domingo, 21 de febrero de 2016

Una muerte prematura

Hace unos días, mis padres mataron a nuestro barbero de toda la vida. Lo suicidaron.

Me lo contaron por teléfono, cuando acostumbramos a hablar al mediodía. Me lo dijo mi padre, ante las protestas de mi madre, a la que no le gusta que me dé esta clase de noticias. Me contó que se había tirado por una de las ventanas de la residencia en la que vivía, la que está en el centro del pueblo, al lado de la plaza de abastos. Al parecer, hacía dos meses que había perdido a su mujer, y no pudo sufrir esa desgracia. Había visto mi padre la esquela en el periódico, y luego los detalles se los habían referido en el bar.

La noticia me dejó apesarado. Pobre F., pensé. Fue nuestro barbero durante casi treinta años. Acudíamos con frecuencia a su barbería porque a mis padres nunca les gustó que llevásemos el pelo largo, aunque entonces se estilase, y durante bastantes años nos tuvieron, en cuestiones capilares, como niños de posguerra. Recuerdo a F. como un hombre de gran afabilidad, que gastaba unas maneras cortesanas muy graciosas y nos trataba a los clientes como si fuésemos aristócratas, infantes o delfines. Lo recuerdo, también, como un hombre presumido que tenía en alta estima todo lo que hacía. Cuando se jubiló escribió un libro. Unas memorias de su vida de peluquero. Lo he estado buscando esta tarde y no sé dónde lo he podido poner. Eran muy divertidas esas memorias, de una egolatría tan exagerada que producían gran ternura y mucha risa.

Contaba en ellas lo buen peluquero que había sido (seguramente el mejor del pueblo y del concejo entero), lo bien que cantaba y lo hermosa y bien timbrada que era su voz (de tenor, lo que le llevó a formar parte de varios orfeones, coros y ochotes), de lo escogida que había sido siempre su clientela: alcaldes, concejales, mandatarios, empresarios, deportistas, médicos, dentistas, cirujanos... Las mejores cabezas de mi pueblo se las habían dejado en sus manos, confiadas a ellas y a sus tijeras. En el libro saca mucho a Bahamontes, que cuando tenía una carrera cerca, se alojaba en casa de los Tuñón y no dejaba de visitar la barbería de F. para que le arreglase aquel pelo hirsuto y ondulado que se le ve en las fotos. Salen muchos apellidos de estruendo y con preposición en ese libro. A nosotros no nos nombra, pero yo recuerdo que, a veces, cuando estábamos esperando nuestro turno, entraba algún viejo caballero que había conocido a nuestro abuelo y entonces F. nos señalaba y le decía: "Mira, esti chavalín es nieto de José Guisasola". Aquello a mí me hacía bastante gracia, porque para alcanzar ese apellido tiene uno que saltarse media docena de garcías y algún fernández.

Tenía por costumbre F., cuando terminaba de cortarnos el pelo, y en el momento de las despedidas cortesanas, la fineza de darnos un duro. Nos lo dejaba en la palma de la mano con tanta ceremonia como si estuviese entregándonos un doblón de oro o un correo para el Zar de la Rusia. Nos lo colocaba en la mano y procedía a cerrárnosla mientras dibujaba una sonrisa cómplice y nos guiñaba un ojo. Ahora que lo pienso, si alguien hubiese asistido a aquella ceremonia en los años ochenta, podría haber maliciado que andaba en el trapicheo y que nos estaba pasando una papelina.

Como en tantos otros, en aquellos años la droga hizo estragos en mi pueblo, y por el ventanal de la barbería se veían pasar muchos yonquis. La barbería estaba haciendo esquina entre las calles Ave María (hoy Alas Clarín) y La Vega. A esta última se la conocía entonces en toda Asturias como la Calle del Vicio, por la cantidad de bares, pubs, chigres y garitos que había en ella. La barbería ocupaba el bajo de una vieja casa de un solo piso. En ese piso encima de la barbería vivían dos hermanas que se habían demenciado y que solían salir a la ventana a increpar a la gente que pasaba. Por esa esquina pasaba todo el mundo, no solo los yonquis, porque es una esquina céntrica, muy cerca del ayuntamiento y de la calle principal. El ventanal era amplio y resultaba muy entretenido. Hubo un tiempo en que anduve dándole vueltas a la idea de escribir una novela que se desarrollase en esa barbería, una novela en la que se contasen las historias de la gente que pasaba delante de ese ventanal. De los que pasaban y también de los que entraban en la barbería: los yonquis, los alcaldes, Bahamontes... Naturalmente, saldrían también las hermanas trastornadas.

