viernes, 30 de octubre de 2015

Eduardo Halfon

Oímos su nombre, al lado de los títulos de sus libros, de un modo elogioso, no sabemos cuándo ni dónde. Y una de estas tardes, en una librería, nos encontramos con dos de ellos. Dos volúmenes muy pequeños, de esos que caben en el bolsillo de la chaqueta. Recordamos entonces aquellas palabras alentadoras y los recogimos de la mesa en la que se ofrecían. Tenían el tamaño exacto de nuestras manos. Los abrimos, leímos algunas líneas... Entendimos entonces que no saldríamos de allí sin ellos.


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Ya los hemos leído y ahora los llevamos en el bolsillo de la cazadora, incapaces de separarnos de esas páginas. Monasterio es una novela brevísima y profunda, una historia llena de los ecos tristes de la historia, escrita con originalidad y soltura; y Signor Hoffman, una colección de cuentos emocionantes y poéticos, de una hermosura melancólica y dolorosa, escritos del mismo modo. Porque es la misma voz la que narra lo contado, el mismo personaje, con su mismo gabán rosa y su misma búsqueda perpleja y ensimismada. Dos libros de finales abiertos, dos libros que nos pasean por el mundo -Guatemala, Israel, Polonia, Nueva York...-. Dos libros pero un único mundo, un mundo del que estamos deseando saber más cosas. 



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miércoles, 28 de octubre de 2015

Los premios

No fueron muchos, pero sí cuatro o cinco los conocidos que me preguntaron, la semana pasada, por la polémica que se había encendido en Oviedo a propósito de los premios Princesa de Asturias.

Cuando me preguntaban al respecto, apelando a que uno es asturiano y con la inocencia de que por esa razón tendría uno que saber  más que ellos, lo primero que se me ocurría era contestarles que yo soy de Mieres, de la cuenca minera, que qué sabía yo. Sin embargo, envanecido por esa condición de experto que me concedían, y como uno lee los periódicos de allí todos los días -hay costumbres peores-, carraspeaba un poco y componía un gesto de seria reflexión, para dar a entender que era ese un asunto complejo, lleno de matices difíciles, y les hacía un resumen de lo leído, sin citar fuentes.

Les expliqué que ya hace años que se reúnen, el día de los premios, unas cuantas personas en la Plaza de la Escandalera, casi todos republicanos, que pitan y protestan y lucen pancartas alusivas a la inutilidad de la monarquía. Que eso no era nuevo. Que en la televisión procuraban que no saliesen en ningún plano, y que les colocaban delante un número desmesurado de policías y de gaiteros, estos últimos encargados de no dejar de soplar ni un instante para acallar los gritos de protesta y las proclamas antimonárquicas.

Les dije que lo que había cambiado este año es que, desde el ayuntamiento, un par de nuevos concejales habían reflexionado, en voz alta, sobre la subvención que el consitorio le entrega a la Fundación que organiza los premios, que consideraban que era muy alta, y también que no parecía de recibo que, siendo un dinero público, no diese explicación ninguna esa Fundación de cómo, dónde ni en qué se gasta esos dineros. Que si es para organizar los actos culturales que con los premiados se realizan los días previos a la entrega, que muy bien, pero que si es para pagar los cócteles y los canapés de todas las autoridades que viajan a Oviedo esos días, pues que no les gustaba. Les informé también de que algunos protestantes se habían encerrado en el ayuntamineto, y que habían pasado la noche allí.

Les conté que, ante estas quejas y manifestaciones, un grupo de ovetenses -utilicé el gentilicio de carbayones, para que valorasen mis interlocutores mi profundo conocimiento del asunto y sus alrededores-, indignadísimos, habían promovido la creación de una plataforma para defender los premios, y que habían organizado una recogida de firmas para ello.

