminutos, y la música de esa corriente, tan alegre como las golondrinas, que bajan cantando, las unas y la otra, desde lo alto.

En esa plaza mayor, que es pequeña pero magnífica, con sus dos o tres palacios, su fuente de piedra, su torre del reloj y sus soportales, se nos acercó una mujer que observó con qué admiración contemplábamos el canalillo empredrado que la cruza. Era una mujer mayor y muy sociable. Nos avisó:

-Dicen que esto del agua es una tradición. Una mierda de tradición, digo yo- se quejó con amargura-. Ya me he caído dos veces al cruzarla...

Luego nos acercamos hasta una ermita a las afueras del pueblo. Rodeada de olivos, muy cerca de un convento que han convertido en un hotel de lujo. No había por allí ni un alma. Nos sentamos un ratillo, en silencio. Volvimos a pensar que la gente debería ser feliz en un lugar como este. Al rato, nos marchamos.



lunes, 10 de octubre de 2016

El sueño... Valverde IV (San Cristóbal)

El domingo, 10 de julio, se celebra San Cristóbal. Patrón de los viajeros. Si no recuerdo mal, la leyenda cuenta que era un cananita que se hacía notar por su altura extraordinaria. Cinco codos, esto es, unos dos metros y medio de altura. Al parecer, un día se le presentó un niño, que le pidió le ayudase a cruzar un río. El espigado cananita así lo hizo, pero le costó mucho, pues las aguas bajaban bravas y el chiquillo pesaba como el plomo. Como el peso del mundo o más, le pareció a Cristóbal que pesaba aquella criatura. Cuando al fin alcanzaron la otra orilla, el gigante se quejó. Fue entonces cuando el chiquillo le reveló que las apariencias engañan, que lo que había llevado sobre sus hombros no era exactamente un niño, sino el mismísmo Cristo Rey, creador de los cielos y las tierras, dicho lo cual se esfumó.

Pues bien, a San Cristóbal, en Valverde lo celebran cada año los vecinos llevando sus vehículos hasta la misma puerta de la iglesia, y, al finalizar la misa, yéndose todos en procesión hasta la gasolinera, donde el cura los bendice a todos: coches, camiones, furgonetas, motos, tractores, cosechadoras..., algunos engalanados para la ocasión y todos muy limpios y relucientes. 

Como cuando me lo contaron mostré cierta cierta curiosidad, me invitaron N y JA a acompañarlos. Acepté y pasaron a recogerme al hotel. 

Estuvimos un buen rato junto a la iglesia. La cola de coches cada minuto se hacía más larga. Al fin, salió el cura y subieron una pequeña imagen del santo al remolque de un tractor. Lentamente, la caravana se puso en marcha, tras él. Al salir a la calle principal, la gente ocupaba las aceras como si lo que estuviese pasando fuese la Vuelta Ciclista a España. Aunque no conocía a nadie, acomodado en el asiento de atrás del coche de N y JA, comencé a saludar como tengo observado que hacen los reyes y los altos dignatarios cuando se ven en una situación semejante. 

Al llegar a la gasolinera, los coches entraban como si fuesen a repostar pero sin detenerse, y el cura, de pie tras los surtidores, los bendecía con un hisopo que iba recebando en un caldero de fregar, caldero al que alimentaban a su vez con una botella de plástico de Aquarius. Yo quería sacar alguna foto, pero sucedió todo de un modo tan fugaz que no me fue posible.

Por la tarde, para celebrar de nuevo al santo viajero, nos fuimos a Ciudad Rodrigo. Fuimos por el puerto de Navasfrías. En el alto, nos detuvimos en un mirador, a contemplar el paisaje: Portugal a un lado, al otro España, y allá a su frente, ya que no Estambul, sí unas colinas azules muy hermosas. Apenas estuvimos unos pocos minutos fuera del coche, porque soplaba un viento como si estuviésemos, como el pirata de Espronceda, en la alta mar, y hasta temimos nos fuese a llevar, volando como hojas, hacia uno de esos lugares: Portugal, España, aquellas colinas azules...

Hermosa y levítica nos pareció Ciudad Rodrigo, y muy heráldica, llena de grandes palacios, de conventos, iglesias y viejas casas... Piedras doradas del color del pan candeal, amasadas y horneadas en las tahonas del sol de Castilla. Negocios antiguos: joyerías, farmacias, tabernas, droguerías... Curas, golondrinas y cigüeñas. Murallas y paisajes. En la plaza de Cristóbal Castillejo, tres residencias de ancianos. En la de Herrasti, un museo del orinal, en el mismo edificio donde se anunciaba una exposición sobre Cervantes. Pasamos de largo. Seguramente la habrá, pero no encontramos ni una sola librería. La cena la hicimos, mientras anochecía, en una terraza a la sombra de la iglesia de Cerralbo.