Cuando teníamos cita a primera hora, justo cuando F. abría el negocio, el duro nos lo daba antes y nos mandaba a comprar los periódicos a una papelería cercana, mientras él abría y disponía las cosas. Compraba los periódicos regionales y los deportivos. Algunos años más tarde, también el Interviú.

La barbería, aparte del ventanal, era bonita. Los espejos, las estanterías llenas de lociones, un armario donde guardaba las brochas, las navajas, las tijeras..., los asientos de color blanco... A mí lo que más me gustaba era un plancha cuadrada que tenía colgada de la pared, cuajada de pequeños ganchos en los que iba colgando unas  piezas circulares, del tamaño del duro que nos daba F., con las que le cogía la vez a los clientes que pasaban a pedirla. Nunca llegué a averiguar qué método seguía, pues cuadno eso sucedía,  movía varias de esas piezas, muy rápidamente, y sin aparente orden. A mí siempre me pareció, aquello, un galimatías.

Un par de años antes de jubilarse las hermanas locas murieron y tiraron la casa. El constructor le cedió a F. un pequeño local en una calle cercana. Hoy, en aquella esquina se levanta un feo bloque de pisos y en el bajo, donde estuvo la barbería de F., una floristería muy barroca.

Al día siguiete de esa tristísisma noticia, me avisó A. de que habían colgado una foto de F. en el facebook. Como uno no forma parte de ese club universal, le pedí que me la enseñase. No era F. Era, eso sí, un barbero como F., delante de una barbería que tampoco era la barbería que hemos descrito, aunque se parecía. Sin embargo, los comentarios lamantaban la muerte de F., y hacían referencia a la de su mjuer. Me pareció raro. Recelé algo. El enigma se resolvió en el vigésimo comentario que le hacían a la foto.. Era del hijo de F. Anunciaba este que su padre continuaba vivo y coleando, y aclaraba que quien había muerto era un primo suyo, con el que compartía nombre, primer apellido y profesión...  Me alegré mucho. A lo mejor, pensé eufoirizado, hasta está escribiendo otro libro. Llamé inmediatamente a mi padre. No fuera a encontrarse con F. por la calle y se llevase un susto. 


 No es esta la barbería de Falo, pero se le parece muchísimo
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viernes, 12 de febrero de 2016

Artesanos

Estas navidades, el invierno que nadie sabía dónde estaba apareció de repente en Úbeda. Hubo lluvia, y días despacibles, nieblas y frío. No será un invierno del que se guarde memoria, pero al menos se le podrá lllamar por su nombre. Por esa razón, nos dimos al paseo, para disfrutar lo que se nos había negado en Asturias. Íbamos a por el pan a primera hora, envueltos en una niebla espesa, y marchábamos por las calles desaparecidas y mudas del mejor de los humores. Acompañamos a JA, una mañana lluviosa, a hacer unos trámites a la Seguridad Social, y aunque nos marearon de un lugar a otro, y se nos metió el agua en los zapatos, y el viento hizo enloquecer nuestros paraguas, poniéndoles las varillas patas arriba y amenazando con arrebatárnoslos de las manos para llevárselos al manicomio de los paraguas, no nos importó. Contra nuestra costumbre, nos postulábamos a ir a cualquier mandado, solo por el gusto de andar por las calles y sentir la llovizna y el frío, y perdernos en la niebla misteriosa. 

Visitamos así toda clase de tiendas y comercios, y hasta los talleres de dos artesanos del pueblo. Uno  de esparto y uno de cerámica.

