miércoles, 21 de diciembre de 2016

En la Feria de Navidad

Desde hace ya unos cuantos años, nos ponen al lado de casa una pequeña feria de libros durante las fiestas de Navidad. Son seis o siete casetas llenas de libros, más que viejos, envejecidos. Algunos publicados hace dos o tres años pero ya comidos por la mugre, en el arroyo, lanzados tempranamente a la vida errante de esta clase de ferias.

Este año han montado un puesto nuevo, con ediciones facsímiles de libros de horas del duque de Berry o del Quijote, volúmenes enormes para poner en un atril a la entrada del salón, abiertos por la mitad, para recibir a las visitas... El librero es un hombre de aspecto próspero, que se abriga con una de esas chaquetillas acolchadas que llevan los cazadores y los banqueros cuando van de caza, con un pañuelo color burdeos protegiéndole el cuello, el pelo engominado y ralo, que se le acaba en la nuca en unos  rizos acaracolados y flamencos. Es una caseta esta en la que apenas nos detuvimos.

El resto, los de siempre, gentes con aspecto de vagabundos, con el mismo color ceniciento de los libros que venden, hombres y mujeres de aspecto aburrido que dejan pasar el tiempo sin hacer nada, la mirada  perdida vete a saber dónde. Yo nunca los he visto leer ninguno de los libros que pretenden vender y de los que se supone que viven.

Llevaba toda la mañana corrigiendo y con el ánimo fúnebre (La desnutrición del amor, acababa de leer que había escrito un tal Vicente Alejandro, probablenente un cantante de rancheras), así que decidí tomarme un descanso y bajar a la calle a echar un vistazo, si no a comprar algo, al menos para darles la bienvenida a esos libros y a sus tutores legales. 

Últimamente no encontramos nada en estas ferias, señal segura de que ya tenemos demasiados libros y hemos esquilmado, como dicen que han hecho con los atunes, la mayoría de los caladeros. En lugar de andar mirando desde fuera, tendríamos que poner nosotros una caseta como esas, meternos dentro con la mayoría de los nuestros y tratar de desprendernos de ellos. Pero no fue así. Aunque estaríamos allí poco más de un cuarto de hora, volvimos a casa con un ejemplar que nos puso bien contentos: Antes de ayer y pasado mañana, una colección de ensayos de Bergamín, que publicó Seix Barral en el 74, en su Biblioteca Breve de Bolsillo. Bien conservado, con tapas de cartón, de aspecto un tanto pobretón, pero limpio y tan jugoso como casi todo lo que escribió ese hombre peculiar. Lo saqué de entre el montón que tenía alineados de perfil el librero y se lo alargué.

-¿Vas a querer una bolsa?-me preguntó. La verdad es que ese gesto de entregárselo, más que la solicitud de un recipiente donde llevarnos el libro, significa para nosotros la señal de que vamos a rescatarlo de su inclusa, y también para que lo mire y nos lo tase.

-Pues no, la verdad es que me lo puedo llevar de la mano-le contesté.

-Entonces, ¿para qué me lo das? Si yo no sé leer...- bromeó el librero, un hombre ya viejo, un poco polvoriento, de bigote gris, un habitual al que nos encontramos hace unas semanas, dentro de otra caseta, en Córdoba. -Son tres euros- me dijo sin llegar a tocar el libro. Lo cierto es que yo no sé si bromeaba o hablaba en serio, porque fue en una de estas casetas donde escuché aquella conversación memorable:

-Por favor, ¿"El coloquio de los perros"?- le preguntaron a uno de este gremio de los libreros vagamundos dos muchachas bachilleres.

-Aquí de animales no tengo nada. Preguntar más allá- les contestó aquel hombre, tan semejante a este con el que estábamos cerrando el trato.

Lo acompañaba en ese momento un cliente de esos que se les meten dentro de las casetas a rebuscar debajo del mostrador, por si encuentran allí el tesoro bibliográfico. Al contrario que el librero, era este un hombre atildado, de barba cuidada y alba, con una cazadora de ante un tanto anticuada. Miró el libro de Bergamín con ojos de halcón y me alabó la compra.

-Buen libro, pardiez- exclamó, como si acabase de salir de una comedia barroca.-Si yo lo hubiese visto antes que usted, sin dudarlo un instante me lo habría llevado...

Yo me hice un poco el idiota, y compuse una sonrisa bobalicona, para que pensara que el libro se lo estaba llevando un perfecto imbécil que no sabía lo que estaba comprando, en lugar de un entendido como él, capaz de hablar como en el siglo XVII. 

Me hizo otra broma el librero con las vueltas, que si no había querido la bolsa a lo mejor tampoco quería estas. Alargué la mano para recibirlas pero seguí sin decir ni mu, con la misma risa estulta en los labios, para que siguiesen ellos imaginando que tal vez uno tampoco supiese leer, y fuese un pobre inocente, y hubiese sacado ese tomo, del montón en el que estaba perdido, al albur...

Me lo llevé a casa como un regalo prematuro de Reyes, queriendo pensar que tal vez hayan sido ellos los que colocaron ese libro entre aquel montón desordenado, para que lo encontrásemos precisamente nosotros, y no aquel señor hidalgo. Porque uno, de algún modo, aún quiere creer en esos tres Reyes mágicos.



martes, 20 de diciembre de 2016

La piscina

Ahora vamos a la piscina por las tardes. Dos o tres a la semana. Antes no, antes íbamos por las mañanas, un poco aprisa, los días que teníamos algún hueco en el trabajo. Como la piscina está cerca del instituto, aprovechábamos cuando no teníamos la clase de después del recreo, por ejemplo, y nos acercábamos a hacer unos largos. 

Andábamos siempre muy pendientes del reloj esos días que digo, y además con dos mochilas encima, la de los libros y el ordenador y la de la impedimenta del nadador, incluidas unas aletas.

Así que este curso hemos decidido tomárnoslo con más calma, y acudimos a media tarde, después de haber dejado enjaretadas las clases del día siguiente, o de leer un rato, de dar la clase de pendientes vespertina los martes, o de hacer la compra los lunes. Depende de la tarde. Lo invariable es que vamos mucho más tranquilos, y nadamos mejor.

El ambiente también es diferente. Por las mañanas concidía con abuelos que iban por prescripción médica, por culpa de una hernia o de otro dolor parecido, y de jóvenes hipermusculados que preparaban unas oposiciones, para policías municipales o bomberos. Las conversaciones eran monótonas. Los abuelos apenas decían nada, si acaso se encontraban con algún conocido, se contaban, adustos y con pocas palabras, sus achaques. Y los jóvenes de los slips y los abdominales esculpidos, solo hablaban de sus marcas, de las carreras populares a las que iban, de las horas que echaban en el gimnasio, o de lo difícil que se les hacía la parte teórica, que al parecer llevaban casi todos mucho peor que las pruebas físicas...

Ahora no, ahora comparto el vestuario con hombres de mediana edad -mes semblables, mes frères-, que como aquellos abuelos tampoco dicen esta boca es mía, y con un montón de niños, acompañados por sus padres, que acaban de salir del cursillo. Y es mucho más agradecido, porque los críos, casi todos muy pequeños, no paran de hablar, de hacerles preguntas a sus progenitores, y sobre todo de cantar con sus lenguas de trapo. En la piscina de nuestro barrio los niños sobre todo cantan, cantan una y otra vez la misma canción. Lo hacen mientras los padres los persiguen por todo el vestuario, tratando de secarles el pelo. No entiendo lo que cantan, pero suenan todas las melodías muy alegres, pues se les ve bien felices a los chiquillos, como es natural a su edad, y a sus padre sudando la gota gorda... Ahora ya están con los villancicos, esos sí los reconozco. De manera que me meto en la piscina muy feliz también, porque me contagian ellos esa alegría pura, y también, lo confieso, porque me acuerdo, con cierta nostalgia, de cuando P. tenía esos años, y era yo uno de esos padres sofocados.


lunes, 19 de diciembre de 2016

Zarracina

Las opiniones no sirven para nada. Apenas para subirse en ellas y parecer más alto.