Pero, concluía, me parecía a mí que unos y otros habían dramatizado más de la cuenta, los encerrados en el ayuntamiento porque para qué dormir fuera de casa, y los defensores, porque no creía que los premios estuviesen en peligro alguno, y que eran muchos más los que salían a la calle a aplaudir y vitorear a los reyes nuevos, y a decirles que qué guapos eran. Y así cerraba mi intervención. Me pareció, cada vez, que a esos cuatro o cinco conocidos les satisfacía la explicación. 

Si en lugar de ser conocidos hubiesen sido amigos, les habría dicho que a mí esos premios me importan un bledo. Que si uno estuviese en Oviedo ese día de la entrega, no estaría ni aplaudiendo ni protestando, que seguramente estaría en Cervantes, o en el Café Paraíso, o tomando sidra en El Fontán. Que me parecen muy sensatas las palabras de los concejales, y que  los de esa plataforma se ve que lo que tienen son ganas de indignarse y tiempo de sobra para hacerlo. Que no sé si esos premios le dan un prestigio universal a la ciudad. Ni si son rigurosas las cuentas que calculan que son varios los millones de euros que acaban en la ciudad gracias a ellos. Que me parece, ese del prestigio, un concepto difícilmente mensurable. Y esas cuentas, las cuentas de la vieja. Que lo que resulta más que evidente es que esa entrega es, por encima de todo, un  gigantesco ejercicio de propaganda para la monarquía. Que sin duda alguna es esta quien más ha ganado con ellos. Porque se trata de un modo que tienen estos reyes y sus herederos de mantener el negocio arrimándose a los buenos, de los que, de año a año, se olvida todo el mundo y cuyas palabras les importan un higo a todos esos políticos, banqueros y empresarios que ocupan las butacas del Campoamor y pagan la mayoría de los gastos de esta farra porque algún rédito le sacarán. 

También les habría explicado que me resulta un poco triste ver tanta solemnidad en un teatro en donde nos hemos reído y emocionado tanto, donde hemos visto El hombre tranquilo, y El hombre que sabía demasiado, y a Les Luthiers, y conciertos, obras de teatro, conferencias... En el Campoamor escuchamos a Monterroso, a Bioy Casares, a los poetas del cincuenta... Un lugar donde este mismo verano asitimos a una visita guiada descacharrante y lírica y donde, por esas cosas del azar, me tocó leer, en alta voz y desde el patio de butacas, la receta clásica de la fabada para unos cincuenta turistas que me escucharon con mucha atención... Allí donde las altas palabras de los premiados y el rey, allí también las mías, explicando cómo se deben de asustar les fabes...

Les habría contado que, de no ser uno ya tan escéptico y tan hurón, amante del rincón y de la sombra, de estar en algún lado estaría con los de La Escandalera. Que a mí los monarcas me gustan poco y  la monarquía la entiendo mal. Que no son otra cosa que teatro para la gente, y que Leticia, que es muy lista, lo ha entendido tan bien que se está conviertiendo, cada día un poco más, en una especie de actirz de Hollywood, glamurosoa y hiératica, como Elizabeth Taylor -aunque no tan guapa como ella, ya le gustaría- en  la Cleopatra de Mankiewicz.

Les habría dicho que, además, pienso que le ha faltado a esta polémica un poco de humor, un poco de esa socarronería que acostumbraba a ser un rasgo distintivo de los asturianos. No de todos, claro, y desde luego no de los integrantes de esa plataforma de defensa, demasiado seriso y estirados. A todos les habría venido mucho mejor más cachondeo y menos envaramiento, un chiste, un chascarrillo inteligente. A mí, en eso, también me parecen mejor los de La Escandalera, con esas pancartas donde se pueden leer proclamas como: "LOS BORBONES A LAS ELECCIONES", o "LA ESPAÑA REAL NO TIENE NADA QUE CELEBRAR", o, por último, esa tan bonita de "FARTONES"... No sé. Me ha parecido, y ahora sí que ya termino, que ha faltado fineza. 

Todo eso habría dicho y, claro, inmediatamente después tendría que tomarme un vaso de agua, que se me habría secado la boca.