Al de esparto fuimos dos veces. El muchacho que lo lleva resultó encantador y además gran amigo del tío de A., con lo que nos trató con todas las cortesías imaginables. Se notaba que le gustaba hablar. A lo mejor porque, imaginamos nosotros, estos oficios deben de ser en general muy silenciosos y solitarios. Nos enseñó el taller, que era espartano -y no es un chiste-, limpio, amplio. Tenía en el medio una gran mesa, que es donde labora, y alrededor, en estanterías y colgados de las paredes y de las vigas, multitud de ejemplos de su trabajo. Algunas de esas piezas, nos contó, tenían ya más de cien años. Capazos, serones, barjas, aguaderas, esportones, espuertas y esportillos, esteras y esterillas, cinchos y seros... Nombres preciosos, como si fuesen los de estrofas medievales. Nos explicó cómo se trabajaba la pleita, para hacer cuerdas y sogas. Que en ocasiones, el esparto hay que humedercerlo, y que tienen que hacerlo fuera del pueblo, en alguna alberca en mitad del campo, porque el olor que emana al meterlo en el agua resulta insoportable ... A mí lo que más me gustó fueron unas figuras de Don Quijore y Sancho, muy grandes, que sacaron hace ya varios años en una cabalgata, y que ahora vigilan el taller desde una esquina... Habíamos ido hasta allí para comprar una cabeza de burro. Nos enseñó tres tamaños. Daban ganas de llevarse la tres, tan bonitas eran. Compramos una, la de mediano tamaño. Al día siguiente volvimos, a por otra cabeza de burro, esta  vez la más grande. De nuevo nos enredamos, como se trenza la guita, en una grata conversación. Estuvimos allí un buen rato. Al cabo, entramos en el terreno de las confidencias. Nos contó el artesano su vida a grandes rasgos... Nos dejó pensativos y admirados. Uno se lo había imaginado allí, en aquel taller, toda su vida. Pero no. Apenas hace uno pocos años que ha vuelto a Úbeda. Se ha pasado la vida por ahí.  Primero se alistó en el ejército, y cuando se cansó de la vida de cuartel, se marchó a Sudáfrica, donde trabajó varios años escoltando las caravanas de diamantes y piedras preciosas. Más tarde decidió voler a España, pero al País Vasco, en los peores años del terrorismo. Entonces trabajó como guardaespaldas de políticos amenazados. Nos contó algunas cosas de aquellos días. Es un hombre muy afable, más bien menudo, que habla con gran suavidad. Nosotros lo escuchábamos intentando no abrir mucho la boca, para que no se nos notase la sorpresa. En los valles vascos tuvo a sus dos hijos. Y luego ya volvió al pueblo, como hijo pródigo, a retomar el taller de su padre y sus abuelos, que ahora lleva con un hermano. Nos acordamos de esa frase de Galdós que le pone como pórtico Trapiello a los tomos de su diario: "Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela". Desde luego que sí...

Un par de días después, pasamos por el taller de cerámica de T., uno que hay al lado del ayuntamiento. Nos encontramos solos al padre y al hijo, sentados en un rincón, en lo que parecía amena conversación... No había nadie más. En realidad, es taller y tienda, con un mostrador y piezas por todas partes. Ocupa el patio de una vieja casa, con sus pequeñas columnas y una fuente. Es un lugar precioso, como una pequeña medina. Ya era de noche, y la luz ambarina de las bombillas les sacaba a las cerámicas unos brillos muy poéticos, al mismo tiempo lujosos y humildes. También pegamos la hebra allí, porque somos como los trabajadores manuales, un poco silenciosos, un poco solitarios, y cuando se nos presenta la ocasión de hablar con la gente no la dejamos escapar. El padre, que luce unas melenas largas y blanquísimas, como una patriarca flamenco, resultó amabilísimo.  Las cosas que hacen allí son bellísimas: fuentes, vasijas, candelabros y candiles, cántaros, lebrillos, damajuanas, tinas y tinajas, parideras... Igual de bonitos estos nombres que los del esparto, habrían servido también para ponerlos a las estrofas medievales: coplas, lebrillos, tercetos y tercerillas, serventesios, damajuanas... Algunas de las piezas de este taller las han sacado en películas y series de época y a mí me parece una lástima que no las sigamos usando: poder decir cualquier día, a la hora del almuerzo,"acércame el lebrillo", o, al concluirlo, "receba la damajuana"... El hijo, un muchacho encantador y muy activo, está también tarabajando piezas modernas. Tradición y vanguardia... La charla fue gratísima. Hablamos también de SY, al que conocen de lejos. Luego, cuando al fin salimos, no se veía un alma por la calle. Nos sugestionamos un poco, y al pasar al lado de los palacios, nos hicimos la ilusión de que estarían escanciando dentro el vino de las damajuanas, y en las casas más humildes, acercándose el lebrillo unos a otros, para lavarse las manos...