Es esta una de las muchas opiniones que se pueden encontrar en este libro alegre, lúcido y festivo, Es muy raro todo esto. El autor, Pablo Martínez Zarracina, es un señor de Bilbao. Pero se lo toma casi todo a broma, que es la mejor forma, sin duda, de tomarse casi todo. De manera que él, contradiciéndose, las opiniones no las usa, como efectivamente sucede tantas veces, para encumbrarse y presumir, sino para mostrar la preplejidad que le provocan las cosas de este mundo. Y quien dice el mundo dice Bilbao, que ya Unamuno dejó dicho que venían a ser lo mismo ("el mundo entero es un Bilbao más grande", escribió una vez). Yo creo que Zarracina opina lo contrario, esto es, que Bilbao no es otra cosa que el mundo pero en una escala más reducida y humana, y que ese aforismo del poeta se puede leer del derecho y del revés y que todo es relativo y, sobre todo, muy raro. Vista de cerca, la realidad no tiene mucho fundamento, nos explica Zarracina en el prólogo.

En fin, que a nosotros los artículos de Zarracina nos gustan mucho, y que si tuviésemos que recomendarlos, lo haríamos muy vivamente, este libro que hemos dicho antes, y su Borrachera crónica, un relato impagable de cinco años de la Semana Grande de su pueblo. 

Zarracina, que nosotros sepamos, no se ha ido a Madrid. Pero no son sus artículos menos que los de aquellos que sí se han marchado a la capital y se han convertido, muy justamente, en articulistas de prestigio en los periódicos de la Primera División Nacional. Tan buenos como los de estos son los de Zarracina. O incluso más. 

www.pepitas.net

domingo, 18 de diciembre de 2016

La niebla

Han sido, estos últimos, días muy hermosos. Amanecía, y apenas nos dábamos cuenta de ello porque  una niebla espesa difuminaba la ciudad. Era una niebla terca, que no se iba hasta bien entrada la tarde, cuando ya estaba a punto de oscurecer. 

Con una niebla como esa cualquier ciudad se vuelve preciosa. En realidad, cuando la cubre la niebla, cualquier ciudad puede ser otra, y no es difícil imaginar perspectivas diferentes, rincones entrevistos que no existen más que en nuestra imaginación. Tras esa niebla densa que nos espera a dos metros de distancia bien podría estar esperándonos un horizonte de grandes montañas, o un río, o una playa, el mar mismo podría estar tras ella...

Una tarde de esas, con el paisaje tras la ventana envuelto en un gasa, mientras leíamos las cartas de Ramón Gaya, nos encontramos con este pasaje:

Después aclaró un poco [la niebla en Venecia] y se veían pasar, por el Canal Grande, algunas sombras de gondoleros, y los violines de las góndolas. Todo el día ha estado así, precioso, desde luego, porque la ciudad parecía algo pensado, algo que no es todavía...

Y nos dijimos, mirando de nuevo afuera, hacia la ciudad que no veíamos tras la ventana, que era exactamente eso: con una niebla así la ciudad nos parecía por hacer, y cabían, por tanto, todas la posibilidades. Efectivamente, cuando la niebla cubre la ciudad, la ciudad deja de ser y ya no es más que un pensamiento, o un sueño, y cada cual puede pensarla -o soñarla- como mejor le parezca...

Por ejemplo nosotros, tal vez sugestionados por esa lectura, al acercarnos al trabajo al día siguiente, dimos en pensar que al final del carril bici íbamos a llegar, no al instituto, sino a Piazzale Roma, y que allí podríamos cambiar nuestra bicicleta por el violín de una góndola, y cruzar el Gran Canal, hasta la Dogana, y bajarnos en esa esquina prodigiosa, para pasear por el barrio de Dorsoduro, callejeando entre entre los canales...





sábado, 17 de diciembre de 2016

Verano en Asturias 2016 (Los trabajos y los días)

Cuando estamos en Palacio pasamos largas horas leyendo. Este año el Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin, que es un libro que nos acompañará siempre, porque es magnífico, y las novelas de Montalvano, de las que nos hemos hecho adictos, y las tres de Manzzini, que es como un sobrino de Camilleri...

Cuando estamos en Palacio visitamos a los amigos, o vienen estos a vernos a nosotros. Vamos a Oviedo, o a Gijón, y quedamos con H. y C., con R. y M., y me voy a con H, a Paradiso o a Cervantes, y luego ya todos juntos a Cimadevilla o a El Campillín, a tomar unas sidras y ver a la gente desde la terraza de una sidrería, que es un lugar inmejorable para contemplar la comedia humana. O vienen ellos, y E. y J., y pasemos por el monte, entre castaños centenarios, de troncos prodigiosos y retorcidos y huecos, entre avellanos, todos, en medio de un silencio solemne, el silencio de las montañas... Este año faltaron A. y N., que andaban por los altos Alpes.

Cuando estamos en Palacio a veces bajamos a la playa, y nos metemos en el mar, donde ya no hay nadie, y hacemos largos horizontales, contemplando las montañas por las que paseamos ayer.

Cuando estamos en Palacio vamos casi todas las tardes hasta el Mesón Las Cuevas, a beber un vino,  a tomar un poco de queso, a leer La Nueva.

Cuando  estamos en Palacio vemos anochecer en el jardín. Bebemos el silencio sagrado de esa hora. También un poco de sidra, un par de culetes. La luz que se va desmayando lentamente. Un hombre habla dentro de una casa. El ladrido de un perro. El concierto de los grillos, que empiezan a afinar. Una esquila lejana...

Cuando estamos en Palacio estamos muy cerca de eso que dicen felicidad.




lunes, 12 de diciembre de 2016

Verano en Asturias 2016 (Domingo en la playa)

Llegamos temprano, después de comprar el pan y el periódico en Posada. Nubes y claros. Poca gente aún. Al pasar por Niembro, el mismo caballo viudo del verano pasado, en el mismo lugar, al borde de la carretera, donde solía pasar el día al lado de su compañera.

En la playa, a esa hora tan temprana, no había aún demasiada gente. Mientras leíamos el periódico comenzó a llenarse. De repente, nos vimos rodeados por todas partes. Cercados por toallas ajenas, sombrillas, sillas plegables.

Conseguimos romper el asedio y llegar hasta la orilla. Nos dimos un baño. Donde no había nadie. El cielo cada vez se veía más limpio y la playa cada vez más llena. Como en este rincón del mundo el tiempo es muy incierto, la gente no se fía, y se pasa la mañana asomada a la ventana, por ver si al fin sale el sol y pueden irse al arenal, a tostarse. Se ve que ya habían decidido, la mayoría, que sí.

En una esquina de ese cielo cada vez más azul, un trozo de luna muy blanca. Un poco como el sello del otro día, pero menos antiguo, menos apergaminado, algo menos misterioso. Agolpadas en el Cuera, quedaban todavía algunas nubes y jirones también muy blancos. Parecían chiquillos que no se atreviesen a acercarse al agua. Yo contemplaba todo esto desde allí, lejos del gentío, aristocrático y solo, dejándome mecer por las olas, que eran suaves y arrulladoras.

