sábado, 23 de abril de 2016

El día del Libro, Cervantes y la cofradía ronlalera

Los días como este acostumbramos a pasarnos por las librerías y comprarnos un libro en cada una. Por celebrar al bueno de don Miguel y por ese vicio nuestro de acumular libros y, algunos, leerlos.

Pero no este año. Este año nos hemos quedado en casa, trabajando en una charla que vamos a dar el miércoles en Munera, donde dicen que debieron ser las bodas de Camacho. Una charla sobre Cervantes y sus obras. Nos lo pidió la bibliotecaria, que fue alumna nuestra en Alcaraz, hace ya muchos años. Por ser ella y por la buena amistad que tenemos con ese autor desde que leímos su Quijote por primera vez, no pude decir que no y vamos a salir de casa.

Naturalmente, voy a empezar hablando de Johnny, y hasta tengo pensado llevarles algunas fotos suyas a los que vayan a escucharnos, seguramente alrededor de media docena de personas, incluyendo al conferenciante y a su familia. Al parecer esa es la media de asistencia a esta clase de actos en ese lugar de La Mancha. A mí me hace ilusión ir hasta allí a contarles las tres o cuatro cosas que sé de la vida de Cervantes a los tres o cuatro que vayan, y las cosas que hemos sacado en claro de la lectura de sus libros. De la lectura de Cervantes sale uno siempre mejorado: más sereno y sosegado, más tolerante y compasivo, más alegre, más ligero, de mejor humor...

 www.elblogdeacebedo.blogspot.com

Aunque lo que debería hacer mejor sería callarme la boca y llevarles unas entradas para la Cervantina de los Ron Lalá. O ponerles un vídeo -que no tengo- de su actuación. Los vimos el jueves pasado, en el Teatro Circo. Llevábamos mucho tiempo rondándolos, pero nunca habíamos coincidido. Todo el mundo nos hablaba de ellos con grandes, enormes elogios. No exageraban lo más mínimo. Hasta pienso que se quedaban cortos.  Fuimos A. , P. y yo, y salimos del teatro mejoradísimos: más serenos y sosegados, más tolerantes y compasivos, alegres y ligeros, del mejor de los humores. Solo habíamos salido así de un teatro hace ya más de treinta años, después de ver a Les Luthiers. Del mismo modo que Cervantes se acogió a una orden religiosa en su vejez -primero en la Congregación del Santísimo Sacramento y años más tarde en la Orden Tercera de San Francisco, junto a su mujer-, queremos hacerlo nosotros ahora a la cofradía de los Ron Lalá, cofradía la más alegre, humana y cervantina de las que deben correr por este mundo.


(Antes de actuar en Albacete, esa misma mañana del jueves, estuvieron en el Congreso. Dejaron allí, en ese solemne lugar, una pequeña muestra de la obra, dos escenas. Los sacaron unos segundos en los telediarios. Sin embargo, hemos encontrado en youtbe las dos escenas completas. Las dejamos, para que se vea que ni mentimos ni exageramos un ápice, aquí abajo)

      
        

domingo, 17 de abril de 2016

La Feria de abril

En Albacete, en abril, la feria es de libros viejos. (Si el título de la entrada ha llamado a engaño a alguien, pido disculpas).

Conocemos esta feria desde hace ya más de veinte años. No sé si a la de Sevilla (no la conozco) le ocurrirá lo mismo, pero esta es prácticamente inmutable. Salvo por las casetas, que son nuevas, todo es igual que entonces. Somos cada año los mismos libreros, los mismos libros y los mismos clientes. Lo que sí ha cambiado es el entusiasmo con que la recibimos, la regularidad con la que la visitamos y el número de libros que compramos. 

Antes la esperábamos con grandes ilusiones y la recibíamos con enorme alegría. Ahora, sin embargo, nos la encontramos por casualidad, un día que acertamos a pasar por el paseo, y apenas esbozamos una sonrisa, contentos pero escépticos. Por ejemplo, este año nos enteramos de que ya estaban las casetas montadas una semana después de que las autoridades la inaugurasen. 

Antes era raro el día que no buscábamos un ratillo para pasar por ella. Y los que estábamos más ociosos, por ejemplo los fines de semana, nos dejábamos caer por allí por la mañana y por la tarde. Este año, de los quince días que dura, hemos pasado tres, dos mañanas y una tarde.

Antes volvíamos a casa cargados con bolsas llenas de libros que deseábamos leer, o que suponíamos que debíamos leer, o que seguramente algún día nos apetecería leer. A veces hasta pensábamos que estábamos haciendo una obra benéfica, sacando a esos viejos libros del arroyo, remediándolos de una vida desgraciada, huérfana y vagabunda. De todos esos libros, unos los hemos leído y otros, la mayoría, no. Este año he comprado dos: una novela de William Trevor (Noches en el Alexandra), un escritor irlandés que nos gusta mucho, y un curioso libro de Perucho (Teoría de Cataluña), que también es una vieja amistad.

