domingo, 29 de enero de 2017

Invierno en Asturias hacia 2016 (Los días felices)

 27 de diciembre
(Desde ahora, primera fecha de mi cumpleaños)

El 27 de diciembre, martes, habíamos quedado a cenar con C. y H., con A. y N., con los chiquillos.

Habíamos pasado la mañana, que había salido como del taller de un damasquinador, brillante y dorada por un sol espléndido, en Mieres. Habíamos tomado un café y comprado un par de libros en el café-librería que han abierto frente al parque. Después de comer leímos un rato, para hacer la digestión, a Pla, y, al atardecer, salimos para Oviedo. Un día perfecto.
Habíamos quedado en recoger a N. y a M., porque sus padres estaban haciendo unos recados y nos encontraríamos en el bar. Bajamos con el coche hasta El Campillín, donde aparcamos, y, como aún era un poco pronto, dimos una vuelta. M. tenía interés en mostrarme un pub que acababan de clausurar por no sé qué turbios asuntos, y también la pista de hielo de la plaza de la catedral, tampoco entendí muy bien por qué. Dimos esa vuelta, un poco más lentamente de lo que me parecía razonable. 
Finalmente, tomamos la calle Postigo Alto y nos acercamos al Boca a Boca, porque ya era la hora de la cita y a uno le gusta ser puntual. Cuando nos acercamos, vi por los ventanales que el bar estaba lleno, repleto. Me pareció raro porque teníamos reservada la mesa y allí no se adivinaba un rincón libre. Entramos. Yo el último...

Lo demás, tan feliz, igual que esto anterior, ya quedó contado... Todo excepto que, además de haber estado allí, acompañándonos, abrigándonos, me tenían preparados los amigos y la familia varios regalos: un sombrero elegantísimo, y una bufanda del mismo estilo; un colaje de C., hermoso, emocionante; unos libros maravillosos en ediciones exquisitas; una camiseta del Sporting y un par de entradas para visitar el Molinón; un plano de la Vetusta de Clarín; una bufanda del equipo que entrena M.; una navaja de Taramundi... Y por esa Vetusta nos fuimos, la navaja en el bolsillo, las bufandas al cuello -las dos-, el colaje y los libros bajo el brazo -dentro de ellos las entradas-, y el sombrero elegantísimo en la cabeza de A., que a mí me vino pequeño y tendríamos que cambiarlo... Tan felices que, más que andar, levitábamos.


28 de diciembre

Salió el día blanco, helado. Camino de Santianes, los campos parecían sembrados de ceniza. Donde ya había comenzado a posarse el sol, se levantaba un vaho lento, como humo dormido... 

Recogimos a C., que me iba a acompañar a la vista al Molinón. Al llegar a Gijón, P. y A. se fueron a dar una vuelta y C. y yo nos metimos en el campo. Nos guio una muchacha muy profesional. Nos enseñó, a las veinte personas que nos habíamos presentado allí, la sala de prensa, los vestuarios, el túnel de salida al campo (cuando lo cruzamos, nos pusieron una grabación de ambiente, para que nos hiciésemos una composición de lugar),  los banquillos -nos rogaron no pisar el césped-, la tribuna, un pequeño museo con los trofeos (modestos) del equipo... En el vestuario nos sentó la guía en las banquetas donde lo hacen los jugadores y nos puso un vídeo. Cuando terminó, la guía nos preguntó si sabíamos qué era lo primero que hacían los jugadores al entrar allí un día de partido. Le contestó un hombre hosco, silencioso, que estaba sentado a mi lado, el único que hacía la visita sin chiquillos, solo:

-Cagar- contestó con voz cavernosa y enfadada, me imagino que por los resultados de esta temporada.

La guía se turbó un poco

-Bueno, eso tal vez también, porque se ponen muy nerviosos, pero no... Lo primero que hacen es poner música, para ir relajándose.

Luego explicó que todos llevan unas espinilleras carísimas y personalizadas. Unos llevan retratadas en ellas a sus madres, otros a sus hijos, y uno de ellos, la bandera de Asturias, una imagen de la Santina, el escudo del Sporting y no sé cuántas cosas más... Entonces, el hombre hosco, con la misma voz quemada, enojada, comentó:

-Eso explica que no corra un pimientu... Si tien que  cargar con todo eso...