martes, 9 de febrero de 2016

Pequeña guía (caprichosa y sentimental) de Oviedo

En lugar de venir a contar aquí nuestro viaje a Oviedo de estas navidades, hemos preferido elaborar esta breve guía de los lugares por los que hemos andado. Algunos son, para nosotros, verdaderos clásicos, sitios que visitamos una y otra vez, los de siempre; otros, en cambio, son una absoluta y curiosa novedad. Y al final, uno que no recomendamos visitar bajo ningún concepto, por las razones que se verán. Aquí los dejamos.

Le Chigre. Bar-restaurante agradabilísimo. El nombre es una inspirada fusión franco-asturiana. La comida, sencilla, original y deliciosa. Cuando hace buen tiempo ponen una pequeña terraza en la calle, frente a El Campillín. Se encuentra al lado de la librería de viejo de V. Cuando jóvenes la visitábamos mucho, por comprar libros baratos. El hijo del dueño, alevín por aquellos tiempos, era un niño repipi que coleccionaba primeras ediciones de los poetas del novecientos. Como las navidades, en Asturias, han resultado tropicales, la terraza de Le Chigre era un lugar más que razonable para estar en el mundo.

Brighton. Pequeño restaurante. Lo estrecho del local se compensa sobradamente con las sonrisas de los dos muchachos que lo regentan, amplísimas, anchas y abiertas. Uno de ellos es cubano y acaba de doctorarse como biólogo. La comida igualmente alegre, sencilla y razonable. Suelen tener puesta una música inefable que convoca viejos recuerdos y anima las conversaciones: Raffaella Carrá, Mari Trini, Camilo Sexto... Cosas así.

Café Paraíso. En la calle del mismo nombre, que es solitaria, estrecha y amurallada. Lo regenta un muchacho encantador que prepara los cafés con el esmero de una artesano ebanista. Hay sofás y sillones, y unas largas estanterías con libros y revistas. Grandes aficionados a la bici y al ciclismo, en esta ocasión celebraban a Louison Bobet con un dibujo suyo en una pizarra. La clientela es joven y moderna. Charlan en voz baja de sus cosas, cosas, me imagino, de jóvenes y de modernos. Si se va temprano, cuando acaban de abrir, se puede dormir la siesta tranquilamente en uno de esos sofás.

Santianes. Pueblo a pocos kilómetros de la capital. Allí está la casa de A. y de N. Tiene un jardín con una vieja panera. Debajo de ella hemos comido, merendado o cenado decenas de veces. A. y N. son dos amigos generosos y benéficos al lado de los cuales tenemos la certeza de que no puede sucedernos nada malo. Antes de que la arreglasen para vivir en ella, fue el lugar donde pasamos varias gloriosas fiestas de nochevieja y otras celebraciones igualmente gozosas y felices.