El resto de los libros que vemos todos los años apenas llaman nuestra atención. Los que lo hacen ya los tenemos (seguramente tenemos demasiados), y los demás, si no los vamos a leer, nos decimos, para qué comprarlos. "Libro que no has de leer, déjalo correr", dijo alguien un día.

Lo que sí nos sigue llamando la atención es cómo, con solo pasear esta feria, se puede vislumbrar la variedad del mundo y cómo son los libros la redoma prodigiosa donde se guarda esta: filosofía, peleas de gallos, matemáticas, guerras mundiales, medicina, ocultismo, grandes actrices, poetas, armas, razas caninas, fábulas, arquitectura, plantas medicinales, grandes estadistas, pintores, locos, anarquistas, y hasta Mario Conde, del que se ofrecían varios volúmenes, propios y ajenos, a favor y en contra...

El último día que me acerqué, este sábado por la mañana, me encontré con J., el antiguo jardinero de mi instituto. Siempre me lo encuentro en la feria. Es coleccionista de tebeos antiguos y lleva en el bolsillo una lista con  los números que le faltan para completar sus colecciones. Siempre me lo encuentro en la feria y simpre me cuenta las mismas cosas. Me pregunta por los compañeros y luego, sin falta de que yo le pregunte, me da noticia de su madre, que ya ha cumplido noventa años, pero que está muy fuerte, que come muy bien y duerme estupendamente desde que le encontraron la postura, de medio lado, con unos almohadones recogiéndole los riñones, pero que, claro, están muy atados su hermana y él, que por ser los solteros, son los que tienen que ocuparse... Lo dicho, el mundo...


lunes, 11 de abril de 2016

Recuerdos


"Cuando estalló la guerra nosotros todavía estábamos celebrando la virgen de agosto...", le cuenta mi padre a P. "De pronto, comenzaron a pasar por el pueblo convoyes de cañones camino de Santander. Los soldados republicanos que los conducían, con las borlas de sus gorras dando saltos sobre las cabezas, parecían también ir de romería". Y como P. le presta atención, continúa contándole cosas de la guerra: el único bombardero que sufrió Pimiango, por ejemplo, y cómo se fueron a proteger a la cueva del Pindal, que tiene valiosas pinturas rupestres y que entonces era el lugar de juegos de los chiquilllos del pueblo y hoy, mira tú cómo mudan los tiempos, te cobran entrada y ni fotos les puedes sacar a esos dibujos; o cómo los nacionales llegaron tan pronto a Llanes que su misma aviación les bombardeó, pues no se podían imaginar de ningún modo que ya estuviesen dentro del pueblo...

"Voy a empezar a leer otra vez el Quijote", nos cuenta mi tía M. "Va a ser la tercera vez", nos explica. "Lo hago porque todavía sigo recordando las grandes risotadas que daba mi padre cuando lo tenía  abierto entre las manos". Y nos cuenta que lo leía a todas horas, y que les leía en voz alta muchos pasajes del libro, a ellos y a su madre, aunque esta estuviese ocupada en las faenas de la casa y no pudiese hacerle mucho caso, y que a cada paso estallaba en grandes carcajadas. Pues por todo eso va a volver a leer el Quijote mi tía M.

"El 11 de este mes habríamos hecho cincuenta y ocho años de casados J. y yo.", recuerda mi suegra cuando le decimos que A. y yo cumplimos este mes diecinueve... Mi suegro murió muy joven, yo no llegué  a conocerlo, y F., su mujer, ya cuenta más años de viuda que de casada.

Son las vidas que se van haciendo y deshaciendo; el tiempo que va pasando, como las nubes este día de viento; el fin de semana que ya se acaba; las horas, una tras otra, dejando un rastro como de huellas en la playa. La mayoría desaparecerán muy pronto. Horas, días, tiempo... Y nuestras vidas que van envueltas en ellos, como dentro de una ola que las dejará en otra orilla, vete a saber cuál. Dejan tras sí, todas, la estela del recuerdo. Que también acabará, un día, por desaparecer.

lunes, 4 de abril de 2016

Obsesión penitente

Este año viajamos a Asturias con la ilusión de no ver ni una sola procesión. A mí, las Semanas Santas de la infancia me dejaron un sabor tan amargo -aquellas días tristísimos y aburridos, como si el mundo se hubiese realmente muerto; aquellas películas religiosas, inacabables, tan tristes y aburridas y grises como los días...- que ahora, en la medida de lo posible, prefiero ignorarlas. A pesar de esos recuerdos infantiles, mi tierra no es un mal lugar para hacerlo. Apenas hay procesiones. Puedes tropezarte con algunas en los pueblos de la costa, pero son austeras, breves, con pequeñas imágenes muy modestas. Sin penitentes. En la capital, en cambio, desde que volvió al gobierno municipal el PP, se sacan algunas de inspiración sevillana, con nazarenos. Las gentes no les hacen mucho caso pero les da igual, y ahora que gobiernan otros, esas nuevas cofradías continúan saliendo y reclamando que se les mantengan las subvenciones. Afortunadamente no son muchas, y si actúas con cuidado, lo normal es que no te las encuentres. En mi pueblo no sale ni una. No hay tradición. Se celebran los oficios correspondientes dentro de las iglesias y todos tan contentos. El que quiere entra y el que no se queda fuera.


