El otro día salió, al parecer, una luna llena como no se volverá a ver en setenta años. Si ese es el plazo, la verán otros. A lo mejor fue por eso, porque nosotros nos iremos y seguirán los pájaros cantando, por lo que no le hicimos mucho caso. No salimos de casa. Solo, cuando ya había oscurecido, al pasar por delante de alguna ventana, nos fijábamos por si estaba ya allí, esa luna prodigiosa. No estaba. Nos fuimos a la cama sin haberla visto. No nos importó. Porque este verano ya nos habíamos encontrado con una luna maravillosa, no sé si más grande que esta, al parecer no, pero desde luego no menos hermosa, de eso estamos seguros.
Volvíamos de Oviedo (con la alfombrilla de baño para mi madre en el maletero), y al salir de una curva, pasado el alto de El Caleyu, allí estaba: la luna llena más hermosa que recordamos haber visto. Enorme y de color pergamino. Nos acompañó los diez minutos que dura el viaje a casa. Fue saltando a nuestro lado. Primero sobre el Aramo, luego la Armatilla, Santo Emiliano, Seana... Al llegar a casa se quedó al fin quieta. Como un sello antiguo sobre el papel de seda del cielo de verano.
Volvíamos de Oviedo (con la alfombrilla de baño para mi madre en el maletero), y al salir de una curva, pasado el alto de El Caleyu, allí estaba: la luna llena más hermosa que recordamos haber visto. Enorme y de color pergamino. Nos acompañó los diez minutos que dura el viaje a casa. Fue saltando a nuestro lado. Primero sobre el Aramo, luego la Armatilla, Santo Emiliano, Seana... Al llegar a casa se quedó al fin quieta. Como un sello antiguo sobre el papel de seda del cielo de verano.
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