Amieves. Muy cerca de Santianes, en dirección a Tudela de Veguín que, como todo el mundo sabe, es patria chica del gran Tino Casal. En Amieves hay un bar que debería esatr inmortalizado, para la posteridad, en una novela, un poema, una película... Comimos con A. y N., que son los que nos llevaron hasta allí. El comedor deberían guardarlo tal cual, sin tocar nada, para un futuro museo que muestre cómo era un chigre. Para el museo que tendrán que abrir cuando ya todo el mundo se tenga que marchar de Asturias y lo conviertan todo en un gran parque temático.... Al camarero lo habían sacado de alguna obra de teatro del absurdo. Le tuvimos que recitar la comanda cuatro o cinco veces. A pesar de haberlo apuntado cada vez en un libretilla, al cabo regresaba para asegurarse de qué y cuántos platos le habíamos encargado. Nosotros se lo volvíamos a recitar del mejor humor. Fue como asistir a un entremés de Ionesco o Arrabal. Aunque es esa una escuela literaria que a nosotros ni fu ni fa, en Amieves nos gustó mucho todo: la escenografía, el guión, la interpretación... Hasta la comida estaba buena. Y aunque no lo hubiese estado, al lado de A. y N., qué más nos habría dado...

El salón de la casa de C. y de H. C. y H. son otros buenos amigos, igualmente generosos y benéficos. Hasta hace muy poco vivían en una casa con una terraza que daba al Aramo y a las pistas deportivas del CAU. Eran unas vistas muy bonitas. Ahora se han mudado. Ya no tienen terraza, pero las vistas desde el ventanal de su salón son igualmente magníficas. El Parque de Invierno a sus pies, La Manjoya enfrente, y a la mano diestra, el cordal calizo del Aramo... Ahora andan metidos en una editorial, Malasangre. Nos enseñaron los libros que tenían en capilla, entre ellos una edición de la Constitución española surrealista y graciosísima. Nos regalaron un ejemplar del que le han sacado a F. De casa de C. y de H. - ya queda dicho lo generosos y benéficos que son- siempre nos marchamos con algo: las vistas desde su salón, un libro, una conversación, unas risas... Son regalos impagables.

Teatro Campoamor. Para nosotros, nada que ver con las pomposidades de la entrega de los premios principescos o de las sesiones de ópera. Teatro, cine, conciertos de música popular... Un concierto memorable de Les Luthiers, una proyección de El hombre tranquilo que no olvidaremos jamás, algunos conciertos de jazz... Para nosotros el Campoamor fue, en la juventud, como el patio del recreo de la infancia.

La Lata de Cinz. Chigre cultural. Nos acostumbran a llevar C. y H. Dan de comer y los jueves -creo- ponen tapas veganas. El lugar es sombrío y, sin embargo, está uno allí muy agusto. La clientela es joven, moderna, alternativa. Organizan conciertos, performances, presentaciones. Allí tiene su sede  Malasangre.

La Junta General del Principado. Es un edificio pomposo delante del que habremos pasado cientos de veces, pero al que nunca habíamos entrado. Nos lo enseñó mi prima A., a la que han fichado, como asesora legal, los de Podemos. Mi prima A. es una mujer encantadora, dulce, de hablar fluido, que se explica como un libro abierto. Mi prima A. es una mujer inteligente, tenaz, trabajadora. Probablemente, si hiciésemos el ranquin, la más lista de la familia. Nos enseñó el edificio la única tarde lluviosa que tuvimos. El pequeño hemiciclo, de maderas oscuras, separado del lugar reservado para los vistantes por una gruesa manpara de crsital, la sala de prensa, los despachos del grupo parlamentario que la ha contratado. En el ascensor nos presentó a una de las diputadas para la que trabaja, una mujer igualmente encantadora. Nos acompañó esta un rato. Entramos en la antigua sala de juntas, pero como la tarde estaba sombría y  muy fosca, y no encontramos los interruptores de la luz, apenas distinguimos nada. Luego nos fuimos a merendar.

Las pastelerías. En Oviedo hay pastelerías de mucho postín. Rialto es la más conocida. Suele estar llena de viajeros y estables. Los viajeros son de todas clases, heterogéneos; los estables, en cambio, son casi todas mujeres muy mayores, algo apolilladas, que arrastran unos abrigos de piel enormes y lucen peinados graníticos. Hace muchso años, ya merendaban en esta pastelería mi abuela y mi madre, las tardes que se acercaban a la capital. El salón donde sirven las meriendas conserva un enternecedor aire cursi. Si no se encuentra una mesa libre, al menos es obligatorio probar las moscovitas, unas monedas de chocolate que cobran, eso sí, como si fuesen de oro.