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martes, 27 de octubre de 2015

Los amigos (Cuaderno de Palacio)

Cuando vivimos en Palacio, entre julio y agosto, viajamos alguna vez a la ciudad. Dejamos durante un rato la paz de la aldea, y nos paseamos entre semáforos y gentes. A veces vamos a Oviedo, otras a Gijón.

Vamos a ver a los amigos. A C. y a H., a A. y a N., a R. y a M. Depende. A veces vemos a unos, a veces vemos a otros, y en ocasiones a todos juntos. También entramos en alguna librería, comemos en algún chigre agradable o visitamos alguna exposición, como si fuésemos turistas. Nos lo pasamos bien.

Hablamos. Hablamos sin parar con nuestros amigos. Nos contamos las cosas del año, sin método ni plan, conforme van saliendo en la conversación, de un modo semejante a como deben de formarse las nubes.

H. nos cuenta cosas del periódico; C. de los nuevos políticos que gobiernan el ayuntamiento; R. de sus viajes; A. de su familia; N. de su pueblo; y con M. nos enteramos de que, además de amigos, si preguntamos por Pimiango, tal vez seamos hasta un poco parientes.

Pero también, a veces, estamos juntos y en silencio. Sabemos que son buenos amigos porque, entre otras cosas, podemos pasar un buen rato en su compañía sin decir una palabra. Cada uno enredado en sus pensamientos, o sin pensar absolutamente en nada, la mente en blanco, concentrada tan solo en ver la gente que pasa. En silencio, callados, pero no solos. Con los amigos.


viernes, 23 de octubre de 2015

Las Vainica

Ayer murió Gloria Van Aerssen, de las Vainica Doble. ¡Cuánto hemos disfrutado con sus discos! ¡Cuántas horas felices hemos pasado escuchándolas! Canciones memorables que hemos escuchado en casa pero también por ahí, en los viajes, en el coche. Canciones que le poníamos a P. cuando era pequeño, y que oíamos con él, canturreándolas, una y otra vez. Poner un disco de las Vainica era como entrar en una habitación encantada. De repente, todo lo que nos rodeaba se cubría de hermosura y luz no usada, que diría el poeta. A las Vainica, en casa, las sentíamos como de la familia. Por eso enterarnos de esa muerte, por el periódico, nos ha puesto tan tristes...



                       

viernes, 16 de octubre de 2015

La semana francesa

Esta mañana, en mitad de la niebla, partió el autobús con los chicos franceses del intercambio. Han pasado una semana con nosotros. Cuando llegue abril, serán los nuestros los que viajen hasta Francia, a Aix-Les- Bains, para devolverles la visita.

Ha sido una semana extraordinaria, fuera del orden natural y común que rige nuestra vida. De pronto nos convertimos en anfitriones de una chica de 14 años que apenas chapurreaba unas pocas palabras en español. De manera que nos hemos pasado siete días hablando en francés. Un francés mitad real y mitad inventado. Un francés comme ci comme ça. La primera mitad la desempolvamos de nuestros lejanos años de estudiantes. La segunda la sacamos, a su vez, mitad de la intuición, mitad de lo que hemos escuchado por ahí, en canciones o películas subtituladas. Lo curioso es que no nos hemos entendido mal. Todo lo contrario. Verdad es que, cuando la cosa se encallaba, acudía a nuestro auxilio P., con una pronunciación y una soltura que nosotros no le conocíamos.

También hemos modificado nuestros horarios. Por ejemplo hemos tenido que madrugar aún más de lo que es corriente, por preparar los bocadillos que debían llevar a las tres o cuatro excursiones que han hecho: a Valencia, a Cuenca, al parque de La Pulgosa, al Jardín Botánico..., o para organizarnos con las duchas.