Cuando la playa se llenó hasta límites difíciles de soportar, nos fuimos a casa.


domingo, 11 de diciembre de 2016

Paseos dominicales

Los domingos hemos adquirido A. y yo la costumbre de salir a dar un paseo nada más levantarnos. Ponemos el despertador a las ocho y media y a las nueve -más o menos- ya estamos en la calle. Con ropa deportiva y la mirada fanática de los deportistas dominicales. La ropa es casi toda del Decathlon y la mirada nos dura solo un par de minutos, porque tampoco tenemos muy claro que caminar algo más deprisa de lo habitual pueda considerarse hacer deporte.  

Vamos al Parque Lineal. Dirección norte. Llegamos hasta el final y damos la vuelta, hasta donde estaba El Sembrador. Ahí tomamos por el Paseo de la Libertad, llegamos a El Altozano y nos paramos a desayunar en una cafetería de estilo nórdico que hay en esa plaza. A las diez ya estamos sentados pidiendo los cafés y las tostadas. Y a las once, en casa, con el pan y unos cruasanes para la merienda.

No hay, a esas horas en las que salimos, mucha gente por las calles. Tampoco en el parque. Caminando como nosotros, nadie. Suele haber un par que no se sabe muy bien si han salido a pasear al perro o viceversa; y una docena de gentes que corren. Casi todos con un trote cochinero que da una lástima tremenda. Eso, le comento a A. señalándolos con el dedo, no puede ser bueno. No tengo tampoco nada claro que correr sea un deporte bueno para la salud. Ni siquiera que sea un deporte. Me replica A. que a uno, si no hay una pelota por medio, nada le parece un deporte. Y que eso es bastante infantil. Y le tengo que dar la razón.

El paseo, ahora en el otoño, es precioso. Está el parque, con todas esas hojas caídas, fastuoso de tesoros. Parecen monedas antiguas caídas sobre el césped. Y los árboles, todos unos reyes Midas. La perspectiva es ahora fotogénica y bellísima.

A. y yo vamos caminando deprisa, y hablando de esto y de lo de más allá. Al mismo ritmo que movemos nuestras piernas. Nos lo pasamos bien. Y a medida que nos acercamos al final de nuestro viaje, cada vez nos vamos poniendo de mejor humor. Por la proximidad del desayuno. Y porque pensamos, desde hace mucho tiempo, que lo mejor de salir es volver, y por extensión, -pues es este un aforismo que permite múltiples combinaciones-, que lo mejor de salir bien de mañana a caminar, es detenerse, y sentarse a desayunar, en ese local nórdico de maderas claras y café delicioso, o en otro, que hemos descubierto hace unos pocos domingos, con un jardín manchego-japonés tras los cristales, que no parece que estés en Albacete, sino en otro lugar, el que uno prefiera soñar cada domingo...









jueves, 8 de diciembre de 2016

Verano en Asturias 2016 (El paseo)

Esa mañana nos despertamos temprano para ir a caminar.

P. y C. salen con el móvil en la mano. Son turistas modernos. Los montes, los prados, los castaños, los avellanos, los nogales, los miran poco y con indiferencia.

Al rato, el río San Miguel canta a nuestro lado.

Al pasar Riocaliente, el ruido extravagante y nervioso de una sirena. Una ambulancia pasa a nuestro lado, desesperada y veloz, camino de Palacio o Ardisana, quién lo sabe.

Paramos un rato, a medio camino, en la Venta del Probe. Frente a la bolera donde el otro día vimos a unos ángeles disimulados, tomamos un café y leemos el periódico rápido, un poco por encima. Seguimos pensando en esa ambulancia. ¿Qué habrá pasado? ¿A quién habrá ido a buscar? ¿Habrá sido en Palacio o en Ardisana?

Retomamos el camino, cuesta arriba hacia la Malatería. Nos detenemos de nuevo, para recuperar el resuello, porque la cuesta es pina, al lado de la capilla de la Magdalena y el tejo enorme que le hace sombra. M. y J.C. tiran unas piedras a la campana. Después de varios intentos, cuando al fin le aciertan, le sacan un sonido raquítico al viejo esquilón.

Nos adentramos en el bosque. En una revuelta del camino, en el hueco de un árbol, un belén que se ha mantenido con dignidad desde las navidades pasadas.

Cuando llegamos por fin de vuelta al pueblo, ya todos saben lo que ha ocurrido. Una mujer de Ardisana, que no conocemos. La encontró el panadero tirada en el suelo de la cocina. Le extrañó que no contestase a su llamada, como hace habitualmente. Vio la puerta abierta, volvió a llamar, gritó su nombre, y como no recibió contestación, se adentró un poco. Fue entonces cuando la vio, desmayada en el suelo de la cocina. Seguramente, nos dicen, le ha salvado la vida. Todavía no saben bien lo que le ha sucedido, pero, opinan en el bar, si el panadero no se la llega a encontrar, seguramente se habría quedado allí mucho rato, pues vive sola, y no se habría podido recuperar del soponcio, sea el que sea. Eso opinan en el bar.


martes, 6 de diciembre de 2016

Verano en Asturias 2016 (El clima)

Albacete, 5 de diciembre

Lleva lloviendo sin parar tres o cuatro días. Y la ciudad está preciosa, sobre todo cuando ya se ha hecho de noche, a eso de las seis de la tarde. Maquillada por las luces de las farolas y los semáforos, que les sacan unos brillos acharolados y brillantes al asfalto. Esta ciudad, tan fea la pobre, aparece estos días bien hermosa. Y fue esta lluvia la que me trajo el recuerdo de otra, la del verano, allá en Palacio...

Palacio, 30 de julio

Las nubes ha ido bajando lentamente, hasta cubrir las montañas. Todo el paisaje ha acabado por desaparecer tras la bruma. Como si se hubiese dormido.

Después de comer fui yo el que se quedó roque, un libro abierto en el regazo. Me arrullaba el murmullo de una lluvia menuda, que también me hacía cosquillas, muy suaves, en los pies desnudos...

Me despertó como un arrastrar de muebles en el piso de arriba. Era un trueno. Llovía ahora con más fuerza y no se veía más allá del manzano y las hortensias. Continuaron rodando los truenos, más roncos y más cerca. Una verdadera mudanza. De niños nos decían, para que no nos asustásemos, que aquellos estruendos eran cosa de los ángeles, que jugaban a los bolos allá en lo alto. Sin embargo, yo no recuerdo haberme asustado nunca por una tormenta. Mi madre sí. Mi madre les tenía un gran miedo a rayos y truenos, y apagaba todas las luces de la casa, y desenchufaba los electrodomésticos, incluido el televisor, a pesar de nuestras protestas, y se quedaba en la entrada de la casa, sola y de pie, a oscuras, lejos de las ventanas. Tal era el miedo de mi madre a las tormentas, que de joven, en Ablaña, hasta llegó a meterse dentro de un armario y tardaron bastante en encontrarla.

Nos calzamos y continuamos leyendo. Días como estos a nosotros nos ponen del mejor humor. Amamos los días grises y lluviosos. Y si es en el verano cuando cae esa lluvia y sale, en julio o en agosto, un día semejante, más lo celebramos si cabe. Porque tenemos más tiempo para dejar pasar las horas mirando por la ventana cómo cae esa lluvia, cómo brilla el asfalto de la carretera, lustrosa como unos zapatos nuevos, y cómo se recoge el paisaje, y se melancoliza. Nos gusta entonces quedarnos así, dentro de la casa, con un libro, leyendo al ritmo de la lluvia, que va escandiendo las sílabas de los versos. Y levantamos la vista a cada rato de las páginas de ese libro, y nos quedamos mirando la acuarela que se va formando en los cristales de la ventana.

Palacio, 31 de julio

Continúa lloviendo. Una lluvia suave y menuda como una caricia. Subo al coche y voy a echar gasolina -las gotas repican sobre la chapa del coche su eterna melodía-. Luego voy a Posada a por el pan y los periódicos. Apenas hay nadie por la calle, ni me cruzo con otros coches. Las montañas permanecen ocultas, dormidas aún. 

