miércoles, 30 de noviembre de 2016

Vera amicitia

Asomó la cabeza por la puerta del departamento y nos lanzó una pregunta:

-¿Os acordáis de aquel muchacho de mi pueblo, amigo mío, que es poeta y que os ofrecí hace un par de años para que viniese a recitarles a los alumnos?

En aquel momento estábamos solos M.J. y yo, en silencio, concentrados cada uno en la corrección de unos exámenes. No nos dio tiempo a contestarle.

-Ya os habréis enterado. Ha ganado el Premio Nacional de Poesía. Amiguísimo mío. No ha parado de ganar premios desde que empezó a escribir. Y es tan amigo mío, que si ahora cambiáis de opinión, os lo traigo para que les eche unos versos a los críos...

Íbamos a darle la enhorabuena, para que se la hiciese llegar a su amigo, pero no nos dejó meter baza. Prosiguió, sin apenas tomar un poco de aire:

-Tan amigos somos que hace muy poco le he regalado un Barceló. Tenía el muchacho ese afán, el de tener un cuadro de ese pintor, y yo, como amigo verdadero que soy suyo, le dije que iba a ver si tenía alguno por casa... Porque yo, cuando era más joven, mientras la gente se gastaba el dinero en irse por ahí de viaje, yo me lo gastaba en arte. Tengo cuadros de mucha gente: Saura, Tapies, Antonio Ló... -no sé por qué razón, se comió esa última sílaba, tal vez porque se dio cuenta de que estaba apuntando muy alto-. Y sí, tenía un Barceló. Y se lo regalé, porque, no sé si ya os lo he dicho, somos amiguísimos.

Y mientras esto decía sacó el móvil del bolsillo del pantalón y nos mostró las últimas conversaciones, vía wasap, que había cruzado con ese poeta pasiano y amigo y premio nacional suyo.

-Mirad...- y nos mostró el cuadro, una cosa abstracta y por lo tanto irreconocible, y las frases que se habían cruzado, los agradecimientos del poeta, y las respuestas de nuestro compañero, como sacadas estas del De Amicitia de Cicerón, o de Salustio. Más que una conversación, parecía aquello una colección de aforismos. Las respuestas de nuestro compañero a los agradecimientos del muchacho poeta venían a decir todas lo mismo: que la amistad verdadera vale un potosí, quiero decir un Barceló, y que no había, por tanto, nada que agradecer. Si hubiesen estado en latín, no nos habría extrañado en absoluto:

Nam idem velle atque idem nolle, ea demum firma amicitia est, por ejemplo.

Entonces vinieron a buscarlo los amigotes, para comenzar la partida de chinos -en mi instituto, todos los recreos, se reúnen unos cuantos, todos varones, para echar tumultuosas partidas, a grandes voces, mientras desayunan, y cada dos o tres días le cantan el Cumpleaños feliz al que le toque, porque como son tantos, siempre hay alguno que celebra el suyo...-

-Lo que os decía al principio-finalizó-. Si lo llamáis vosotros no va a venir, pero si se lo digo yo, lo tenéis aquí al día siguiente. Por la amistad que nos une.

Cuando al fin se marchó, nos miramos M.J. y yo. M. J. y yo llevamos trabajando juntos más de veinte años, por lo que nos basta con media mirada para entendernos.

-Esto -me preguntó M.J.- ¿ha pasado como me parece a mí que ha pasado, o es que después de corregir tanta barbaridad sufro alucinanciones?

-Nada de alucinaciones, compañera. Tal cual. Que le apretaba a su amigo el deseo de poseer un Barceló y que fue él a ver si tenía uno por casa, y que sí, que lo tenía... Tal cual- la tranquilicé, confirmándole que todo había sido como a ella le había parecido que había sucedido.


 Un Barceló que encontré por ahí
www.blog.elpaís.com

domingo, 27 de noviembre de 2016

Verano en Asturias, 2016 (Palacio)

Nos despertaron los voladores. Su sonido seco, redondo, hueco. Los lanzaban desde La Malatería, que estaban de fiesta. Lo más bonito de los voladores es el silencio que dejan luego, y esa estela de humo en el cielo, esa nube diminuta y parda que se disuelve en un instante. En Palacio el silencio es un gran compañero. Hasta puedes conversar con él. Son muy pocos los ruidos que llegan hasta allí. El claxon de la furgoneta del panadero, alguna conversación de las gentes que pasan delante de la casa, el sonido de un tractor, la guadaña que corta el aire y la hierba de un solo tajo, las esquilas del ganado, la lluvia al caer... Músicas acordadas que dejan luego un silencio reparador y terapéutico.