Cuando acabamos, nos reunimos con P. y A., para ir a cambiar el sombrero. Un sombrero elegante, de señor respetable, pero que no me cabía en la cabeza. La tienda donde me lo compraron es un negocio finísimo, con un escaparate admirable, compuesto por un escenógrafo. Los encargados, seguramente los dueños, un hombre y una mujer de modales palaciegos. Le contamos lo que nos ocurría al varón y, sin decir ni una palabra, nos recogió con delicadeza de chambelán el sombrero que le llevábamos y nos alargó, con las mismas maneras sofisticadas, un ejemplar que, al cubrirnos, resultó la talla exacta que necesitábamos. La mujer, mientras tanto, observaba un punto indeterminado del espacio, fría, lejana, soñadora... Por romper un poco el hielo de esa atmósfera encantada, le pregunté al hombre:

-Una talla más, ¿verdad?

-Dos- me contestó, parco.

Luego ya nos fuimos por ahí, yo elegantísimo con mi sombrero nuevo -aunque un poco pensativo con lo de las dos tallas-, a comer con A. y N. Y ya después, de camino a Mieres, de vuelta a casa, paramos en Oviedo. Un vino en el Boca a Boca, una cerveza en casa de C. y H. Disimulando que nos estábamos despidiendo, y esa pena grande que nos asalta cuando eso sucede...

Con C., P. y A., en el Muro, con el sombrero dos tallas más grande...



martes, 24 de enero de 2017

Invierno en Asturias hacia 2016 (Rioturbio)

26 de diciembre

Se levantó P. con algo de fiebre. Con mocos y tos. Así que nos fuimos al ambulatorio. Mientras esperábamos, rodeados de gente con los mismos síntomas que los de P., le comenté a A.:

-Si P. sigue así, tendremos que posponer la cena.

-No creo que sea necesario-me contestó A. -Seguro que mejora.

Nos recetó el médico unos sobres para evitarle el malestar y reducir la mucosidad que, según nos explicó, tenía por todas partes: en las fosas nasales, en los oídos... Nos indicó que cabía la posibilidad de que se le infectase toda esa masa mucosa y que le subiese la fiebre desmesuradamente. Si eso ocurría, nos dijo, entonces deberíamos volver a la consulta, para que le recetase un antibiótico.

Le preguntó A. si, en caso de mejorar, podría salir por ahí. Contestó el doctor que sí.

De todos modos, al salir, insistí:

-Incluso si mejora, lo de la cena va a ser mejor dejarlo para otro día...

-¡Qué va!-me replicó A. -Ya verás cómo se pone bien. Con esto que le ha dado, se recupera enseguida...

Le agradecí esa actitud, tan optimista, que me tranquilizó.

Pasó el día P. en el sofá, tendido, al cuidado de su abuela. Yo me fui a tomar una cerveza con mi padre y por la tarde llevé a A. a Oviedo, que tenía que hacer unos recados, y me traje de vuelta a Mt. y a N., hasta Rioturbio, donde Mt. es segundo entrenador del equipo de baloncesto femenino de mi pueblo.

Ya era de noche cuando llegamos. Parecía todo la escenografía para una película expresionista, para una película de Fritz Lang. Rioturbio es una colonia de casas sociales, levantadas para los trabajadores de las minas de alrededor. Se encuentra empozado en un valle estrechísmo, y todo es allí, como esas minas, oscuro, sombrío, negro.  Ni una sola nota de color. La película de Rioturbio no solo es expresionista, sino también en blanco y negro. Cuando dejas la carretera y bajas hacia el pueblo, no solo es como si estuvieses cayendo en un pozo, es también como si de repente te hubieses vuelto daltónico. 

Me guió Mt. hacia la cancha donde entrenan, una antigua nave industrial que les han cedido para que puedan jugar y entrenar allí y que ellos han acondicionado. Pasamos por detrás de las fachadas de los pisos, todos iguales, iluminados por unas farolas que exhalaban un luz raquítica, desmayada. Había ropa tendida, sábanas blancas sobre las paredes negras de hollín... Como todavía era un poco pronto, y el pabellón estaba cerrado, nos acercamos al Hogar del Jubilado. Allí dentro sí encontramos algo de color, y unas luces más cálidas y vivas. Tomamos unos refrescos. Nos pareció un lugar donde deben de darse grandes conversaciones, sostenerse sólidos sistemas filosóficos. A esa hora de la media tarde apenas había tres o cuatro parroquianos, pero en otros momentos seguro que pueden escucharse allí grandes frases.