Hemos cenado como nunca lo hacemos, en la mesa del salón, con un mantel florido -recién comprado, aquella tarde de otoño de la que se habló aquí-, con variedad de platos y bandejas repletas de delicias que, normalmente, solo pasan por esta casa de tarde en tarde: jamones y quesos finos, panes artesanos, suavísimos purés, salmón a la piedra, tortillas de patatas cuajadas con los mejores huevos...

El fin de semana, en compañía de muchos otros padres y sus correspondientes hijos y sus correspondientes franceses, nos fuimos a Almagro. Les enseñamos el Museo del Teatro. Asistimos a una visita teatralizada al Corral de Comedias -los franceses no entendieron nada de lo que los actores recitaron, ni tampoco ninguna de las palabras de recibimiento e introducción que se escucharon por los altovoces, grabadas por Fernán Gómez-. Comimos en la Hospedería, en un gran salón de techos altos, con un escenario al fondo en el que, nos explicaron,  todas las tardes de los domingos van a bailar los viejos del pueblo... De vuelta a casa, paramos en Ruidera, en la Laguna del Rey. Nos atardeció allí y pudimos ver cómo la luz desmayada de esa hora transformaba la laguna en una fragua.

También P. ha estado desalado, en la calle a todas horas, en esas mismas excursiones, sin tareas del instituto, en comidas y cenas francoespañolas que se alargaban luego en paseos multitudinarios por las calles de la ciudad. Incluso un día, se fue de compras, a tiendas de ropa y boutiques, por acompañar a L.

L. resultó ser un chica encantadora, simpática, educada y muy divertida. Nos hemos reído mucho juntos, hemos hablado mucho -en ese francés que queda señalado más arriba-, le hemos enseñado algunas palabras, algunas expresiones que al final ya no le salían nada mal...

En fin, que cuando esta mañana se perdió el autobús en la niebla, como si se hubiese disuelto en ella, nos hemos quedado todos un poco tristes.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Noticia del caballo suicida (Cuaderno de Palacio)

A los dos días de cruzarnos con el caballo abatido y tristísimo que a nosotros nos pareció a punto de tirarse, del muro abajo, al paso del primer coche que apareciese, salió ESTO en el periódico.


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sábado, 3 de octubre de 2015

Una tarde de otoño

El otro día, sin casi darme cuenta, acabé pasando la tarde en Leroy Merlin. Cómo acabé en ese lugar, no sabiendo utilizar apenas un destornillador, es asunto de ardua explicación. 

Yo creo que fue, sobre todo, culpa del otoño. Las primeras tardes otoñales, no sabría explicar por qué,  me empujan a salir de casa. Normalmente preferimos quedarnos en nuestro rincón, amasando la tarde. Sin embargo, las tardes del otoño nos apetece más coger la puerta e irnos a cualquier parte. Puede que sea por la luz, que se ha vuelto de pronto más fina, y se va cada día un poco antes. Puede ser. El caso es que cuando llega el otoño nos gusta salir por ahí, y sentir cómo el aire es ahora más sutil, y esa luz vespertina, más delicada. Tal vez nos mueva el saber que más pronto que tarde llegará el invierno, a las seis de la tarde se hará de noche, y que esta, durante varios meses, será larga, fría y oscura. De manera que es posible que este afán tan raro en nosotros de dejar la casa y salir a la calle sea semejante al del avaro que teme perder sus monedas de oro, y se desalma buscándolas por todas partes, para atesorarlas entre las manos. A lo mejor, así nosotros con la luz del otoño. Hasta aquí, la explicación poética.

La explicación prosaica tiene que ver con una chica francesa, que nos llegará como invitada dentro de una semana, con algunas reparaciones que al parecer necesita la casa, y con A., que es la que las ha descubierto y la que me sacó de casa hablándome muy firme.

-Cuando llegue L. -me dijo A. muy seria-, la casa tiene que estar impecable.
-¿No lo está? -le pregunté incrédulo-. A mí me parece que está impoluta.
-Porque no te fijas -me desacreditó de un plumazo A.