La panadera me cuenta que ha estado lloviendo toda la noche. "Sin parar", dice con tristeza. En el quiosco, la misma conversación. Se muestran todos muy apenados. Yo disimulo, y cabeceo pesaroso, disimulando hipócrita que les acompaño en el sentimiento. 

Aquí la lluvia es uno de los grandes temas de conversación. Casi siempre para denostarla, sobre todo en verano. Como si se tratase de un pariente molesto y enfadoso.  A mí, sin embargo, ya queda dicho, la lluvia que cae me cae de maravilla.

Volvemos a casa sin cruzarnos de nuevo con nadie. Al pasar al lado de la Venta los Probres suenan otra vez los truenos. Pero no, que esta vez sí que se trata de unos ángeles -coloradotes, disimulando su condición angelical bajo unas camisetas amarillas unos, azules otros, con el nombre de una ferretería de Posada los primeros, los segundos con el de un supermercado local- que juegan a los bolos.





viernes, 2 de diciembre de 2016

Verano en Asturias 2016 (Libros en Villaviciosa)

Fue una tarde feliz. Nos acercamos a Villaviciosa, invitados por H. y C., a una feria de editoriales asturianas.

C. nos presentó al los de Aventuras Literarias; H. al de Hoja de Lata. Ellos mismos estaban allí con los suyos, los de Malasangre. Parece mentira que en una provincia tan pequeña hayan aparecido gentes tan estupendas y valientes, y que estén haciendo tan bien su trabajo, por el que sienten un amor tan grande que sacan unos libros preciosos, por dentro y por fuera. Tenían allí expuestos los frutos de ese trabajo, como los hortelanos en sus ferias, y daba gusto pasearse frente a ellos, tocarlos - a olerlos no nos atrevimos, por si nos consideraban sus padres unos pervertidos-, leer unas cuantas líneas...

Luego, nos presentó R. al bibliotecario municipal. Un personaje. Nos invitó a visitar su lugar de trabajo. Nos enseñó, sobre todo, la parte de los tebeos, que cuida como el horticultor sus rosales. Tomaba un tomo con el mismo cuidado que si tuviese en sus manos una Chrysler Imperial, y pasaba las hojas como quien acaricia sus más de cincuenta pétalos rojos, y nos contaba que en las universidades de Madrid, que lo han visitado, no se acaban de creer que un sito como ese, unos fondos como los que está acopiando, sean la labor de una única persona. A continuación nos preguntaba si conocíamos el libro que acunaba entre sus blancas manos. Como en la mayoría de los casos le decíamos que no, lo abría con esa delicadeza que queda dicha, y nos daba explicaciones muy eruditas y amenas sobre el volumen. Si por el contrario lo conocíamos -por ejemplo Las Meninas de Santiago García y Javier Olivares, o el Asterios Polyp de David Mazzucchelli -, entonces lo volvía a colocar donde lo había tomado y pasaba a otro sin decir nada. Estuvimos allí más de una hora.

Acabamos la tarde en la terraza de un bar de la calle del Agua -una que sale ahora en el anuncio de la lotería- hablando de esto y lo otro con nuestros amigos, y con amigos de estos, todos encantadores... Hay tardes en las que el mundo no podría estar mejor pensado.


 www.letrascorsarias.com

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Vera amicitia

Asomó la cabeza por la puerta del departamento y nos lanzó una pregunta:

-¿Os acordáis de aquel muchacho de mi pueblo, amigo mío, que es poeta y que os ofrecí hace un par de años para que viniese a recitarles a los alumnos?

En aquel momento estábamos solos M.J. y yo, en silencio, concentrados cada uno en la corrección de unos exámenes. No nos dio tiempo a contestarle.

-Ya os habréis enterado. Ha ganado el Premio Nacional de Poesía. Amiguísimo mío. No ha parado de ganar premios desde que empezó a escribir. Y es tan amigo mío, que si ahora cambiáis de opinión, os lo traigo para que les eche unos versos a los críos...

Íbamos a darle la enhorabuena, para que se la hiciese llegar a su amigo, pero no nos dejó meter baza. Prosiguió, sin apenas tomar un poco de aire:

-Tan amigos somos que hace muy poco le he regalado un Barceló. Tenía el muchacho ese afán, el de tener un cuadro de ese pintor, y yo, como amigo verdadero que soy suyo, le dije que iba a ver si tenía alguno por casa... Porque yo, cuando era más joven, mientras la gente se gastaba el dinero en irse por ahí de viaje, yo me lo gastaba en arte. Tengo cuadros de mucha gente: Saura, Tapies, Antonio Ló... -no sé por qué razón, se comió esa última sílaba, tal vez porque se dio cuenta de que estaba apuntando muy alto-. Y sí, tenía un Barceló. Y se lo regalé, porque, no sé si ya os lo he dicho, somos amiguísimos.

Y mientras esto decía sacó el móvil del bolsillo del pantalón y nos mostró las últimas conversaciones, vía wasap, que había cruzado con ese poeta pasiano y amigo y premio nacional suyo.

-Mirad...- y nos mostró el cuadro, una cosa abstracta y por lo tanto irreconocible, y las frases que se habían cruzado, los agradecimientos del poeta, y las respuestas de nuestro compañero, como sacadas estas del De Amicitia de Cicerón, o de Salustio. Más que una conversación, parecía aquello una colección de aforismos. Las respuestas de nuestro compañero a los agradecimientos del muchacho poeta venían a decir todas lo mismo: que la amistad verdadera vale un potosí, quiero decir un Barceló, y que no había, por tanto, nada que agradecer. Si hubiesen estado en latín, no nos habría extrañado en absoluto:

Nam idem velle atque idem nolle, ea demum firma amicitia est, por ejemplo.

Entonces vinieron a buscarlo los amigotes, para comenzar la partida de chinos -en mi instituto, todos los recreos, se reúnen unos cuantos, todos varones, para echar tumultuosas partidas, a grandes voces, mientras desayunan, y cada dos o tres días le cantan el Cumpleaños feliz al que le toque, porque como son tantos, siempre hay alguno que celebra el suyo...-

-Lo que os decía al principio-finalizó-. Si lo llamáis vosotros no va a venir, pero si se lo digo yo, lo tenéis aquí al día siguiente. Por la amistad que nos une.

Cuando al fin se marchó, nos miramos M.J. y yo. M. J. y yo llevamos trabajando juntos más de veinte años, por lo que nos basta con media mirada para entendernos.

-Esto -me preguntó M.J.- ¿ha pasado como me parece a mí que ha pasado, o es que después de corregir tanta barbaridad sufro alucinanciones?

-Nada de alucinaciones, compañera. Tal cual. Que le apretaba a su amigo el deseo de poseer un Barceló y que fue él a ver si tenía uno por casa, y que sí, que lo tenía... Tal cual- la tranquilicé, confirmándole que todo había sido como a ella le había parecido que había sucedido.


 Un Barceló que encontré por ahí
www.blog.elpaís.com

domingo, 27 de noviembre de 2016

Verano en Asturias, 2016 (Palacio)

Nos despertaron los voladores. Su sonido seco, redondo, hueco. Los lanzaban desde La Malatería, que estaban de fiesta. Lo más bonito de los voladores es el silencio que dejan luego, y esa estela de humo en el cielo, esa nube diminuta y parda que se disuelve en un instante. En Palacio el silencio es un gran compañero. Hasta puedes conversar con él. Son muy pocos los ruidos que llegan hasta allí. El claxon de la furgoneta del panadero, alguna conversación de las gentes que pasan delante de la casa, el sonido de un tractor, la guadaña que corta el aire y la hierba de un solo tajo, las esquilas del ganado, la lluvia al caer... Músicas acordadas que dejan luego un silencio reparador y terapéutico.