Volvimos por el puerto de Perales. Cruzado este, al llegar al alto de San Simón, como cada noche, las luces de tres pueblos (San Martín, Lejas y Valverde) nos avisaron de que ya estábamos muy cerca de nuestro destino.

viernes, 7 de octubre de 2016

Grafica Veneta

A propósito del libro de Elizabeth Strout del que hablé el otro día. Lo compré, lo leí, me pareció precioso. 

Además, en la última hoja, antes de la lista de otros títulos publicados, donde aparece la información de dónde, cómo y cuándo se editó, nos encontramos esto:

Este libro esta impreso con el sol. La energía que ha hecho posible su impresión procede exclusivamente de paneles solares. Grafica Veneta es la primera imprenta en el mundo que no utiliza carbón.

Y ya me quedé un rato fantaseando, el libro entre las manos, recordando la ciudad de Venecia, y pensando que no tendríamos que tardar en volver, y que buscaremos dónde está esa imprenta, en qué calle, a orillas de qué canal...








 

miércoles, 5 de octubre de 2016

El sueño... Valverde III

Hicimos muchos viajes desde Valverde. Viajes cortos, por los alrededores, por el corazón de la sierra.

Visitamos, por ejemplo, varias piscinas naturales. Nos bañamos en la de Torre de don Miguel, en la de Acebo, en la de Gata. Salvo uno o dos, todos los pueblos de esta sierra, por pequeños que sean, tienen una de estas piscinas. Remansan el río, que se queda un ratillo más o menos quieto, lo suficiente para crear la sensación de una piscina, y ya luego se va, siguiendo su curso. Quedan así, a la sombra de grandes árboles, unas enormes albercas, de agua fría y limpia, donde pasan las tardes las familias, los jóvenes, los turistas... Para llegar hasta ellas hay que salirse de la carretera, adentrase por caminos de tierra, entre campos donde todavía se pueden ver las heridas de los incendios del verano pasado. Están todas muy bien cuidadas: césped recortado en las orillas, plataformas de madera, escalerillas para entrar o salir del agua... La de la Torre, escondida en un estrecho barranco, parecía la de un club elegante; la de Gata, bajo dos puentes, uno viejo y otro nuevo, nos pareció el verdadero locus amoenus de los clásicos. Si hubiese asomado la cabeza, mientras nos bañábamos, una ninfa de aquellas que salían del agua a parlamentar con los finos pastores garcilasianos, nos habría resultado la cosa más natural del mundo; la de Acebo, como una piscina municipal, algo así como un gran merendero, con un restaurante argentino al lado...


Después de estos baños, nos acercábamos a los pueblos, a curiosear. Íbamos de un sitio a otro por carreteras bien asfaltadas, solitarias, rodeados de un paisaje dorado y cuajado de árboles: acebos, encinas, pinos, olivos... Por donde fue el fuego del verano anterior. Cuando vinimos en diciembre, de paso, todavía se veía mucha tierra negra, árboles calcinados, alguna cuadra arrasada. Ahora ya no. Le ha nacido a esa tierra una pelusilla de un verde muy claro, un verde tímido y tierno. Y en muchos lugares, los más afectados, han plantado ya unos pinos de aspecto infantil...


Conocimos así Robledilla de Gata, junto a Las Hurdes: calles estrechas, casas altas, de piedra y adobe, apoyadas unas sobre otras, como para no caerse, casi todas un poco abolladas. Muchos carteles de Se Vende...; Acebo: calles dedicadas a obispos y militares, casas con escudos y geranios, casas con las ventanas cegadas. Un pequeño circo en una plaza también pequeña: el Circo de los Hermanos Costa. Varios carteles de Se Vende; Gata: casas viejas, viejos sentados a las puertas de esas casas, o en mitad de las calles, sinuosas y serpentinas, y muchos anuncios de Se Vende en las fachadas, amarillentos y desgastados, grandes portones, una iglesia oscura, una plaza mayor y un escudo... En Trevejo las casas eran todas de piedra berroqueña y gris, y el caserío se apiñaba a la sombra de los muros de un castillo arruinado, desde donde se contemplaban unos paisajes abiertos a todos los vientos ibéricos, paisajes espléndidos... ("A quinientos metros de altura no es difícil sentirse superior, no respecto a los demás, sino de uno mismo", acabábamos de leer ese día a Trapiello)... Bares oscuros y camareros parlanchines. Deben sentirse muy solos. El de Acebo ha vuelto al pueblo, que es el de sus padres, después de muchos años en el País Vasco. Nos comentó que lo del fuego, al contrario de lo que podría pensarse, había sido algo bueno. La tierra necesita purificarse de algún modo, volver a nacer, nos dijo... Le vimos cara de pirómano. El de Trevejo nos preguntó de dónde veníamos. Él, nos explicó, también era de lejos. De Mérida... Y nos confesó que lo mejor de este país extranjero donde ahora vivía eran, sin duda, las fiestas y verbenas. Excepcionales, nos dijo.