En Llanes, en cambio, todo es ruido, y gente, y camareros que tratan de hacerte pasar a su taberna, como el pastor que agrupa a sus cabras para meterlas en el corral. Y coches y turistas, y hasta la lluvia, cuando cae, lo hace con un ruido más feo... A nosotros nos gusta mucho la gente, pero de una en una. Juntas y ruidosas nos gustan menos. Tenemos ese punto aristocrático que no sabemos muy bien de dónde nos vendrá, siendo quienes somos, uno más de todos esos turistas, ni más ni menos que ellos, nadie, se podría decir que somos, como casi todo el mundo. Cuentan que en invierno Llanes se vuelve un pueblo triste y melancólico. No sé, me gustaría verlo. Hace muchos años, invitados por una amiga, llegábamos al pueblo la primera semana de julio, antes de que desembarcasen los turistas. Era, entonces, como si fuese el invierno, porque, ya digo, no había llegado todavía casi nadie. Y nos gustaba muchísimo.

Ahora bajamos a Llanes muy raras veces, a hacer la compra algún día. Intentamos cumplir con esos mandados lo más rápidamente posible y nos volvemos a nuestro jardín, a contarles todas estas cosas al silencio que vive allí. Enfrente, al Benzúa se le suele poner una nube en la cumbre. Como un turbante. A menudo, esa nube crece poco a poco, como si quisiese arropar a la montaña que, al final, acaba por dormirse y desaparecer.




martes, 22 de noviembre de 2016

El misterio de las palomas muertas

Me hizo caer en la cuenta un compañero, al entrar al instituto. En el pequeño jardín que hay a la derecha se veían unas plumas, como si alguien hubiese despanzurrado un cojín.

-Tiene que haber por aquí algún ave de presa, mira qué ha hecho con esas dos palomas...

Luego, cuando volvía por el carril-bici, tuve que esquivar el cadáver de otro par, estas sin desplumar, como si estuviesen dormidas. Me fijé mejor y vi que sobre el césped del parque había media docena, en la misma posición. Y un poco más adelante, una víctima más, esta también medió devorada, como las del instituto.

Y el domingo pasado, en el paseo que nos solemos dar A. y este que esto escribe, por hacer algo de ejercicio, de nuevo el mismo panorama. Contamos más de una docena. Caídas sobre la arena unas, otras flotando en el agua muerta de la fuente. Empezamos a hacer cábalas.

-A lo mejor anda alguien por ahí echándoles veneno -aventuró A.- Las palomas no son muy populares.

-A mí me parece un caso evidente de asesinato en serie. Debe de haber por aquí una paloma psicópata, que las va matando una a una. Y lo de despanzurrar a algunas lo hará para despistar a la policía de las palomas. Seguramente ya andará ocupándose del caso el Maigret del mundo colombino-dije yo.

-Me parece que lees demasiadas novelas policiacas.

Seguimos así un rato. A. que si a lo mejor habían sido los fríos repentinos de los últimos días; yo que tal vez habrían caído fulminadas por un ataque al corazón, pues también tendrán las palomas sus dolencias coronarias, por qué no...

Vimos un par de fiambres más y, al lado de la última, un grupo de compañeras que picoteaban en la hierba con total despreocupación.

-Míralas -avisé a A.- Esas seguro que saben algo, las muy pellejas. Se nota que están disimulando...Vamos a interrogarlas...

Entonces me cogió A. del brazo y me hizo caminar un poco más deprisa, y cambiar de tema.

Pero yo sigo dándole vueltas a la cabeza a esas muertes misteriosas, y continúo albergando teorías de todas clases. Tan cerca de nosotros a todas horas, animales urbanos como nosotros, seguro que se parecen más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que podemos imaginar. De manera que yo sigo en mis trece. Ni ave de presa ni veneno ni frío que valga. Eso ha sido un asesinato en toda regla.


jueves, 17 de noviembre de 2016

Verano en Asturias, 2016 (La luna llena)

El otro día salió, al parecer, una luna llena como no se volverá a ver en setenta años. Si ese es el plazo, la verán otros. A lo mejor fue por eso, porque nosotros nos iremos y seguirán los pájaros cantando, por lo que no le hicimos mucho caso. No salimos de casa. Solo, cuando ya había oscurecido, al pasar por delante de alguna ventana, nos fijábamos por si estaba ya allí, esa luna prodigiosa. No estaba. Nos fuimos a la cama sin haberla visto. No nos importó. Porque este verano ya nos habíamos encontrado con una luna maravillosa, no sé si más grande que esta, al parecer no, pero desde luego no menos hermosa, de eso estamos seguros.