Después de la vista a la Junta, nos llevó mi prima a otra pastelería memorable, Balbona, donde tratan a todo el mundo de un modo igualitario y justo: como si todos fuésemos reyes, príncipes o grandes de España. Lo hacen con cortesías exquistas, pero con una gran naturalidad. Como está al lado mismo de la Junta, en su día hubo quien malició que, abierta primero en Gijón, había acercado sus delicias hasta la capital para atender a un presidente goloso. Los pasteles, dulces y peteretes que ofrecen no desmerecen el trato. Pasamos allí, escuchando a mi prima, casi un par de horas. Gratísimas, a la altura también de las cortesanías de los empleados y la repostería.

Las librerías. Hay muchas, de viejo y de nuevo. De viejo, la que más nos gusta es una que hay en un pasaje entre la calle Jovellanos y Las Salesas. A la de Valdés ya no entramos nunca, porque estamos en Le Chigre. Por eso no sabemos qué habrá sido de aquel niño repelente. Tendremos que entrar un día, por chafardearlo. De nuevo, ahora preferimos Cervantes, tan luminosa, pero durante mucho tiempo nos pasábamos las horas muertas en Ojanguren, más pequeña, con ese aire de pequeño gabinete de estudios que le dan las balaustradas de madera, el diminuto altillo donde guardan la poesía. Andan por casa decenas de libros con su logotipo en la página de cortesía.

La Corredoria. Es el barrio donde vive mi hermano. Nosotros lo conocimos cuando era un pueblo de casas bajas al borde de una carretera, con patios traseros y huertas, prados y corrales. Una vez jugamos un partido de fútbol allí, en uno de esos prados, ancho, verde y hermoso. Hoy es un barrio nuevo de grandes bloques de edificios, con escuelas, instituto de enseñanza media, estación de ferrocarril, piscina, dispensario, supermercados y un gran centro comercial. A veces vamos una mañana, a dar una vuelta con los sobrinos, que son muy alegres, activos y curiosos, y se van parando en cada esquina, como perrillos, porque se les ha ocurrido una idea nueva. Tienen muchas. La mayoría peligrosas. Entre los nuevos bloques de pisos aún resisten algunas viejas casas, con sus huertos y corrales, con su pequeño prado detrás. Se ven allí árboles frutales y gallinas y patos y conejos y perros. Sobre todo muchos perros. Los sobrinos se suben sobre los muretes y hablan con todos ellos: con los frutales, con las gallinas, con los patos, con los conejos, con los perros; sobre todo con los perros, en su mismo idioma. Son mañanas muy alegres.

Y para finalizar, ese lugar al que no deben entrar jamás: el aparcamiento subterráneo debajo de la Plaza de la Escandalera. El día antes de marcharnos rompimos allí la luna trasera del coche. Al parecer, nos contaron más tarde en el taller, sacan cada día dos o tres coches de allí con esa luna hecha añicos. Las plazas son muy estrechas y de la mayoría cuelga en la pared una tubo metálico, una conducción de aire, que no se puede ver desde el retrovisor del coche y que al entrar en contacto con su cristal trasero lo quiebra sin remisión. Menos mal que habíamos quedado a comer con A. y N. y todo se pudo solucionar con la mayor celeridad. El arreglo de una rotura así no tiene ninguna complicación. Lo que nos dijeron que era difícil era encontrar el cristal adecuado. Hay que demandarlo a Madrid o a Barcelona, y no suelen tener muchos recambios. Si allí ya no les queda ninguno, hay que pedirlo a la fábrica de Bélgica, y tardan cinco o seis días en mandarlo. El operario del taller nos contó todo esto para que no nos hiciésemos ilusiones, pues el día anterior ya habían tenido que pedir un cristal igual, para otro infeliz que había pretendido aparcar en ese estacionamiento. Pero estaba N. conmigo y cuando el operario llamó para saber si les quedaba alguna luna como la que necesitábamos, le dijeron que sí, que les quedaba una. Al día siguiente, nos dijo el operario, lo tendríamos solucionado sin falta. Mientras volvíamos a comer donde nos estaba esperando la familia, yo le decía a N. que si no hubiese estado él allí, seguro que no habrían tenido la luna aquella y tendríamos que habernos quedado cinco o seis días más... Y N. se reía con esa risa buena, ancha y abierta que lo dice todo de él.