Estuve un hora allí, viendo cómo Mt. preparaba todo, metódico, profesional, y cómo iban llegando las jugadoras, el calentamiento, las últimas indicaciones del entrenador... Solo vi cinco minutos del partido. Y ya me volví a Oviedo, a recoger a A. Mientras bajaba hacia Mieres, iba contemplando, a la luz de los faros del coche, a los lados de la carretera, el paisaje de un valle que se va vaciando poco a poco, inexorablemente: las casas abandonadas y en ruinas al lado de otras, menos numerosas, arregladas, recién pintadas (en una de estas viven mi tía F. y mi prima M.); el viejo hospital donde nacimos, cerrado a cal y canto; algunas luces de navidad en los bloques de viviendas de Murias. Y al entrar en Mieres, frente a la gasolinera cerrada y comida por las hierbas, las tapias deslucidas del cementerio... Hice el breve viaje sumido en fúnebres pensamientos.

Se me quitaron todas las murrias cuando, al llegar a casa, encontramos a P. bastante mejor.

domingo, 22 de enero de 2017

Invierno en Asturias hacia 2016 (Nochebuena y Navidad)

 24 de diciembre

En el supermercado, frente al mostrador de la pescadería, donde me ha mandado mi madre a por unas gambas para la cena de esta noche, un señor polemiza con la pescadera, que se muestra muy escéptica ante estas fiestas navideñas. 

-Si por mí fuera, esta noche me hacía una tortilla francesa y me acostaba inmediatamente...

-¡No, mujer! Si no conservamos algunas ilusiones, ¿qué va a ser de nosotros?-le replica el cliente.

-Psssss...-persevera en su indiferencia la pescadera, mientras destripa una merluza.

-Mírame a mí, si no tuviese aún algunas ilusiones, ¿cómo podría haber llegado a mi edad...?

-Pero si usted todavía es joven...

-¿Cuántos años crees que tengo? ¿Cuántos me echas?- y sin dar tiempo a que lo haga, los confiesa- Setenta cumplo ya dentro de dos meses... Y, como te venía diciendo, sin ilusiones no se puede vivir... 




Luego nos fuimos a Oviedo, a hacer las últimas compras y a tomar un café con C. y H. Al salir de Paraíso, encuentro feliz con N. y los chiquillos. Venían de cortarse el pelo y N. olía maravillosamente, a loción antigua. Iban también a hacer unos recados. Decidimos que teníamos que organizar una comida todos juntos. Quedamos en hacer una cena, por concretar y por poner ya un día, decidimos que el martes, en el Boca a Boca (¡qué actores todos ellos!,¡qué bien mintieron!, ¡qué arte en el disimulo!).

Comimos en Casa Chus. Hace ya años que Mt. quería que lo hiciésemos en ese bar de barrio. No creo que aparezca en ninguna guía. Es lástima, porque se come maravillosamente. Es un bar de parroquianos antiguos, que se acomodan en la barra y hablan de las cosas de este mundo con el mismo escepticismo e incredulidad que la pescadera del supermercado de mi pueblo. Para comer tienen solamente los cuatro platos del menú del día. Si te gusta, bien; si no, te aguantas o te buscas otros sitio. No recordamos haber comido unas patatas rellenas como las que probamos allí.

La sobremesa la hicimos en Gijón, en casa de R. y M., para que nos enseñasen el documental que ha hecho M., sobre los pioneros del surf en Asturias. Llegamos a su casa en diez minutos, gracias a Mónica, la chica el GPS, que, aunque antipática, parece muy eficaz.

El documental es precioso. Aunque no te guste el surf, es bien hermoso escuchar a tanta gente hablar de su pasión, de los años en los que nadie sabía muy bien qué era eso, cuando apenas tenían tablas ni ninguna clase de material... Cuando la gente cuenta su vida, o parte de esta, con naturalidad, sin impostar la voz ni componer el gesto, cómo no escucharla. El gran mérito de esta película de M., aparte de otras muchas virtudes, nos pareció esa: el haber conseguido que toda esa gente hablase delante de una cámara como si lo estuviese haciendo ante un amigo, en la barra de un bar. Nos pusieron, para acompañar la proyección, unas casadiellas riquísimas que hacen en el instituto donde trabaja R. Cada poco, nos daban conversación, yo pienso que porque temían que nos aburriese un poco la película. Pero nada de eso. Nos gustó muchísimo.

Y ya nos despedimos, temprano, que nos esperaban mis padres para preparar la mesa de nochebuena y R. y M. debían hacer lo mismo con sus maletas, que se iban de viaje a Málaga.