Volvíamos de Oviedo (con la alfombrilla de baño para mi madre en el maletero), y al salir de una curva, pasado el alto de El Caleyu, allí estaba: la luna llena más hermosa que recordamos haber visto. Enorme y de color pergamino. Nos acompañó los diez minutos que dura el viaje a casa. Fue saltando a nuestro lado. Primero sobre el Aramo, luego la Armatilla, Santo Emiliano, Seana... Al llegar a casa se quedó al fin quieta. Como un sello antiguo sobre el papel de seda del cielo de verano.


 www.efefuturo.com

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Verano en Asturias, 2016 (Mi madre)

Mi madre lee el periódico. Las esquelas:

- Bonifacia, Ludivino... ¡Vaya nombre que les ponen a algunos! Probes...

Mi madre, que se llama Mercedes, habría preferido que la hubiesen bautizado con otro nombre. Raquel, a mi madre le habría gustado llamarse Raquel. Mi madre, cuando tenía que encargar algo, la reparación de unos viejos zapatos, por ejemplo, al preguntarle el zapatero a nombre de quién apuntaba el encargo, mi madre le contestaba que a Raquel, Raquel García. Y a veces llamaban al timbre y preguntaban por esa mujer, por Raquel, Raquel García, que era mi madre.

Mi madre, después de leer el periódico:

-No quiero que me compréis nada, no se os vaya a ocurrir. Ni ropa, ni perfumes, ni abalorios... Nada. Eso sí, cuando vayáis a Oviedo, tenéis que traerme una alfombrilla para el baño, la más barata que encontréis...

Mi madre está escribiendo, a petición de mi prima M.J., sus recuerdos de Ablaña. En una libreta verde. Lleva escritas un par de páginas.

Ayer le pregunté si había escrito algo más.

-Huy, qué va... ¿No ves que ahora tengo una letra muy fea?


Mi madre, cuando llama por teléfono, si no le contestan al segundo o tercer tono decide que no hay nadie al otro lado y cuelga, un tanto despechada. 

Mi madre, cuando llama por teléfono, presiona cada número con tanta fuerza y tan largamente que en ocasiones le contestan personas que no conoce.

Mi madre tiene la risa fácil y la voz muy joven.



lunes, 7 de noviembre de 2016

Crítica literaria II

Este verano, en la playa. 

Debajo de una sombrilla, cada uno en su hamaca, una pareja de sesenta y tantos. Él leía Como agua que fluye, de Yourcenar; ella, El perro de los Baskerville, de Conan Doyle. 

A los diez minutos, el hombre se durmió profundamente, la boca abierta y el libro caído sobre el regazo; ella no, ella pasaba una página tras otra con los ojos llenos de entusiasmo, ajena a todo lo que la rodeaba: los chiquillos que jugaban con la arena, los gritos de los adolescentes persiguiéndose, los chillidos de los bañistas que saltaban, rodeados de espumas, las blancas, altas olas. Tampoco la distraían los ronquidos de su marido. Como si no escuchase nada, como si estuviese sola. Sola y muy lejos y muy feliz.



viernes, 4 de noviembre de 2016

Córdoba, cercana y acompañada

Viajamos el domingo. En coche. Muy temprano. A., L. y yo. Íbamos a ver a Lr.

Por la carretera, casi nadie. Primero por la autovía de los Viñedos. Tierras rojas, algunos pinares, alquerías arruinadas y un par de palaciegos edificios, sedes de prósperas bodegas. Esta carretera desemboca, como un afluente, en la autovía del Sur. Tierras pardas, cerros oscuros, algunos polígonos al pasar por Manzanares y Valdepeñas. Hicimos un alto, para un café y una visita al servicio, en un área de servicio llamado La Pará Rociera. Fotos de la romería en las paredes. Un cura con alzacuellos hacía acopio de agua y patatas fritas.

Por Despeñaperros se pasa ahora casi sin darte cuenta. Tres túneles y dos viaductos y ya lo has cruzado. En menos de cinco minutos. Desde ahí ya casi todo es olivar. Cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos a las puertas de Córdoba.

Después de instalarnos en el hotel, pasaron a buscarnos Lr. y F. Nos llevaron por ahí, a callejear. Mientras íbamos de un lado a otro, nos embarcamos en una charla que duró todo el día. Hablamos y nos reímos; nos reímos y hablamos. Así todo el santo día, mientras íbamos de un sitio para otro.

