viernes, 29 de abril de 2011

Tres días en Cádiz (IV y último)

Martes

Lo que ven las gaviotas. Lluvia y el mismo viento de todos los días. De nuevo sin playa. De modo que decidimos subirnos a la torre de Poniente, la más alta de la catedral y de todo Cádiz. Llegamos a sus pies, bajo los paraguas, por calles de nombre maravillosos: calle del Viento, calle del Silencio, Arco de la Rosa, callejón de los Piratas... Parecía como si fuésemos leyendo un poema...


Antes de llegar, paramos en la Casa del Obispo, donde hay un yacimiento arqueológico, restos fenicios, romanos, musulmanes... No había apenas nadie, y estuvimos un rato bien recogidos.


A la torre de Poniente se sube por un larguísimo plano inclinado que la rodea como un abrazo. Llovía sobre la ciudad blanca, sobre el mar de azoteas y terrazas, sobre el Atlántico oscuro...



Comimos en un lugar llamado "El Garbanzo negro". Seguía lloviendo. Volvimos al hotel. En las aceras, varios paraguas con las varillas tronchadas, asesinados por el viento.

...

Salir, tras la siesta y ya sin lluvia ni viento, hacia el Parque Genovés era, qué duda cabe, un gran plan. Tuvimos que esperar a que pasasen un par de procesiones hasta llegar a la Plaza de San Antonio y, luego, por la calle Veedor, a la del Mentidero y ya, al fin, al parque... Estaba cerrado. Ni playa, ni atadecer ni parque Genovés. Menos mal que la ciudad es una maravilla, que si no... Nos consolamos en la cercana playa de La Caleta. Era la bajamar. Las pequeñas barcas varadas en la arena y el edificio del balneario de La Palma, tan blanco y singular, con sus cimientos en la misma playa, componían una estampa preciosa. Además, al poco de llegar encendieron el faro en el castillo.


 
Luego, buscando un lugar donde cenar, nos encontramos con una nueva procesión. La música era muy bonita. P. no entendía que fuese tan alegre.

Finalmente, cenamos en una taberna llamada "La Gorda te da de comer". Camareros muy apuestos, cubanos todos, clientela familiar y un hombre como un tonel reinando detrás de la barra.

Miércoles. Mañana.

Despedida y cierre. Mañana luminosa, soleada, sin viento. Suele pasar. Tras meter las maletas en el coche -con mucho cuidado de no dejarnos ninguna en el suelo del garaje-, antes de abandonar la ciudad nos fuimos a dar un paseo por la playa. Estaba la arena muy tersa, y las olas llegaban a la orilla muy dulcemente. De pronto, comenzaron a tocar las campanas de la catedral. Supongo yo que para despedirnos a nosotros. Abandonamos la playa por una escalera de caracol muy artística.






 
Al cruzar el puente sobre la bahía, mientras las gaviotas planeaban a nuestro lado, de nuevo comenzó a llover. O eso nos pareció a nosotros.




jueves, 28 de abril de 2011

Tres días en Cádiz (III)

Lunes tarde

Como seguía el tiempo huraño y hosco y resultaba impensable darse un baño, dedicamos la tarde a seguir con nuestros paseos, lenta y concienzudamente. Llegamos hasta la Plaza de la Candelaria, donde nació Castelar, que está allí, en estatua de bronce, colocado en el centro de esa plaza, en amistad estrecha con las palomas, que se le suben a los hombros y la cabeza, confianzudas.


Muy cerca, en la calle Obispo Salazar (en esta ciudad, además de almirantes y políticos, debió haber muchos religiosos, predicadores, misioneros y obispos), nos topamos con La Clandestina, un café-librería -o una librería-café, tanto monta- muy acogedor, atendido por dos jóvenes delicadas, étereas como heroínas románticas. Tenían libros escogidos con mucho gusto, que se podían hojear mientras te tomabas una infusión y unas pastas exóticas y exquisitas. Muy recomendable.