25 de diciembre

Comida en casa con los sobrinos. G. aparece con traje y corbata. Elegantísimo. Él mismo se hace el nudo, con soltura y rapidez. Nos hace una demostración. Con diez años sabe hacer algo que uno, con cincuenta, es incapaz. En el bar de debajo de casa, antes de comer, nos encontramos con el hermano de J. En un par de minutos nos cuenta sus avatares comerciales. Muy joven abrió un quiosco donde vendía periódicos, revistas y chucherías. Le fue bien. Muy bien, incluso. Pero la socia que tenían les engañó y se vieron con el agua al cuello. Montaron entonces una tienda de galletas. A todo el mundo le pareció una locura. Hoy es un engocio próspero. Nos cuenta que han sido nombrados como una de las cinco tiendas más bonitas del país. Se iba con unos amigos, moteros como él, a comer por ahí. Tenía la Harley-Davidson aparcada en la puerta. Como a G., además de las corbatas, le gustan también las motos, le invita a subirse en ella. Tan elegante y encima de una máquina tan aparente, era como si estuviesen haciendo una sesión de fotos de moda, mi hermano el fotógrafo, con el móvil...

Después de comer, R. nos enseña sus dibujos. Va a todas partes con un enorme cuaderno, donde compone su obra. Inspirada en la de Francisco Ibáñez, al que adora. Una vez le contamos que lo habíamos visto, a Ibáñez, en Madrid, en una Feria del Libro. No sé cómo se lo contaríamos nosotros o cómo lo entendió él, pero según nos explicó después mi hermano, en el colegio, a sus compañeros,  les contó R. que sus tíos eran muy amigos del autor de Mortadelo y Filemón. Amigos íntimos.

Acabamos el día en un café-librería que han abierto en mi pueblo. En las paredes, fotos de los autores locales. Más de la mitad no sabemos quiénes son. Tampoco sabíamos que, en nuestro pueblo, escribiese tanta gente. Nos alegramos de ello, y también de que se abran, cuando la mitad de los locales muestran el cartel de Se alquila en los escaparates, negocios como este. Ojalá les vaya estupendamente. A todos.

sábado, 21 de enero de 2017

Invierno en Asturias hacia 2016 (El viaje)

Aunque nos sabemos el trayecto de memoria, antes de salir instalamos en el coche el GPS que nos acabamos de comprar. Por probar cómo funciona. La voz que te habla, cuando vienen un cambio de carretera, una glorieta o un cruce, está bautizada. Se llama Mónica. Pero no te contesta nada cuando le das las gracias por una de esas indicaciones. Sin embargo, persevero. Cada vez que nos avisa de algo, yo se lo agradezco. A. me comenta que le recuerdo a su abuela, que también hacía lo mismo, aunque tampoco le contestasen, con los locutores de la televisión.

Al pasar Villarrobledo, nos paramos a echar gasolina. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que habíamos atropellado a un pájaro. Había quedado enganchado entre unas láminas que tenemos en el frontal. Lo retiramos con cuidado. Era un pájaro pequeño, con el pecho dorado. Nos habría gustado poder decir su nombre (¿reyezuelo?, ¿pinzón?, ¿colorín?) para pedirle perdón. Desmadejado y roto, lo envolvimos en un papel y lo dejamos al lado de una papelera. Nos habría gustado también cantarle un responso, leer algo, no sé, alguno de los capítulos de Los pájaros amigos de Sagarra, donde se hace el más hermoso elogio de estos seres aéreos y felices. Pero soplaba un viento feroz y otro coche estaba ya esperando a que nos moviésemos para repostar. No es la primera vez que nos sucede. No llevamos la cuenta exacta, pero ya son varios los pajarillos que nos hemos llevado por delante. Una vez, incluso con el famoso ornitólogo y naturalista Joaquín Araújo sentado en el asiento del copiloto. Algunos casos fueron, no nos cabe la menor duda, suicidios. Otros no, otros fueron, como este, lamentables accidentes.

Tras cruzar el paisaje sobrecogedor, con aires de apocalipsis, de la urbanización de El Pocero, en Seseña, cogimos una de esas radiales por las que vamos a pagar todos, poniendo un pozo, unas bonitas cantidades. Al poco, el atasco. Viajeros y estables, gentes del sur y madrileños, que buscamos los caminos del norte. Cuando al fin se despejó la ruta, se presentó una niebla densa, incómoda y misteriosa. Podríamos haber estado viajando por cualquier otra parte, no sé, por la estepa rusa, por ejemplo.