Al cruzar el parque del Duque de Rivas -que está allí en figura de bronce, con unas cuartillas en la mano, preparado para recitar uno de sus romances-, un mercadillo, tan ordenado y tan limpio, que parecía como si estuviésemos en Berlín. Un poco más allá, cerca ya de las Tendillas, venerables filatélicos volvían para sus casas, con sus maletas y las mesas plegadas sobre unos carros verticales de dos ruedas. En la Avenida del Gran Capitán una feria de libros viejos. La cruzamos sin pararnos en ningún puesto pero mirándolos todos de reojo.

Y al doblar una esquina, el olor caliente de la bosta y un pueblo diferente, de casas bajas, de palacios, iglesias y conventos, paredes encaladas y amarillos de albero. La plaza del Cristo de los Faroles, las calles estrechas, empedradas, los turistas sacando fotos, la memoria de otras visitas...
 
Comimos en la Taberna de Plateros, muy cerca de la Plaza del Potro, donde una placa recuerda a Cervantes, que un día estuvo allí, en una venta entonces famosa. Nos asomamos al río y paseamos un rato a su lado, con el sol en el rostro. Pasamos luego la tarde en una terraza al lado de la Mezquita... Charlando sin parar, riéndonos sin descanso...






Entramos en el patio de los Naranjos. La luz ya declinaba y la gente se paseaba relajada y feliz, con la tranquilidad de haber cumplido ya las obligaciones del turista. "Aquí no debe haber ni uno de Córdoba", aventuró Lr. justo antes de encontrarse con unos compañeros de trabajo.


Nos llevó luego a la calleja de la Flores. Podría ser una de las calles más hermosas del mundo. El lugar es bellísimo: una calle muy estrecha, donde a duras penas pueden cruzarse dos personas, que desemboca en una plazuela de casas encaladas, de dos pisos, y en medio una fuentecilla, con su música modesta, y jazmines colgando de los balcones. Y al levantar la vista, el perfil orgullos de la torre de la Mezquita. Todo pequeño, recogido, para ser retratado con diminutivos. Sin embargo, para disfrutar de esa belleza es necesaria una gran capacidad de abstracción y un poco de paciencia. Paciencia para llegar hasta la plazuela, pues los turistas colapsan la calleja, y se quedan en mitad de esta para sacarse selfis, y luego continúan echándose más fotos alrededor de la fuentecilla, y todo es un tumulto de brazos levantados con un móvil en la mano, y el resplandor de los flashes mataba el perfume del jazmín...

Pero estábamos tan a gusto, en tan buena compañía, que nada de esto nos incomodaba. Seguimos paseando, hablando, riendo. Nos encontramos con otra calleja, esta solitaria, con una torre en medio, y una aplazuela al final, donde nos encontramos una mezquita y un resturante, cada lugar a lo suyo. Nos quedamos allí un rato, por disfrutar del lugar y de su silencio. Hasta que entraron por la calleja un centenar de orientales -no es exageración-, liderados por una guía rubia que les iba explicando todo muy rápidamente. Seguramente se trataba de uno de esos grupos que pretenden visitar toda Andalucía en tres jornadas.



Lo maravilloso de Córdoba es que puedes huir de estas aglomeraciones, de los ansiosos asiáticos, de los turistas con el móvil en la mano, con tan solo dar la vuelta a una esquina. De pronto te encuentras solo en un lugar tan hermoso como el que has dejado atrás. Nos volvió a suceder en la Plaza Jerónimo Páez, donde el Museo Arqueológico. Nos sentamos en unos bancos que tienen  puestos allí con restos de alguna excavación. Se ve que andan sobrados de columnas, de muros, de capiteles, árabes o romanos. Nos sentamos en una columna reciclada como banco. Temimos que se presentasen también allí los cien asiáticos. Pero no. Media hora nos quedamos allí, sin que pasase un alma. Y más que nos habríamos quedado, si no hubiese sido por el hambre, que nos comenzó a apretar.






Nos acercamos a la Corredera. A mí esta plaza me gusta lo indecible. Además era ya de noche, y estaba iluminada en sordina, con luces de baja intensidad. Hace varios años, en otra visita que hicimos, recuerdo una librería de viejo en los soportales. Ya no está. Ahora ya todo son bares. Nos sentamos en una terraza. A nuestro lado, un grupo de cuatro jóvenes músicos: violín, flauta, guitarra y voz, interpretaban una dulce melodía. Cantaban, como la luz, en un susurro... Del río subía un frío delicado y fino.