En Llanes, en cambio, todo es ruido, y gente, y camareros que tratan de hacerte pasar a su taberna, como el pastor que agrupa a sus cabras para meterlas en el corral. Y coches y turistas, y hasta la lluvia, cuando cae, lo hace con un ruido más feo... A nosotros nos gusta mucho la gente, pero de una en una. Juntas y ruidosas nos gustan menos. Tenemos ese punto aristocrático que no sabemos muy bien de dónde nos vendrá, siendo quienes somos, uno más de todos esos turistas, ni más ni menos que ellos, nadie, se podría decir que somos, como casi todo el mundo. Cuentan que en invierno Llanes se vuelve un pueblo triste y melancólico. No sé, me gustaría verlo. Hace muchos años, invitados por una amiga, llegábamos al pueblo la primera semana de julio, antes de que desembarcasen los turistas. Era, entonces, como si fuese el invierno, porque, ya digo, no había llegado todavía casi nadie. Y nos gustaba muchísimo.

Ahora bajamos a Llanes muy raras veces, a hacer la compra algún día. Intentamos cumplir con esos mandados lo más rápidamente posible y nos volvemos a nuestro jardín, a contarles todas estas cosas al silencio que vive allí. Enfrente, al Benzúa se le suele poner una nube en la cumbre. Como un turbante. A menudo, esa nube crece poco a poco, como si quisiese arropar a la montaña que, al final, acaba por dormirse y desaparecer.




martes, 22 de noviembre de 2016

El misterio de las palomas muertas

Me hizo caer en la cuenta un compañero, al entrar al instituto. En el pequeño jardín que hay a la derecha se veían unas plumas, como si alguien hubiese despanzurrado un cojín.

-Tiene que haber por aquí algún ave de presa, mira qué ha hecho con esas dos palomas...

Luego, cuando volvía por el carril-bici, tuve que esquivar el cadáver de otro par, estas sin desplumar, como si estuviesen dormidas. Me fijé mejor y vi que sobre el césped del parque había media docena, en la misma posición. Y un poco más adelante, una víctima más, esta también medió devorada, como las del instituto.

Y el domingo pasado, en el paseo que nos solemos dar A. y este que esto escribe, por hacer algo de ejercicio, de nuevo el mismo panorama. Contamos más de una docena. Caídas sobre la arena unas, otras flotando en el agua muerta de la fuente. Empezamos a hacer cábalas.

-A lo mejor anda alguien por ahí echándoles veneno -aventuró A.- Las palomas no son muy populares.

-A mí me parece un caso evidente de asesinato en serie. Debe de haber por aquí una paloma psicópata, que las va matando una a una. Y lo de despanzurrar a algunas lo hará para despistar a la policía de las palomas. Seguramente ya andará ocupándose del caso el Maigret del mundo colombino-dije yo.

-Me parece que lees demasiadas novelas policiacas.

Seguimos así un rato. A. que si a lo mejor habían sido los fríos repentinos de los últimos días; yo que tal vez habrían caído fulminadas por un ataque al corazón, pues también tendrán las palomas sus dolencias coronarias, por qué no...

Vimos un par de fiambres más y, al lado de la última, un grupo de compañeras que picoteaban en la hierba con total despreocupación.

-Míralas -avisé a A.- Esas seguro que saben algo, las muy pellejas. Se nota que están disimulando...Vamos a interrogarlas...

Entonces me cogió A. del brazo y me hizo caminar un poco más deprisa, y cambiar de tema.

Pero yo sigo dándole vueltas a la cabeza a esas muertes misteriosas, y continúo albergando teorías de todas clases. Tan cerca de nosotros a todas horas, animales urbanos como nosotros, seguro que se parecen más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que podemos imaginar. De manera que yo sigo en mis trece. Ni ave de presa ni veneno ni frío que valga. Eso ha sido un asesinato en toda regla.


jueves, 17 de noviembre de 2016

Verano en Asturias, 2016 (La luna llena)

El otro día salió, al parecer, una luna llena como no se volverá a ver en setenta años. Si ese es el plazo, la verán otros. A lo mejor fue por eso, porque nosotros nos iremos y seguirán los pájaros cantando, por lo que no le hicimos mucho caso. No salimos de casa. Solo, cuando ya había oscurecido, al pasar por delante de alguna ventana, nos fijábamos por si estaba ya allí, esa luna prodigiosa. No estaba. Nos fuimos a la cama sin haberla visto. No nos importó. Porque este verano ya nos habíamos encontrado con una luna maravillosa, no sé si más grande que esta, al parecer no, pero desde luego no menos hermosa, de eso estamos seguros.

Volvíamos de Oviedo (con la alfombrilla de baño para mi madre en el maletero), y al salir de una curva, pasado el alto de El Caleyu, allí estaba: la luna llena más hermosa que recordamos haber visto. Enorme y de color pergamino. Nos acompañó los diez minutos que dura el viaje a casa. Fue saltando a nuestro lado. Primero sobre el Aramo, luego la Armatilla, Santo Emiliano, Seana... Al llegar a casa se quedó al fin quieta. Como un sello antiguo sobre el papel de seda del cielo de verano.


 www.efefuturo.com

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Verano en Asturias, 2016 (Mi madre)

Mi madre lee el periódico. Las esquelas:

- Bonifacia, Ludivino... ¡Vaya nombre que les ponen a algunos! Probes...

Mi madre, que se llama Mercedes, habría preferido que la hubiesen bautizado con otro nombre. Raquel, a mi madre le habría gustado llamarse Raquel. Mi madre, cuando tenía que encargar algo, la reparación de unos viejos zapatos, por ejemplo, al preguntarle el zapatero a nombre de quién apuntaba el encargo, mi madre le contestaba que a Raquel, Raquel García. Y a veces llamaban al timbre y preguntaban por esa mujer, por Raquel, Raquel García, que era mi madre.

Mi madre, después de leer el periódico:

-No quiero que me compréis nada, no se os vaya a ocurrir. Ni ropa, ni perfumes, ni abalorios... Nada. Eso sí, cuando vayáis a Oviedo, tenéis que traerme una alfombrilla para el baño, la más barata que encontréis...

Mi madre está escribiendo, a petición de mi prima M.J., sus recuerdos de Ablaña. En una libreta verde. Lleva escritas un par de páginas.

Ayer le pregunté si había escrito algo más.

-Huy, qué va... ¿No ves que ahora tengo una letra muy fea?


Mi madre, cuando llama por teléfono, si no le contestan al segundo o tercer tono decide que no hay nadie al otro lado y cuelga, un tanto despechada. 

Mi madre, cuando llama por teléfono, presiona cada número con tanta fuerza y tan largamente que en ocasiones le contestan personas que no conoce.

Mi madre tiene la risa fácil y la voz muy joven.



lunes, 7 de noviembre de 2016

Crítica literaria II

Este verano, en la playa. 

Debajo de una sombrilla, cada uno en su hamaca, una pareja de sesenta y tantos. Él leía Como agua que fluye, de Yourcenar; ella, El perro de los Baskerville, de Conan Doyle. 

A los diez minutos, el hombre se durmió profundamente, la boca abierta y el libro caído sobre el regazo; ella no, ella pasaba una página tras otra con los ojos llenos de entusiasmo, ajena a todo lo que la rodeaba: los chiquillos que jugaban con la arena, los gritos de los adolescentes persiguiéndose, los chillidos de los bañistas que saltaban, rodeados de espumas, las blancas, altas olas. Tampoco la distraían los ronquidos de su marido. Como si no escuchase nada, como si estuviese sola. Sola y muy lejos y muy feliz.



viernes, 4 de noviembre de 2016

Córdoba, cercana y acompañada

Viajamos el domingo. En coche. Muy temprano. A., L. y yo. Íbamos a ver a Lr.