lunes, 1 de febrero de 2016

Elogios

Elogio de la niebla

A falta de invierno, de frío y de lluvia (de la nieve ni hablamos; la nieve solo puede ser, hoy, el fruto de una fantasía desmesurada, el sueño de un iluso), a falta de invierno, decimos, al menos tenemos la niebla.

Nos acompañó todo el viaje de navidades, desde la puerta de casa hasta la salida de El Negrón ( que para nosotros viene a ser también como otra puerta, la de entrada a nuestra resdiencia en el reino de Asturias, que es el reino de la infancia, y de la adolescencia, y de la primera juventud, y etc., etc.-podría estar hablando de esto todo el rato-). Como ocurre con la nieve, la niebla puede hacer realmente incómodo un traslado. Sin embargo, en esta ocasión el viaje fue plácido y sereno y esa niebla, lo suficientemente alta para dejarnos una visibilidad razonable. Por ello, hizo más agradable la travesía. En realidad, consiguió que nos olvidásemos de las veces que hemos hecho el mismo trayecto, modificando el paisaje de tal modo que pudimos hacernos la ilusión de que estábamos realizando otro viaje disitinto, de que atravesábamos otros pueblos, otras ciudades, todas bien hermosas. La niebla lo poetiza todo. Tiene ese don. Como la nieve o la noche. Y como estas, posa una mano de silencio sobre el mundo que lo transforma, sin duda alguna, en algo mucho mejor. Las llanuras manchegas, los cerros y los oteros conquenses, los barrios inmensos de la periferia de Madrid, la sierra, los pueblos de Tierra de Campos, todo nos pareció, medio velado por ese celaje, mucho más hermoso. A poco que uno tenga una pizca de imaginación, la niebla te permite hacerte grandes ilusiones.

Elogio de las carreteras secundarias

Por causas que no vienen al caso, el viaje de vuelta también fue diferente al habitual. Al llegar a Benavente, en lugar de proseguir rumbo a Madrid, tomamos la vieja Vía de la Plata, que aunque muy antigua, es ahora una autovía flamante con el asfalto recién extendido. Nos pusimos en Zamora casi sin sentir; y en Salamanca, media hora después. Y al rato, entrábamos en Ciudad Rodrigo, donde abandonamos la autovía y fue entonces cuando el viaje se puso estupendo y bellísimo. No levantaremos aquí ningún falso testimonio contra estas autopistas, pues sería mostrarse muy desagradecidos con unos caminos que nos llevan tan lejos en tan poco tiempo. Pero lo interesante son las carreteras secundarias. Las autovías vuelven abstracto el paisaje. Lo borran. Sabes que estás pasando por un lugar -pongamos por caso Corrales, provincia de Zamora- porque lo dicen los carteles anclados en los arcenes, pero ese pueblo no se ve por ningún lado. En cambio, una carretera secundaria perfila las ciudades y pueblos que cruzas, las alquerías, los campos, los árboles, los ríos... A nosotros nos gustaría mucho disponer del tiempo suficiente para hacer todos los viajes por carreteras como estas, e ir parándonos en cada rincón que nos llamase la atención, y detenernos en cada uno de esos pueblos, y en cada uno de los puentes que salvan esos ríos, a contemplar cómo pasa el agua bajo sus arcos. Teníamos como destino Valverde del Fresno, en la raya con Portugal. Tomamos, por esa razón, el puerto de Perales. Nada más comenzar a subirlo, se presentó como una diva, teatral y mágica, la niebla. De manera que fueron dos placeres juntos, el de conducir por una carretera solitaria sumado al de contemplar un paisaje que, así difuminado, nos  pareció el más hermoso de cuantos podíamos estar cruzando...