Normalmente me habría negado  a ir a un sitio como ese.  Pero -será el otoño- en esta ocasión no le costó mucho a A. convencerme de que necesitábamos, antes de la llegada de esa chica, un par de estanterías de esas que se cuelgan detrás de las puertas, un mantel nuevo, un par de fundas para los sofás y, sobre todo, una tapa para el váter del baño grande, porque la otra, la vieja, anda algo descoyuntada y a veces se sale de sus goznes. Yo pienso que podríamos seguir viviendo tan ricamente sin ninguno de esos arreglos, pero el caso es que me dejé convencer. 

La tarde nos recibió magnífica. La luz tenía el aire de un aristócrata venido a menos, y las nubes lucían espléndidas, algunas muy barrocas y churriguerescas... Había mucha gente en la calle, y ciclistas con bicis de alegres colores, todos con el aire feliz de las golondrinas. 

Cuando llegamos al aparcamiento de ese almacén, me asusté un poco. Aquello parecía más bien una romería. Coches cruzándose y buscando dónde detenerse y aparcar; carros llenos de cajas, listones de madera, cachivaches metálicos...; gentes que entraban y gentes que salían.

-¿Y esto?-le pregunté a A. 
-Es el día del 15%-me respondió con naturalidad.
-¿...?
-Si tienes la tarjeta de cliente, te hacen un descuento del 15% -me aclaró.
-¿Y nosotros la tenemos?
-Sí.

Le recordé a A. que yo, a ese sitio, no había ido nunca, y ella apenas un par de veces. "No creo que con semejante historial se nos pueda considerar clientes", le dije. Me explicó que era una tarjeta gratuita y que se la dan a quien la pide. Y que ella la había aceptado una de esas dos veces que había ido.

-Por si, como hoy, te hacen un 15% de rebaja.

Ya dentro, la gente se veía muy contenta, de un humor estupendo. Había buen ambiente en el almacén. Supongo que andaban  todos haciéndose la cuenta de lo que se estaban ahorrando cada vez que metían algo en el carro.

De todo lo que allí vendían, lo único que yo sabría instalar eran los cojines, los manteles, los felpudos, las escobillas de los baños... Todo lo demás me resultaba misterioso, ajeno e inalcanzable. De todas formas, no me lo pasé mal en la sección de ferretería. Cientos de tiradores, tornillos y tuercas los tenían metidos y perfectamente clasificados en una cajitas de cartón. Me dio por meter la mano en las cajitas, recoger un buen montón de tornillos o tuercas o tiradores o clavos, y dejarlos caer entre los dedos... Como un rey Midas. Me distraje un rato así. Luego ya me llamó A. y fuimos a por lo que al parecer necesitábamos sin falta. 

Compramos un marco, una alfombrilla para no resbalar en la bañera -nunca nos ha pasado-, un par de perchas de esas que se cuelgan detrás de las puertas, unas cajitas de madera no sé muy bien para qué, un mantel de hule, una escobilla y la tapa del váter. Según A., que me hizo la cuenta al salir, nos habíamos ahorrado una barbaridad. Para que A. se sintiese bien,  puse la misma cara de contento que llevaba la gente en ese almacén de la alegría.

El aparcamiento seguía siendo una romería. Ya en el coche, a lo que parece me metí por donde no debía. Provocamos un regular lío circulatorio. Cuando al fin conseguimos salir del embrollo, tuvimos que dar toda la vuelta al aparcamiento para salir por el lugar habilitado y correcto. Tardaríamos, con todas esas maniobras, más de media hora.

Ya en casa, no tuvimos problemas al instalar la escobilla, las perchas o el mantel. Sin embargo, la tapa del váter resultó imposible. Ni era del tamaño ni de la forma de nuestro sanitario, y los tornillos no encajaban de ningún modo. Se ve que el mundo de los váteres es amplio y muy complejo. Ahí la tenemos, la tapa, perparada para devolverla. Pero eso, A. lo sabe bien, lo va hacer ella sola.