Luego estuvimos en una librería de nuevo y otra de viejo, librerías a secas, sin aromáticos cafés ni pastas deliciosas. En ninguna de ellas comparmos nada, lo cual nos llenó de contento y orgullo, por haber sido capaces de embridar ese afán nuestro por los libros. Como alcohólicos que, delante de un bar, pasan de largo.

En un bazar se anunciaban miniaturas y todo tipo de complementos para que uno se montase su propio paso procesional, con su trono, sus velas diminutas, su pequeño palio, su cristo o su dolorosa... "Hobby cofrade", se llamaba...





San Felipi Neri estaba como en camisón, cubierta por unos velos verdes, porque está en obras para el centenario del año próximo. La Plaza de la Catedral, con gradas y con los de Canal Sur preparando las grúas y las cámaras para la retransmisión de las procesiones. Por la calle Sopranis (en Cádiz, además de los nombres habituales, se encuentra uno con nombres como este, cosmopolita o exótico), de nuevo al Campo del Sur, camino de la Playa de la Victoria.


 A la playa de la Victoria nos fuimos huyendo de las procesiones y para ver la puesta de sol. Como paganos. Se había abierto el día y confiábamos en poder ver una atardecer espectacular sobre el Atlántico. Continuaba, eso sí, soplando el levante, furioso y enconado. Querríamos haber ido por la playa, paseando descalzos sobre la arena, pero no fue posible. Ese viento levantaba los granos de arena, los agrupaba y los llevaba de aquí para allá como una sombra blanca. A veces hasta conseguía levantarlos hasta el paseo y arrastrarlos por la carretera, donde culebreaban sobre el asfalto.



Luego, nos sentamos en una banco del paseo marítimo a ver pasar la gente mientras esperábamos la puesta de sol. Triscaban las golondrinas sobre nuestras cabezas, los jóvenes pasaban sobre sus monopatines y hombres y mujeres corrían sudorosos con sus auriculares y cintas en la frente. Se estaba bien allí. Sin embargo, al cabo de un rato comenzamos a sentir un poco de frío. Empezamos a impacientarnos. Recordamos nuestra juventud, cuando gritábamos aquello de "que empiece ya, que el público se va", siempre que tardaban en proyectar la película del domingo en el cine de nuestro pueblo. Como cada tarde, el sol se descolgaba muy lentamente.



Estaba el cielo muy barroco, con unas nubes doradas y artísticas como trono de Semana Santa. No faltaba ya mucho cuando, de pronto, una bruma se alzó  en el horizonte y nos ocultó el sol justo unos minutos antes del espectáculo que nos había llevado hasta allí. ¡Menudo chasco! Quedamos desilusinados cual  costalero sevillano. Para que se nos pasase el disgusto decidimos  irnos a cenar unas tortitas de camarones.

De vuelta, ya noche cerrada y a la altura del cementerio, frente a la calle Cielo (¡qué buen nombre para la tapia de un camposanto!), en la playa vimos bailar algunas luces, como luciérnagas ¿Contrabandistas?, ¿espías?, ¿piratas? Parecía un cuento de Stevenson o una escena de Los contrabandistas de Moonfleet. Pero solo eran pacíficos vecinos en busca de camarones y quisquillas en las charcas que  la bajamar había dejado entre las rocas.







Al fondo, el castillo de San Sebastián nos guiñaba su único ojo cada diez segundos.

miércoles, 27 de abril de 2011

Tres días en Cádiz (II)

Lunes
 De nuevo nublado y con viento. Imposible ir a la playa. Los bañadores, chanclas y toallas, en el maletero del coche. Así que otra vez nos encaminamos hacia Puerta Tierra. En el foso de este baluarte que abre paso al Cádiz más hermoso y viejo, hay, a la derecha un jardín, y a la izquierda un par de campos de fútbol. Estaban jugando unos muchachos. Me paré un rato a verlos, a comprobar si había alguna esperanza próxima para el equipo de la ciudad que pena hoy, como el Oviedo, por la 2ªB; por ver si había, entre esos jóvenes jugadores, algún heredero del gran Mágico González. Pero en seguida me llamaron A. y P. y tuve que dejar de contemplar aquellos partidos.

