domingo, 27 de noviembre de 2016

Verano en Asturias, 2016 (Palacio)

Nos despertaron los voladores. Su sonido seco, redondo, hueco. Los lanzaban desde La Malatería, que estaban de fiesta. Lo más bonito de los voladores es el silencio que dejan luego, y esa estela de humo en el cielo, esa nube diminuta y parda que se disuelve en un instante. En Palacio el silencio es un gran compañero. Hasta puedes conversar con él. Son muy pocos los ruidos que llegan hasta allí. El claxon de la furgoneta del panadero, alguna conversación de las gentes que pasan delante de la casa, el sonido de un tractor, la guadaña que corta el aire y la hierba de un solo tajo, las esquilas del ganado, la lluvia al caer... Músicas acordadas que dejan luego un silencio reparador y terapéutico.

En Llanes, en cambio, todo es ruido, y gente, y camareros que tratan de hacerte pasar a su taberna, como el pastor que agrupa a sus cabras para meterlas en el corral. Y coches y turistas, y hasta la lluvia, cuando cae, lo hace con un ruido más feo... A nosotros nos gusta mucho la gente, pero de una en una. Juntas y ruidosas nos gustan menos. Tenemos ese punto aristocrático que no sabemos muy bien de dónde nos vendrá, siendo quienes somos, uno más de todos esos turistas, ni más ni menos que ellos, nadie, se podría decir que somos, como casi todo el mundo. Cuentan que en invierno Llanes se vuelve un pueblo triste y melancólico. No sé, me gustaría verlo. Hace muchos años, invitados por una amiga, llegábamos al pueblo la primera semana de julio, antes de que desembarcasen los turistas. Era, entonces, como si fuese el invierno, porque, ya digo, no había llegado todavía casi nadie. Y nos gustaba muchísimo.

Ahora bajamos a Llanes muy raras veces, a hacer la compra algún día. Intentamos cumplir con esos mandados lo más rápidamente posible y nos volvemos a nuestro jardín, a contarles todas estas cosas al silencio que vive allí. Enfrente, al Benzúa se le suele poner una nube en la cumbre. Como un turbante. A menudo, esa nube crece poco a poco, como si quisiese arropar a la montaña que, al final, acaba por dormirse y desaparecer.




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