Cuando se levantó la niebla, casi inmediatamente cayó la noche. Ya estábamos, para entonces, muy cerca de casa.


jueves, 19 de enero de 2017

Medio siglo

He cumplido cincuenta años. Dos veces. La primera, prematuramente, el 27 de diciembre; la segunda, como tengo por costumbre, el 12 de enero. 

Me explico. El 27 de diciembre, martes, habíamos quedado a cenar con C. y H., con A. y N., con los chiquillos.

Habíamos pasado la mañana, que había salido como del taller de un damasquinador, brillante y dorada por un sol espléndido, en Mieres. Habíamos tomado un café y comprado un par de libros en el café-librería que han abierto frente al parque. Después de comer leímos un rato, para hacer la digestión, a Pla, y, al atardecer, salimos para Oviedo. Un día perfecto.

Habíamos quedado en recoger a N. y a M., porque sus padres estaban haciendo unos recados y nos encontraríamos en el bar. Bajamos con el coche hasta El Campillín, donde aparcamos, y, como aún era un poco pronto, dimos una vuelta. M. tenía interés en mostrarme un pub que acababan de clausurar por no sé qué turbios asuntos, y también la pista de hielo de la plaza de la catedral, tampoco entendí muy bien por qué. Dimos esa vuelta, un poco más lentamente de lo que me parecía razonable. 

Finalmente, tomamos la calle Postigo Alto y nos acercamos al Boca a Boca, porque ya era la hora de la cita y a uno le gusta ser puntual. Cuando nos acercamos, vi por los ventanales que el bar estaba lleno, repleto. Me pareció raro porque teníamos reservada la mesa y allí no se adivinaba un rincón libre. Entramos. Yo el último. Y ahí fue cuando empecé a cumplir, quince días antes de la fecha oficial, mis cincuenta años...

Allí vi, uno a uno pero como si se me apareciesen de un solo golpe de vista, a la gente que más quiero, familiares y amigos, que rompieron a cantarme el cumpleaños feliz...

Si alguien me hubiese avisado, yo creo que no habría aparecido, hubiese dado esquinazo y huido a otra parte. Por la vergüenza, por el pudor... Si alguien me hubiese advertido de la que se me estaba tramando, me habría imaginado que no sería capaz de mostrame con normalidad... Menos mal que no fue así. Menos mal que consiguieron engañarme por completo. Tras un primer momento de pasmo e incredulidad - y un poco de miedo-, sentí una  felicidad enorme, una alegría tan pura y natural que comencé a disfrutarla como si uno realmente la mereciese.

Poco a poco fui enterándome de los detalles. De cómo A. llevaba urdiendo el asunto desde hacía meses, del grupo de whatsap que había creado, de la colaboración de los amigos, del talento para la trola y el disimulo de casi todos (esa misma mañana nos habíamos encontrado a J., que se iba para Úbeda; mi hermano se suponía que trabajaba esa noche; M. estaba en Galicia, y también era el trabajo la que la retenía allí; con mis primas íbamos a merendar al día siguiente; N. tenía que ir a Santander, a recoger a su cuñada...).

No sé cómo seguir contando esa noche que cumplí, un poco antes de la cuenta, cincuenta años. Solo que esa fecha y ese lugar -El Boca a Boca es un lugar recomendabilísimo-) no creo yo que los olvide nunca. No, al menos, hasta que llegue el alzhéimer. Si me dejase el ayuntamiento, pondría una placa en la fachada, para agredecerle a A. esa conspiración maravillosa, y a los amigos y familia -tanto monta, monta tanto- el que estuviesen allí. Creo que la palabra es esa: agradecimiento, aderezado con esa felicidad tan grande que sentí toda la noche, mientras cantábamos, comíamos y bebíamos un poco y nos dábamos abrazos y noticias unos de otros, sobre todo los que llevábamos más tiempo sin vernos...

Acabamos en un pub detrás de la catedral, que conocía N., vacío, con una camarera de Pola de Lena, al que le explicaron el caso y que nos recibió con los abrazos abiertos y nos puso la música de nuestra juventud (Los Secretos, Radio Futura, Nacha Pop...). Acabamos bailando todos en una esquina y cuando llegaron los clientes habituales, nos despedimos bajo un cielo cuajado de estrellas. O eso me pareció a mí.

Fue un día glorioso e inolvidable.

Te quiero, Anita. Os quiero.


 ( El cero explotó)