En el Campo del Sur estuvimos echando unas fotos mientras el día se decidía a meterse en lluvia o no. Parecía que iba a ser lo primero, y hasta cayeron algunas gotas, dudosas e indecisas. Finalmente se sosegó todo un poco, y pudimos pasear tranquilamente, sin plan ni rumbo ni propósito.

Es Cádiz una ciudad preciosa. No se sabe muy bien qué es lo más hermoso, si las casas restauradas, recién pintadas, con las maderas de los balcones barnizadas y brillantes, casas, me imagino, de abogados, farmacéuticos o dentistas; o los viejos caserones decadentes y medio arruinados, con las fachadas malatas y muchos geranios en las ventanas de cristales empañados, que deben de ser estas las de los  zapateros, menestrales y marinos; si las iglesias o las plazas; si el puerto o los baluartes; si las tabernas o las calles; si los parques o las playas; si  el cielo o el mar…

Como caminábamos muy despacio, sin prisa alguna, íbamos fijándonos en todo: en las gentes y en los negocios que nos encontrábamos. Además de bares, vimos en Cádiz muchas ferreterías, muchos zapateros remendones y en cada esquina una administración de lotería o, en su defecto, hombres voceando sus décimos, que llevaban prendidos en el pecho. Las zapaterías estaban todas en unos locales estrechísimos, unos tabucos repletos de herramientas y de viejos zapatos que colgaban  como exvotos de los techos oscuros.
A la vuelta de una esquina dimos con la Torre Tavira. Hay en ella una cámara oscura. Con un espejo, dos lentes y una pantalla cóncava, blanca y horizontal en un cuarto totalmente a oscuras, se pueden contemplar grandes maravillas. Decidimos entrar. Nos condujeron, junto con otras personas y después de subir largo tiempo por unas escaleras, a ese cuarto. Allí, con una cuerda levantaron el espejo en lo alto y, al entrar la luz, reflejarse en este y pasar después a través de las dos lentes, apareció, como por arte de ciencia mágica, la ciudad ante nosotros, recogida en la pantalla. Al principio daba la sensación de que se trataba de una foto, pero rápidamente te dabas cuenta de que no era así: se veía la agitación del mar, las barbas de espuma que le trenzaba el viento aquí y allí, el pasar de las gentes diminutas por las calles, el circular de los coches y, en las azoteas, el baile enloquecido de la ropa puesta a secar en los tendales… Nos daba la sensación de estar asistiendo a un truco prodigioso.


A oscuras, dieciocho personas rodeando esa pantalla cóncava en la que la ciudad cobraba vida, ya solo faltaba que nos cogiésemos todos de la mano, elevásemos un extraño canto, como un conjuro, y entonces la ciudad sería nuestra y con ella la voluntad de sus gentes. Justo cuando estábamos pensando en esto, la guía que manejaba la cuerda y que nos había ido señalando cada punto de la ciudad hizo una broma: con un pequeño cartón blanco, atrapaba en él a alguna de las personas que, reducidas, ajenas y descuidadas, pasaban por la calle. Se quedaba reflejada durante unos segundos en ese pequeño trozo de cartón, en las manos de la guía. Parecía como si estuviésemos dentro de un cuento oriental. Luego cerró el espejo en lo alto y al encender las luces todo se esfumó. Bajamos las largas escaleras pensando en que, si uno fuese alcalde de esta ciudad, vendría cada tarde hasta esta torre, y me encerraría un buen rato a solas, a contemplar ese prodigio.



Después de esto, subimos a lo más alto de esa torre, a airearnos un poco y a que se nos llevase el viento esos aires de grandeza que nos habían embriagado en aquella cámara oscura. La vista, desde allí, era otro maravilla: las torres de las iglesias y las de las casas de los antiguos comerciantes, que las levantaron para vigilar el tráfico de los barcos que fletaban. A una de estas últimas la conocen en la ciudad con el poético nombre de La Bella Escondida, porque al levantarse en una calle muy estrecha pasa desapercibida y solo se puede contemplar así, desde una azotea, a vista de pájaro.