El lunes me acerqué, a primera hora, yo solo, hasta la feria de libros viejos. A algunos de los libreros los conocemos de cuando vienen, allá por el mes de febrero, a Albacete. Los libros, la mayoría, también eran viejos conocidos. El día era espléndido: de sol fino, de cielo azul, de aire fresco... Luego nos reunimos, hicimos algunas compras y ya nos sentamos a tomar unas cañas, en una terraza frente al Conservatorio de Danza. Por las ventanas abiertas, ventanas grandes de viejo palacio, con enormes rejas, veíamos a los estudiantes danzar. La música no la llegábamos a escuchar, por la algarabía de la calle, pero nos la imaginábamos. Estábamos tan a gusto allí, a la sombra de unos limoneros, con la torre de la mezquita asomándose sobre los tejados, que decidimos no movernos más y pedir alguna cosa para comer: salmorejo, flamenquines, rabo de toro..., las cosas que se comen en esa ciudad.

Volvimos al hotel por el parque del Duque, nos echamos unas fotos, recogimos las maletas y, tras despedirnos, grandes abrazos, de Lr. y de F., volvimos por donde habíamos llegado, agradecidos por esos dos días al lado de ellos, por las risas, los paseos, la ciudad, las historias...

P.D. Cerca de Villarrobledo, noche cerrada, tan cerrada que podría haber sido la última noche del mundo, nos paramos en un área de servicio. Esta no estaba, como la de la ida, bautizada. Emitía una luz rara, desmayada, macilenta. No se veía nada más alrededor. Solo los haces de los coches que pasaban por la autovía. Recordamos que era la noche de Halloween. Tampoco había nadie repostando frente a los surtidores de la gasolina. Por la autovía, a unos cien metros de ese lugar, dejaron de pasar los coches. Oscuridad y silencio. Al entrar para preguntar por el servicio, el encargado nos sobresaltó. La viva imagen de Norman Bates. Si nos hubiera dicho que no podíamos usarlo porque tenía allí a su madre momificada, lo habríamos creído. Contestó, mirándonos por encima de una gafas anticuadas, que los excusados -los llamó así- se encontraban afuera, a la salida, a la derecha. Yo pensé: ahora, él saldrá por la puerta de la izquierda, y nos emboscará, nos degollará y nos echará al congelador, al lado de la madre. Pero no. Nos fuimos rápidamente. Al incorporarnos a la autovía me pareció ver, por el espejo retrovisor, al encargado en la puerta, mirándonos fijamente, y que la luz aquella, desmayada, macilenta, se apagaba de golpe...



jueves, 3 de noviembre de 2016

Crítica literaria I

Hoy han llegado a las librerías la novela ganadora, de Dolores Redondo, y la finalista, de Marcos Chicot, del Premio Planeta. Hoy me quedo en casa y comienzo la lectura de Marianela, de Pérez Galdós.

www.abretelibro.com

martes, 1 de noviembre de 2016

Cosas leídas

Cada libro es un milagro -decía Bill-. Cada libro representa un momento en el que alguien se sentó en silencio (y ese silencio forma parte del milagro, no te engañes), e intentó contarnos a los demás una historia


Decía que no era casualidad que un libro se abriera igual que una puerta.


Todo lo que leeríamos -dijo con cautivadora autoridad- descendía de dos poemas épicos, la Ilíada y la Odisea. En ellos estaban las semillas, añadía, de las que había brotado el gran roble de la literatura occidental, que seguía creciendo, extendiendo sus ramas generación tras generación (...). Aunque habían sido escritos hacia casi tres mil años, aquellos dos poemas seguían tan frescos y tan vigentes como las noticias publicadas aquella misma mañana en el New York Times. ¿Por qué? -se preguntaba-. Porque las dos abordaban ese tema atemporal que es... la añoranza del hogar.  

J. R. Moehringer, El bar de las grandes esperanzas


www.libreriamendez.com


Me gustaría tener tanto dinero en la vida como para disponer siempre de un puñadito de monedas con las que comprar un ramo de flores para tener en el escritorio.


Ser capaz de vivir como en una fiesta. De festejar cualquier acontecimiento de la vida. Sin esperar que algo verdadero esté todavía por ocurrir. Porque nadie dice que lo verdadero no este ocurriendo en este preciso instante, ni que en el futuro no ocurra nada mejor.

Ota Pavel, Carpas para la Wehrmacht


 www.elplacerdelalectura.com