Por la carretera, casi nadie. Primero por la autovía de los Viñedos. Tierras rojas, algunos pinares, alquerías arruinadas y un par de palaciegos edificios, sedes de prósperas bodegas. Esta carretera desemboca, como un afluente, en la autovía del Sur. Tierras pardas, cerros oscuros, algunos polígonos al pasar por Manzanares y Valdepeñas. Hicimos un alto, para un café y una visita al servicio, en un área de servicio llamado La Pará Rociera. Fotos de la romería en las paredes. Un cura con alzacuellos hacía acopio de agua y patatas fritas.

Por Despeñaperros se pasa ahora casi sin darte cuenta. Tres túneles y dos viaductos y ya lo has cruzado. En menos de cinco minutos. Desde ahí ya casi todo es olivar. Cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos a las puertas de Córdoba.

Después de instalarnos en el hotel, pasaron a buscarnos Lr. y F. Nos llevaron por ahí, a callejear. Mientras íbamos de un lado a otro, nos embarcamos en una charla que duró todo el día. Hablamos y nos reímos; nos reímos y hablamos. Así todo el santo día, mientras íbamos de un sitio para otro.

Al cruzar el parque del Duque de Rivas -que está allí en figura de bronce, con unas cuartillas en la mano, preparado para recitar uno de sus romances-, un mercadillo, tan ordenado y tan limpio, que parecía como si estuviésemos en Berlín. Un poco más allá, cerca ya de las Tendillas, venerables filatélicos volvían para sus casas, con sus maletas y las mesas plegadas sobre unos carros verticales de dos ruedas. En la Avenida del Gran Capitán una feria de libros viejos. La cruzamos sin pararnos en ningún puesto pero mirándolos todos de reojo.

Y al doblar una esquina, el olor caliente de la bosta y un pueblo diferente, de casas bajas, de palacios, iglesias y conventos, paredes encaladas y amarillos de albero. La plaza del Cristo de los Faroles, las calles estrechas, empedradas, los turistas sacando fotos, la memoria de otras visitas...
 
Comimos en la Taberna de Plateros, muy cerca de la Plaza del Potro, donde una placa recuerda a Cervantes, que un día estuvo allí, en una venta entonces famosa. Nos asomamos al río y paseamos un rato a su lado, con el sol en el rostro. Pasamos luego la tarde en una terraza al lado de la Mezquita... Charlando sin parar, riéndonos sin descanso...






Entramos en el patio de los Naranjos. La luz ya declinaba y la gente se paseaba relajada y feliz, con la tranquilidad de haber cumplido ya las obligaciones del turista. "Aquí no debe haber ni uno de Córdoba", aventuró Lr. justo antes de encontrarse con unos compañeros de trabajo.


Nos llevó luego a la calleja de la Flores. Podría ser una de las calles más hermosas del mundo. El lugar es bellísimo: una calle muy estrecha, donde a duras penas pueden cruzarse dos personas, que desemboca en una plazuela de casas encaladas, de dos pisos, y en medio una fuentecilla, con su música modesta, y jazmines colgando de los balcones. Y al levantar la vista, el perfil orgullos de la torre de la Mezquita. Todo pequeño, recogido, para ser retratado con diminutivos. Sin embargo, para disfrutar de esa belleza es necesaria una gran capacidad de abstracción y un poco de paciencia. Paciencia para llegar hasta la plazuela, pues los turistas colapsan la calleja, y se quedan en mitad de esta para sacarse selfis, y luego continúan echándose más fotos alrededor de la fuentecilla, y todo es un tumulto de brazos levantados con un móvil en la mano, y el resplandor de los flashes mataba el perfume del jazmín...

Pero estábamos tan a gusto, en tan buena compañía, que nada de esto nos incomodaba. Seguimos paseando, hablando, riendo. Nos encontramos con otra calleja, esta solitaria, con una torre en medio, y una aplazuela al final, donde nos encontramos una mezquita y un resturante, cada lugar a lo suyo. Nos quedamos allí un rato, por disfrutar del lugar y de su silencio. Hasta que entraron por la calleja un centenar de orientales -no es exageración-, liderados por una guía rubia que les iba explicando todo muy rápidamente. Seguramente se trataba de uno de esos grupos que pretenden visitar toda Andalucía en tres jornadas.



Lo maravilloso de Córdoba es que puedes huir de estas aglomeraciones, de los ansiosos asiáticos, de los turistas con el móvil en la mano, con tan solo dar la vuelta a una esquina. De pronto te encuentras solo en un lugar tan hermoso como el que has dejado atrás. Nos volvió a suceder en la Plaza Jerónimo Páez, donde el Museo Arqueológico. Nos sentamos en unos bancos que tienen  puestos allí con restos de alguna excavación. Se ve que andan sobrados de columnas, de muros, de capiteles, árabes o romanos. Nos sentamos en una columna reciclada como banco. Temimos que se presentasen también allí los cien asiáticos. Pero no. Media hora nos quedamos allí, sin que pasase un alma. Y más que nos habríamos quedado, si no hubiese sido por el hambre, que nos comenzó a apretar.






Nos acercamos a la Corredera. A mí esta plaza me gusta lo indecible. Además era ya de noche, y estaba iluminada en sordina, con luces de baja intensidad. Hace varios años, en otra visita que hicimos, recuerdo una librería de viejo en los soportales. Ya no está. Ahora ya todo son bares. Nos sentamos en una terraza. A nuestro lado, un grupo de cuatro jóvenes músicos: violín, flauta, guitarra y voz, interpretaban una dulce melodía. Cantaban, como la luz, en un susurro... Del río subía un frío delicado y fino.



El lunes me acerqué, a primera hora, yo solo, hasta la feria de libros viejos. A algunos de los libreros los conocemos de cuando vienen, allá por el mes de febrero, a Albacete. Los libros, la mayoría, también eran viejos conocidos. El día era espléndido: de sol fino, de cielo azul, de aire fresco... Luego nos reunimos, hicimos algunas compras y ya nos sentamos a tomar unas cañas, en una terraza frente al Conservatorio de Danza. Por las ventanas abiertas, ventanas grandes de viejo palacio, con enormes rejas, veíamos a los estudiantes danzar. La música no la llegábamos a escuchar, por la algarabía de la calle, pero nos la imaginábamos. Estábamos tan a gusto allí, a la sombra de unos limoneros, con la torre de la mezquita asomándose sobre los tejados, que decidimos no movernos más y pedir alguna cosa para comer: salmorejo, flamenquines, rabo de toro..., las cosas que se comen en esa ciudad.

Volvimos al hotel por el parque del Duque, nos echamos unas fotos, recogimos las maletas y, tras despedirnos, grandes abrazos, de Lr. y de F., volvimos por donde habíamos llegado, agradecidos por esos dos días al lado de ellos, por las risas, los paseos, la ciudad, las historias...