En Cádiz apenas hay tejados, solo terrazas y azoteas sembradas de antenas de televisión donde la ropa puesta a secar baila con el viento.





Después de comer en la calle Abreu, una calle que comienza muy estrecha y termina como una plaza, y que está llena de placas que prohíben a los chiquillos jugar al balón y algunas otras cosas, volvimos al hotel por donde habíamos comenzado el día, por el Campo del Sur. El viento, más calmado, acariciaba el agua verde.





martes, 26 de abril de 2011

Tres días en Cádiz

Domingo
Continuando con nuestro propósito de viajar muy lentamente -pero sin dejarnos olvidado nada esta vez-, salimos de Úbeda tarde, después de comprar los periódicos y unos dorados ochíos para el camino.

Se circulaba muy a gusto, sin apenas tráfico, y poco antes de llegar a Sevilla nos paramos a comer (de los ochíos ya habíamos dado buena cuenta por el camino). El bar estaba lleno de japoneses que acababan de bajarse de un autobús. Nos entraron ganas de hacerles una reverencia y darles nuestras condolencias por  todo lo que había sucedido en su país, y lo que sigue pasando, pero como se les veía a todos muy contentos, sacándose fotos unos a otros y riéndose con ganas, no lo hicimos.
¡Qué bonito es entrar a una ciudad por un puente levadizo! ¡Y rodeados de mar! ¡Y con las gaviotas suspendidas en el aire, como si estuviesen colgadas del cielo, planeando a dos palmos de nuestra ventanilla! Cádiz, ya se sabe, es prácticamente una isla. El trocito de tierra que la une a la península es muy poca cosa, así que aunque para los geógrafos de ninguna manera pueda ser así, para nosotros, entrar a Cádiz fue como llegar a una ínsula. Y a pesar de estar el día nublado y gris, y a que soplaba el Levante furioso, nos pusimos de muy buen humor.




Después de descansar un ratito en el hotel, salimos a hacer la ruta que nuestro amigo J., que vivió hace años en esta ciudad, nos había trazado: Cuesta de las Calesas ( y ya nos ponemos a soñar con estas calles en el XVIII, con sus damas perfumadas y  caballeros de empolvadas pelucas …), Plaza Mina, Alameda Apodaca, Plaza del Mentidero… Al entrar por Puerta Tierra, el suelo se vuelve de adoquines. Una ciudad con sus calles de adoquines es una ciudad que hay que tener en cuenta. Y más si esos bolos se sabe que han llegado hasta este lugar en los barcos que venían de América, que los traían como lastre y los dejaban abandonados aquí.

El paseo, naturalmente, es lento. En la Plaza de las Cuatro Torres hay un caserón precioso, mitad restaurado, mitad abandonado, sin cristales en las ventanas y balcones, por los que se colaban las palomas, que deben de vivir okupas en él.  Las paredes, desconchadas por el tiempo y la humedad. Esta era sin duda la parte más bonita del edificio. Con decenas de motocicletas pasando de aquí para allá, parecía ese un rincón romano.



Luego, calles silenciosas y portales profundos con un patio al fondo. En la Alameda Apodaca, casi vacía, de nuevo el mar. Parecía más tranquilo, menos agitado. Muy cerca, la Plaza de San Antonio es un lugar abierto y luminoso, feliz, como la plaza de una gran ciudad americana; y a menos de cien metros de esta, la del Mentidero, pequeña, recogida, como de pueblo pequeño, con su fuente y el busto de un médico que debió de ser muy querido en esas calles… En tan poco espacio, puede uno elegir: o la plaza enorme y ciudadana para las jornadas expansivas, o la íntima y discreta para las melancólicas.