Luego, cuando comenzaba a anochecer, cenábamos en el primer pueblo por el que pasásemos: en Cadalso, a la orilla de un río y frente a unos olmos enormes; o en Villamiel, en un restaurante precioso, unas cosas riquísimas que nos sirvió, con grandes cortesías, una mujer finísima, un tanto redicha. Cenamos esa noche en un patio, viendo cómo atardecía en las colinas que teníamos enfrente. El espectáculo, aunque silencioso, nos pareció operístico, por la variead y suntuosidad de los colores...







Debieron de ser muy hermosos estos pueblos. Algunos aún lo son.




Volvíamos cada día ya de noche, con la luna jugando al escondite con nosotros, apareciendo y desapareciendo en las vueltas del camino, juguetona como un cachorro. Muy blanca al  principio, pero más colorada después, seguramente por el sofoco. Al alcanzar el alto de San Simón, la luna ya totalmente dorada, veíamos a nuestros pies las luces de Valverde, bordando el perfil del pueblo.






lunes, 3 de octubre de 2016

Fe de erratas

Soy un desastre para las fechas. Casi ni sé en qué día vivo. Por esa razón, tengo que mirar el calendario varias veces cada mañana. Tenemos uno en la cocina y otro en el estudio. Y otro más en el trabajo, sobre la mesa, delante de mí. También llevo una agenda, pero no es raro que se me olvide consultarla. Las del móvil, la tableta o el ordenador, esas no sé utilizarlas. Tampoco tenemos facebook.

No solemos recordar los días señalados, los cumpleaños o los santos de la gente que queremos, las efemérides. Por mucho que nos esforcemos, lo normal es que se nos olviden, o que los recordemos una semana después, o una semana antes, lo cual no sirve de nada porque en el ínterin se me vuelve a pasar.

Tampoco tenemos mucha conciencia del año en que vivimos. Soy incapaz de recordar en qué año acabé el bachillerato, cuándo me quitaron la vesícula, en qué temporada quedó el Sporting subcampeón... En fin, en asuntos cronológicos soy un verdadero desastre.

Viene todo esto a cuenta de un error que cometí el otro día. Publiqué aquí que mi padre cumplía noventa años. Me acordé de la fecha de su cumpleaños un día antes, cuando iba en bicicleta hacia el trabajo. Pedalear despacio me relaja tanto que se me acompasan los pensamientos y tengo, en esos breves viajes, algunos raptos de lucidez. Imagino ejercicios para hacer en clase, entradas para este blog, brillantes soluciones para problemas domésticos o internacionales; y a veces recuerdo asuntos que tenía arrumbados en algún polvoriento rincón de la memoria... Pues bien, fue en uno de esos momentos cuando me pregunté a mí mismo por la fecha del día: ¿16 de septiembre? ¿No es ese el cumpleaños de papá?

Esa misma tarde, cuando hablé con él por teléfono, lo sondeé sutilmente:  

-Oye, ¿no es hoy el cumpleaños de alguien?
-No, mañana- me respondió.

Teniendo en cuenta mis antecedentes, me sentí muy orgulloso de que ese pensamiento me hubiese asaltado un día antes y no, por ejemplo, el 24 del mes...

Tal vez fue eso lo que me nubló el entendimiento, esa soberbia, y di en pensar que eran noventa los que cumplía. Si había nacido en el 27, pues, números redondos, debía cumplir 90, pues uno ya anda con la mente puesta en el curso del 17... Hasta anduve un poco melancólico, porque pensaba que si me hubiese acordado antes, habríamos podido organizar un viaje relámpago para estar a su lado, en fecha tan señalada. Podríamos haber viajado el viernes, celebrarlo el sábado y volver el domingo... Escribí todo esto en una entrada, la publiqué...

Al poco tiempo recibí un comentario, de mi hermano. 89, decía, lacónico, el mensaje.

¿Cómo que 89?, pensé. Si papá nació en el 27 y estamos en el... Ahí caí en la cuenta.