P.D. Cerca de Villarrobledo, noche cerrada, tan cerrada que podría haber sido la última noche del mundo, nos paramos en un área de servicio. Esta no estaba, como la de la ida, bautizada. Emitía una luz rara, desmayada, macilenta. No se veía nada más alrededor. Solo los haces de los coches que pasaban por la autovía. Recordamos que era la noche de Halloween. Tampoco había nadie repostando frente a los surtidores de la gasolina. Por la autovía, a unos cien metros de ese lugar, dejaron de pasar los coches. Oscuridad y silencio. Al entrar para preguntar por el servicio, el encargado nos sobresaltó. La viva imagen de Norman Bates. Si nos hubiera dicho que no podíamos usarlo porque tenía allí a su madre momificada, lo habríamos creído. Contestó, mirándonos por encima de una gafas anticuadas, que los excusados -los llamó así- se encontraban afuera, a la salida, a la derecha. Yo pensé: ahora, él saldrá por la puerta de la izquierda, y nos emboscará, nos degollará y nos echará al congelador, al lado de la madre. Pero no. Nos fuimos rápidamente. Al incorporarnos a la autovía me pareció ver, por el espejo retrovisor, al encargado en la puerta, mirándonos fijamente, y que la luz aquella, desmayada, macilenta, se apagaba de golpe...



jueves, 3 de noviembre de 2016

Crítica literaria I

Hoy han llegado a las librerías la novela ganadora, de Dolores Redondo, y la finalista, de Marcos Chicot, del Premio Planeta. Hoy me quedo en casa y comienzo la lectura de Marianela, de Pérez Galdós.

www.abretelibro.com

martes, 1 de noviembre de 2016

Cosas leídas

Cada libro es un milagro -decía Bill-. Cada libro representa un momento en el que alguien se sentó en silencio (y ese silencio forma parte del milagro, no te engañes), e intentó contarnos a los demás una historia


Decía que no era casualidad que un libro se abriera igual que una puerta.


Todo lo que leeríamos -dijo con cautivadora autoridad- descendía de dos poemas épicos, la Ilíada y la Odisea. En ellos estaban las semillas, añadía, de las que había brotado el gran roble de la literatura occidental, que seguía creciendo, extendiendo sus ramas generación tras generación (...). Aunque habían sido escritos hacia casi tres mil años, aquellos dos poemas seguían tan frescos y tan vigentes como las noticias publicadas aquella misma mañana en el New York Times. ¿Por qué? -se preguntaba-. Porque las dos abordaban ese tema atemporal que es... la añoranza del hogar.  

J. R. Moehringer, El bar de las grandes esperanzas


www.libreriamendez.com


Me gustaría tener tanto dinero en la vida como para disponer siempre de un puñadito de monedas con las que comprar un ramo de flores para tener en el escritorio.


Ser capaz de vivir como en una fiesta. De festejar cualquier acontecimiento de la vida. Sin esperar que algo verdadero esté todavía por ocurrir. Porque nadie dice que lo verdadero no este ocurriendo en este preciso instante, ni que en el futuro no ocurra nada mejor.

Ota Pavel, Carpas para la Wehrmacht


 www.elplacerdelalectura.com

lunes, 24 de octubre de 2016

El sueño... Valverde VIII y final

Y ya nos tuvimos que ir. Dejamos el hotel con gran pesar. Se llama Los Montejos  y conocemos pocos sitios tan hermosos. Este lo es tanto que fantaseamos con tener un lugar como ese para vivir y retirarnos del mundo. La Flecha, la finca salmantina donde se retiraba Fray Luis, tenía que ser parecida: una casa de piedra, un amplio huerto, unos árboles frutales, altos fresnos, la canción de un río que pasa besando el lugar. 

Fue también triste despedirse porque las personas que lo regentan son encantadoras (tíos de N.) y nos hicieron pasar esos días como si estuviésemos en nuestra propia casa, y nos servían cada mañana unos desayunos maravillosos que nos dejaban con un humor excelente para el resto del día.

Pero ya nos tuvimos que ir.

En la carretera, al pasar al lado de Coria, recordé lo que cuenta Trapiello en sus diarios de Sánchez Mazas. Sánchez Mazas llegó a Coria a regañadientes porque le había caído encima una herencia: un viejo palacio, varias viejas casas y algunas tierras. Pero al parecer no le gustaba nada todo aquello y echaba pestes del lugar. Hasta que un día, su mujer, una italiana finísma, lo subió a una colina y le hizo ver el paisaje con atención: los árboles y el río, el puente de hierro, las huertas virgilianas, el humo que salía de las casas y los campesinos trabajando, los pájaros en el cielo y los arrieros en los caminos. Todo, desde allí, como  una miniatura. Le dijo su mujer:

-¿No lo ves? Es como en un cuadro de Brueghel...

Y así fue como lo ganó para la causa. Desde ese momento, Sánchez Mazas, el escritor finísimo, el poeta, vio esas tierras con otros ojos, y llegó a amar ese pueblo y ese paisaje como los suyos propios, que eran Bilbao y las Provincias Vascongadas. Y hasta escribió una de las novelas más hermosas de toda nuestra literatura, Rosa Kruger, donde además de contar un bellísma historia, retrata ese paisaje que su mujer le hizo ver aquella tarde, quiero imaginarme yo que era el otoño...

Seguimos el camino: cigüeñas sobre los paneles informativos de la autovía, oscuros encinares, campos amarillentos y yermos. El perfil azulado de Gredos, tembloroso por la calima, y el medieval de Oropesa... Luego, poco que contar: la monotonía de los campor secos, de los pueblos feos aplastados por un cielo apabullante... Y después de eso, Toledo, Orgaz, Mora, Alcázar, Tomelloso, deshaciendo la madeja del viaje de ida, una semana antes...

miércoles, 19 de octubre de 2016

El sueño... Valverde VII (Granadilla)

Después de un par de días leyendo a Stevenson -En defensa de los ociosos- al borde de la piscina, una mañana decidimos cruzar la sierra hacia el norte. Queríamos visitar Granadilla, un pueblo abandonado en mitad del pantano de Gabriel y Galán.

En 1955 sacaron a sus habitantes de sus casas por la construcción de este embalse que iba a inundar esas viviendas, las huertas, las cuadras, los caminos... El embalse, efectivamente, lo construyeron, pero las aguas no llegaron nunca a cubrir el pueblo, que quedó aislado, como una isla, en mitad del pantano. Y las casas vacías, las huertas sin cultivar, las cuadras arruinadas, llenos de zarzas los caminos...

Salimos a media mañana, sin prisas. Pretendíamos comer por el camino. Pueblos feos y vacíos. Paramos en uno de ellos, y entramos en el bar de la piscina. En la piscina, a pesar de la fecha, no había un alma, y en el bar tres parroquianos y una encargada que nos vio entrar con desconfianza. Nos atendió sin entusiasmo. Nos alargó, desganada, una carta mugrienta. Decidimos comer en otro lugar. Nos despedimos. 

El segundo intento fue a la altura de la presa. Un enorme letrero anunciaba un restaurante a la derecha de la carretera. Nos desviamos. Dimos unas cuantas vueltas por las calles de la colonia que levantaron en su día para los trabajadores, entre las casas vacías, abandonadas, llenas de desconchones. No encontramos el anunciado restaurante. Tampoco a nadie a quien preguntar. Volvimos a la carretera. Decidimos comer en el primer sitio con el que nos tropezásemos. Aunque fuese un bar-piscina como aquel y atendidos por una camarera como aquella.

Entramos en Zarza de Granadilla y aparcamos frente al primer bar que descubrimos. Resultó ser un restaurante espléndido donde comimos unos platos exquisitos e inesperados a precio de menú del día. Guardé una servilleta del sitio, para no olvidar su nombre, pero no sé cuándo la perdí. 

A Granadilla se llega con dificultad. Por un camino sin asfaltar, lleno de piedras y baches. Algunos eran tan profundos que temimos quedarnos embarrancados en uno de ellos. Luego, cuando apenas quedaban unos metros, la carretera se estrechó pero a cambio apareció impecablemente alquitranada. 

El pueblo es imponente. Con una muralla y una torre, y un portón de hierro, en el que cuelga un papel con los horarios de visita. Los horarios de apertura y cierre: en verano, de 10:00 a 14:00 y de 16:00 a 20:00; en invierno, de 16:00 a 18:00. Una pequeña parte está rehabilitada. Hay media docena de casas arregladas, pintadas, con las ventanas llenas de flores y un letrero en la puerta donde ruegan a los turistas que no pasen al interior ni molesten. En todas las puertas el mismo aviso que, de tan repetido e insistente, nos pareció antipático. Al parecer, las utilizan para campamentos de verano, para talleres, para cursos de esto y aquello... 