Luego, frente al teatro Falla –que tiene una arquitectura como de plaza de toros-, unas chiquillas nos preguntaron si sabíamos por dónde  iba a pasar el Nazareno. Cuando les contestamos que no teníamos ni idea, que éramos forasteros recién llegados, se sorprendieron mucho porque aseguraron que parecíamos verdaderos gaditanos. Eso nos puso muy contentos.
Al Nazareno nos lo encontramos de pronto en la Plaza de Topete. El gentío, allí, era enorme. Nos desviamos por la calle Barrie hasta la Plaza de la Candelaria, y desde ahí al Paseo Canalejas, frente al puerto. Allí, sobre el césped, encontramos una moneda dorada. La recogí pensando que eran cincuenta céntimos, para P., que como a todos los chiquillos le ilusiona mucho encontrarse unas monedas por la calle. Pero no. Era una moneda extraña. Muy rubia, con el perfil de un rey exótico y, al dorso, la imagen de un templo budista. ¿Será una moneda mágica?, pensé entonces. ¿Nos traerá, al recogerla, un maleficio o, por el contrario, será para nosotros como un talismán? Acto seguido, tuvimos que bajarnos de la acera a causa de unas obras en el paseo, y entonces un autobús municipal no nos atropelló de puro milagro. Pasó rozándonos. La duda, entonces, continuó: ¿Nos habrá librado esta moneda de morir atropellados o ha sido su posesión la que nos ha puesto en tan grave peligro?

Volvimos al hotel por la playa de Santa María. Las olas llegaban muy lentamente hasta la arena, donde se dejaban caer como si estuviesen muy cansadas. En el cielo, sobre el mar, reinaba una luna llena del mismo color que esa rara moneda.


lunes, 25 de abril de 2011

Slow life

Salimos el sábado hacia Úbeda, donde haríamos noche. Salimos sin prisa, a media mañana. Tan sin prisa que, cuando ya estábamos en el coche, circulando hacia la salida de la ciudad, nos volvimos a casa porque A. se había dejado olvidado el móvil y yo..., yo mi maleta, aunque esto todavía no lo sabíamos. Lo descubrimos al llegar al portal y encontrarnos con unos vecinos, los del quinto, que nos preguntaron si no sería nuestra una maleta azul que había encontrado otro vecino, el del tercero. “Noooooo”, les contestamos seguros de tenerlo todo, las maletas, bultos y aperos para los baños de mar, bien embutido en el maletero. En el ascensor nos encontramos con otros, los del sexto, que nos dijeron haber creído que la maleta era nuestra porque otro, el del tercero, nos había visto abandonar el garaje y justo después entró él y se la encontró allí, abandonada sobre el suelo… Entonces ya empezamos a dudar. Mientras A. dejaba la basura en el contenedor de la calle, P. y yo habíamos bajado esos bultos, maletas y aperos para los baños de mar, hasta el garaje, y a lo mejor, en un descuido… De manera que nos pusimos a rastrear la dichosa maleta y, tras varias subidas y bajadas siguiendo su rastro por diferentes pisos, acabamos hallándola en casa de E., nuestra vecina del segundo. Efectivamente, era mi maleta. E. es la misma vecina que un verano, media hora después de habernos marchado para las largas vacaciones del verano, tuvo que cerrarnos la puerta de casa, que nos la habíamos dejado abierta de par en par.

De manera que salimos, como se ve, muy lentamente, y lentamente hicimos el camino, conduciendo muy despacio, pensando cómo habría remediado uno ese olvido. A. decía que nada más llegar a Úbeda tendría que haberme ido a comprar unos pantalones, alguna camisa y mudas limpias. Yo, sin embargo, pensaba que podría haber esperado a llegar a Cádiz y haberme hecho allí con unas bermudas y una camiseta de esas que venden en los bazares con una leyenda en el pecho: “Lo siento, pisha, no to er mundo pue ser de Cai”, o una de su equipo de fútbol, con el nombre de Mágico González a la espalda. Y en lugar de calzoncillos, usar el bañador. Con eso, para tres días, tendría más que suficiente.