Durante el viaje de ida asistimos a un espectáculo prodigioso, el de unas nubes innumerables y bellísimas. Daban ganas de hacerles un catálogo, como el que les hace Homero a las naves de los aqueos en la Odisea. Pero como no somos Homero, las dejamos marchar, individuales e incontables, variadísimas como el género humano, todas en una misma errancia y en idéntica dirección. Como una armada blanca y prodigiosa. Era un espectáculo feliz. Nada procesional ni solemne, sino poético y hermoso.

A la altura de Aranjuez, cuando ya las nubes se habían fundido en una misma masa gris, plomiza y amenazadora, mientras conducía por la autovía vacía -ía,ía,ía- me dio por pensar en esos penitentes que seguramente nos libraríamos de ver este año. No he leído con detalle la nueva ley de seguridad ciudadana, pergeñada por el inefable ministro del interior, ese que coloca a un jardinero al frente de la Guardia Civil y condecora con frecuencia a las vírgenes que estos días sacarán en procesión. No la he leído en su totalidad pero sé que son muchas las prohibiciones y penas que se imponen en ella a aquellos que se manifiesten en las calles. De manera que di en pensar que tal vez, al calor de esta nueva ley, pudiera ser ahora ilegal salir encapuchado por ahí, como hacen los penitentes, que a mí me han parecido siempre tan siniestros. "Tengo que preguntarle a mi hermano", pensé. "¿Será posible denunciar a los nazarenos por andar velando su rostro por las calles?". A lo mejor.

Hoy, mientras estaba escribiendo esto, me acerca A. este artículo. ¡Qué sabia es la Lindo! 


Como en estos viajes cruzamos media España, nos ponemos un poco noventayochistas y damos en reflexionar sobre el país, sobre todo cuando va conduciendo A. y P., detrás, no dice esta boca es mía, escuchando como va, en su mp3, a La Raíz, en monocultivo musical. En las mesetas el paisaje es muy pobre. Con muy pocos árboles. Antes de Madrid se pueden ver algunos olivos, algunas encinas, algunos pinos. Poca cosa. También hay viñas que forman una extraña caligrafía sobre el papel viejo de la tierra. Luego aparecen los arrabales madrileños, tristísimos. Seseña y los grandes bloques de pisos vacíos. Cortar árboles y levantar feos edificios en mitad de la nada, ese es nuestro carácter. Luego, en la otra meseta, hay incluso menos árboles. Todo parece ser horizonte. Un horizonte que nunca acabamos de alcanzar. Y a lo peor es por eso, pensamos mientras estamos a punto de quedarnos dormidos, la sien contra el cristal de la ventanilla, es por esta sequedad tan grande, por estos horizontes tan apabullantes, por lo que les da a muchos por salir con un pirulí en la cabeza. ¿Quién sabe? Y entonces me duermo. Hasta que aparecen las grandes montañas, con su rebequilla de nieve sobre los hombros, y A. me da un codazo, porque sabe que es ese un momento que no me gusta perderme.


El primer día nos fuimos a ver un espectáculo de cabaret en El Fontán, con C. y H. Actuaba, para celebrar la inauguración de un puesto de legumbres finas y exquisitas, Rodrigo Cuevas, que es un artista inefable, nuestro Fredy Mercuri particular (adjuntamos vídeo). Llovía bastante y rascaba el frío, pero nos convidaron a vino y se estaba bien allí, dentro del mercado, rodeados de gentes de todas clases, que jaleaban las canciones del artista. Después, ya en casa, leímos en el periódico que aquella lluvia había impedido sacar la procesión de los Estudiantes, y se veían fotos de penitentes apesadumbrados y llorosos.


La tarde siguiente quedamos a merendar con mi prima A. La recogimos en su casa, en el barrio de La Tenderina, y al acercarnos al centro, mientras nosotros aparcábamos, se bajó con P. y le llevó a una librería libertaria y le regaló el Manifiesto comunista... Luego, después de la merienda en el Paraíso, de vuelta en busca del coche, nos pilló la procesión de los Estudiantes. Como no había podido salir el día antes, le buscaron un hueco esa tarde. Como salen muy pocas procesiones, en Oviedo hay sitio de sobra para estas cosas. Nos la tropezamos en la calle Jovellanos, pasando frente a las Pelayas. Por culpa de la dichosa procesión tuvimos que dar una vuelta enorme para salir del centro con el coche. Me llevaban todos los demonios.


Al día siguiente, Jueves Santo, estuvimos en Gijón. Como si fuese un día cualquiera. Dimos un paseo con mi prima M.J., por el Muro, a orilla del mar. Merendamos con ella en un lugar donde sirven unas tartas inefables, como tronos de procesión sevillana, pero dulcísimos, con chocolate por todas partes. Volvimos a pasear por el mismo lugar, de vuelta. Y por la noche quedamos a cenar con  A. y N., en una sidrería igualmente gloriosa. Fue un día absolutamente laico y maravilloso. No nos importaría que todos se le pareciesen.