Rodeamos el pueblo subidos a la muralla. A nuestra derecha, extramuros, las aguas del pantano y un bosque de eucaliptos que descendían hasta la orilla del agua; a la izquierda, intramuros, olivos e higueras, y las casas abandonadas, cercas de piedra, limoneros, calles cubiertas por hierbas agostadas, un par de caballos, dos o tres vacas... En el viejo ayuntamiento, en una plaza también comida por las plantas, un reloj de sol. 

Nos bajamos de la muralla y remoloneamos un rato entre  las calles. Nos cruzamos con media docena de curiosos como nosotros. Todo estaba en silencio. Abrumaba pensar, en medio de semejante escenario, en las gentes que echaron de aquí en el 55.

Luego nos acercamos hasta Hervás. Es un pueblo bonito y curioso. Subimos hasta la iglesia, encumbrada en lo más alto del lugar, y bajamos por la judería. Se respiraba allí cierto aire bohemio. Al rato nos encontramos una tienda que vendía libros. Pero no era propiamente una librería. El género principal del negocio eran los vinos, las cervezas artesanas y los aceites de los lagares de la zona. Sin embargo, en el escaparate, al lado de algunas botellas, ofrecía cuatro volúmenes, todos ellos flamantes novedades editoriales: un ensayo de Cees Nooteboom sobre El Bosco, otro sobre Dadá y uno más sobre el arte de caminar, además de la última novela de Nick Horbny. 

Callejeando pasamos al lado de un museo de pintura y otro de vehículos antiguos. El de pintura era municipal, y el otro fruto de la iniciativa privada, que se quejaba, en grandes carteles colgados de una especie de tanque, del nulo apoyo del municipio a tan benéfica iniciativa.

Nos sentamos en una terraza a ver a la gente pasar. Nos pareció igual que la de todas partes. Volvimos al coche y regresamos al mismo tiempo que empezaba a  recogerse el día.














martes, 18 de octubre de 2016

El sueño... Valverde VI (Portugal)

Nadie sabe dónde queda la aldea de Pitões. El que la escondió, la escondió bien, apartada de los caminos, en una grieta de la sierra del Espinheiro, lejos de todo y de todos. Allí nunca ha estado un cura, ni un médico, ni un alguacil, ni un cartero, ni cualquier hombre que respete a Dios o al diablo.

Miguel Torga, Piedras labradas

No era a esa sierra de la que habla Torga hacia donde nos dirigimos aquella mañana, ni buscábamos esa aldea perdida, demasiado al norte, pero sí que salimos muy contentos de hacer un viaje al extranjero. Si por nosotros fuera, que Cataluña se haga independiente, y también  el País Vasco. ¿Por qué no? Así tendríamos el extranjero más cerca, y podríamos viajar a él más rápida y cómodamente. Al mismo tiempo, no nos importaría que Portugal y España se fusionaran en una única nación. Nos enriqueceríamos una barbaridad: el fado, Eça, Lisboa, el bacalao, Pessoa, Oporto, los altramuces, Torga, Coimbra... Como se ve, albergamos ideas contradictorias y muy frívolas, pero no nos importa. El caso es que todas esas cosas, Coimbra, Torga, los altramuces..., las disfrutamos igualmente. Y lo mismo nos sucede con la butifarra, el Barça de Guardiola, Pla, el chacolí, San Sebastián, Bilbao o Barcelona, sin importarnos nada más. 

El caso es que nos gustó mucho pasar al otro lado de la Raya. Valverde está a dos pasos del extranjero, y el extranjero es Portugal, pero si no fuese por la cartelería y las señales de tráfico, ni te darías cuenta de que has cambiado de país. La tierra tiene el mismo color oxidado, los árboles son los mismos, de un verde modesto y suave: olivos, fresnos, plátanos, madroños, chopos... Se ven algunas alquerías arruinadas, y pueblos subidos en lo más alto de unas peñas oscuras. Apenas circulan coches, y las carreteras son estrechas y bien asfaltadas.

Subimos a uno de esos pueblos colgados de las rocas. Monsanto. Dejamos el coche aparcado bajo un celindo. Las calles, muy pinas, se veían vacías. Subimos hasta el castillo. Había allí, en todo lo alto, unas piedras de un tamaño desmesurado. Don Quijote habría entablado desigual batalla con ellas. Como un día echen a rodar, aplastarán a todo el pueblo.

Todo era paisaje alrededor.

Algunas casas estaban excavadas en las rocas, de granito gris casi negro. Unas cuantas estaban abandonadas y en venta. Otras, arruinadas, vacías, como una caries en la roca. A la puerta de una de estas, una anciana dulcísima vendía unas muñecas de lana que ella misma estaba componiendo. Le compramos una. Si tras esto se hubiese disuelto delante de nuestros ojos, o se hubiese marchado, volando por el aire limpio, no nos habría parecido raro. 







Estaba todo cerrado, salvo un pequeño bar, la oficina de correos y la de Turismo. En esta última charlamos un rato con la muchacha que la atendía. Se puso muy contenta cuando nos vio entrar. Nos atendió con mucho esmero, seguramente porque debe aburrirse muchísmo, todo el día detrás de un mostrador sin que entre nadie. Nos empujó a que visitásemos, en una sala anexa, una exposición de artistas plásticos portugueses. La andan girando por todo el país. Nos parecieron como los artistas plásticos de todas partes. Entiende uno que no se quieran llamar pintores, porque lo que allí vimos era algo que no tenía nada que ver con la pintura. Se los agradecimos mucho a la muchacha, pero salimos de allí corriendo. 



Pasamos por calles preciosas, llenas de hortensias y mimosas, vimos tres o cuatro fuentes labradas en la piedra. En una de ellas, una leyenda: More fluentis aquae labuntur tempora vitae. La tradujimos como quien cuenta con los dedos: La vida transcurre igual que por costumbre fluye el agua..., dijo uno; Pasa la vida del mismo modo que acostumbra a pasar el agua, otro;  Como fluye el agua, así pasa la vida,  aventuró un tercero...



Comimos en Penha-García, en un comedor inmenso, como para celebrar tres o cuatro bodas al mismo tiempo. Solo estaban ocupadas, además de la nuestra, otras dos mesas. Aceitunas, altramuces y un bacalao exquisito. Por cuatro perras. 

Luego, por unas carreteras vacías, llegamos a Idanha-a-Velha. Parecía un pueblo abandonado. Solo vimos al muchacho que atiende un pequeño museo arqueológico y la entrada a una antigua almazara. Es un pueblo muy pequeño, pero con una muralla imponente, y al lado de la iglesia, bastante grande, como el escenario de una película, un enorme solar excavado lleno de restos de columnas romanas, estelas funerarias, mármoles patricios... En mitad del pueblo, una finca abandonada, que fue, al parecer, una granja que daba trabajo a todo el pueblo. La casa de los dueños, una verdadera mansión, en el centro de los almacenes y los silos y las cuadras. Ahora se están cayendo todos poco a poco y a pedazos. Paseamos un rato. Ni un alma, ni siquiera un perro famélico, que es, como se sabe, el símbolo de la desolación y la tristeza. Nada. Nadie. Ni golondrinass en el cielo azul impecable de aquella tarde de julio.












Regresamos pensando en Unamuno, en lo mucho que le gustaban estos sitios, esta frontera, las piedras berroqueñas, los pensamientos sólidos como el granito, estas soledades ibéricas... Nos adormecimos con la frente pegada al cristal...