También escuchábamos a F., que iba glosando el viaje: “Mira, en ese campo debe de haber muchísimos espárragos. De chica, yo los encontraba con mucha facilidad, donde nadie veía nada, yo encontraba unos espárragos hermosísimos…”; “yo me acuerdo, de muy chica, cuando tío Lorenzo, que era muy versado y sabía leer, cogía un libro por las noches, y a la luz de un candil se lo leía  a los mayores… Luego, con la luz eléctrica y la radio, eso se acabó… Mira ahora, ponéis la música, y ya no habláis nada…”; “esas nubes traen agua, no lo veis…”; “la última vez que hice este viaje, se me subieron unos colores…, al llegar parecía una santa borracha…”. Nos adelantaban los camiones, pero nosotros tan contentos…
Al entrar a Úbeda, ya sonaban  las agrias trompetas, los oscuros tambores…

viernes, 15 de abril de 2011

El mar, el mar

Mañana nos marchamos a Cádiz. A ver el mar. Hace ya largos meses que solo lo vemos por la tele, cuando lo sacan en la información meteorológica. Podríamos acercarnos hasta Alicante o Valencia, que están más cerca, pero el Mediterráneo, aunque para el comercio y los grandes viajes es sin duda un mar de gran tradición y solera, sin embargo, para mojarse un poco los pies o echarse un chapuzón siempre nos ha parecido muy poca cosa. Así que nos vamos a asomar al Atlántico, a pasar a sus orillas estos días de vacaciones. Por eso, durante una semana no apareceremos por esta esquina. Nos llevamos, eso sí, nuestra libretilla de pastas de hule, para apuntar algunas cosas, y poder contarlas luego aquí, a nuestra vuelta.





jueves, 14 de abril de 2011

Gorriones ilustrados

Prometo que es cierto. Que no hay, en lo que voy a contar, la menor fantasía.

Esta mañana, mientras mis alumnos se afanaban, muy serios y silenciosos, en la contestación de unas cuantas preguntas sobre los ocho primeros capítulos del Quijote, sorprendí a cuatro gorriones espiando lo que yo leía, por encima de mi hombro, tras el cristal de la ventana.

No sé cuánto tiempo llevarían allí. Solo sé que, de pronto, sentí que alguien estaba a mis espaldas y al volverme los descubrí. Eran cuatro gorriones redondos, lustrosos, con un inequívoco aire intelectual. Al sentirse descubiertos, trataron de disimular ahuecándose las plumas, miraron para otro lado y echaron a volar hasta las ramas recién verdecidas de los árboles del patio.

miércoles, 13 de abril de 2011

Economía o ética

Esta mañana han montado una pequeña feria del libro en el colegio de P. Lo hacen todos los años. Las familias le cedemos viejos volúmenes que ya no vayamos a leer más y los venden a uno, dos o tres euros. Lo que  recaudan se lo ceden a una asociación que ayuda  a niños con  enfermedades graves. Nos piden también cada año que les demos a nuestros chiquillos un poco de dinero, porque a lo largo de la mañana los llevan a que se compren alguno que les guste. Como no teníamos suelto, en esta ocasión a P. le hemos dado diez euros.

Al mediodía, cuando llegué a casa, me informó que se los había gastado todos. Me hizo las cuentas:

-Un pequeño libro de cuentos para irse a la cama, para su prima Ana (2 euros); un dibujo de un caballo sobre madera de marquetería, para su prima Carmen(5 euros); una novela titulada El Tiempo, el Espacio y el tío Albert (1 euro); y un tomo sobre el Espacio (1 euro).

-Eso suman nueve, P.- le dije.
-Sí, el otro se lo presté a un amigo, que le faltaba para comprar el libro que le gustaba-nos explicó-. Pero mañana me devuelve un euro con cincuenta céntimos- continuó.
-¿Cómo? Pero si tú solo le has prestado...
-Ya, pero él me dijo que me devolvería eso...

Y entonces, durante unos segundos, no supe bien qué contestarle. Naturalmente, lo primero que me vino a la cabeza fue decirle que ni se le ocurriese coger esos cincuenta céntimos de más, que los favores no se cobran, y menos a un compañero... Pero de pronto me asaltó la duda terrible: en los tiempos que corren, ¿sería esta la respuesta correcta, la lección adecuada?; ¿no estaría, al contarle todo eso, abortándole un prometedor futuro como banquero, comisionista o consejero administrativo de alguna próspera multinacional? Dudé, confieso que dudé, y a punto estuve de decirle que muy bien, que había hecho lo correcto, y que la próxima vez que le pidiesen un euro, subiese el interés con la excusa de la crisis... Sin embargo, no sé muy bien por qué, le dije lo primero que se me había ocurrido, que ni se le pasase por la cabeza aceptar esos cincuenta céntimos, que los favores no se cobran , y menos a un compañero...

Con un padre así, será muy difícil que nuestro hijo se haga alguna vez millonario.

martes, 12 de abril de 2011

Semanas de pasión

Se avecinan, para los aficionados al fútbol, jornadas de grandes emociones, días de pasión y gloria. Para los que nos gusta tanto que hasta nos quedamos parados un ratito en la calle si vemos a unos chiquillos jugar, serán, estas semanas de abril, un gran regalo. Así que, para ir abriendo boca, hemos vuelto al libro de Vladimir Dimitrijevic, y hemos picoteado aquí y allá. Y al hacerlo  hemos pensado de nuevo en lo buen libro que es este, sobre todo porque, al hablar de fútbol, termina inevitablemente hablando de todo aquello que en verdad es importante. Pongo aquí algunos ejemplos:

"[El delantero centro] está siempre al acecho y se comporta durante todo el partido como el que acaba de perder su boleto justo antes de la salida del tren o del avión. Estos cazadores de goles son extraños(...). Una sola idea en la cabeza como en los poetas o en los grandes novelistas".


"Hay pocos señores en las competiciones en las se pone en juego tanto como en las que vemos hoy en día. ¿Dónde están los Bobby Charlton, los Rajko Mitic, los Facchetti, los Eusebio de antaño?"


"Hay equipos que son mecánicos, disciplinados; y hay equipos que son orgánicos, como un cuerpo humano".


"Los grandes equipos son equipos de amigos, de amigos de infancia. La amistad y la infancia juegan un gran papel. El equipo es un sueño, una fe".


"La manera, para un escritor, de situar una coma, un adjetivo, de entender su propia música, la respiración de su frase, todo eso se encuentra igualmente en este juego mágico. Existe un fútbol musical, jugadores líricos, jugadores académicos...".

"Como los niños son más bien distraídos, durante el encuentro, prefieren mirar a una hormiga en el suelo o bien jugar con los palillos o con las cerillas, en lugar de seguir a la gente que corre. Un vistazo a la hormiga que desplaza una ramita, un vistazo al balón, una carrera a través de las gradas, de nuevo la hormiga, estupefacción cuando los adultos comienzan a gritar, esfuerzo por comprender por qué los otros corren por el campo, entre los que destaca un títere que gesticula, que se agita, que se lanza sobre el balón. Es el portero: es interesante porque está chiflado (...) De repente hay un señor que hace idioteces, y los otros están en calzones, como papá en casa cuando se afeita."


"Entonces aparecía alguien que había escuchado el partido en la radio y nos explicaba quién había marcado y, por supuesto, hacía observaciones sobre el árbitro o el comportamiento de los jugadores. Podía mentir o añadir cosas. Pero todo era cierto".

"Se reconstruye un partido oído en la radio como se reconstruye todo libro leído. La verdadera pasión por el juego es vivida por la cabeza, es vivida  por el corazón".


"En el fútbol, para rentabilizar el coste de los jugadores, se llega a un centenar de partidos históricos por año y, el sábado o el miércoles por la noche, se pueden ver tres partidos in extenso, más el resumen de otros quince encuentros. A última hora de la noche, el caos instalado en nuestra cabeza produce extraños estados en los que el resultado de los partidos es puesto en duda por culpa de una memoria sobrecargada".