Asomó la cabeza por la puerta del departamento y nos lanzó una pregunta:
-¿Os acordáis de aquel muchacho de mi pueblo, amigo mío, que es poeta y que os ofrecí hace un par de años para que viniese a recitarles a los alumnos?
En aquel momento estábamos solos M.J. y yo, en silencio, concentrados cada uno en la corrección de unos exámenes. No nos dio tiempo a contestarle.
-Ya os habréis enterado. Ha ganado el Premio Nacional de Poesía. Amiguísimo mío. No ha parado de ganar premios desde que empezó a escribir. Y es tan amigo mío, que si ahora cambiáis de opinión, os lo traigo para que les eche unos versos a los críos...
Íbamos a darle la enhorabuena, para que se la hiciese llegar a su amigo, pero no nos dejó meter baza. Prosiguió, sin apenas tomar un poco de aire:
-Tan amigos somos que hace muy poco le he regalado un Barceló. Tenía el muchacho ese afán, el de tener un cuadro de ese pintor, y yo, como amigo verdadero que soy suyo, le dije que iba a ver si tenía alguno por casa... Porque yo, cuando era más joven, mientras la gente se gastaba el dinero en irse por ahí de viaje, yo me lo gastaba en arte. Tengo cuadros de mucha gente: Saura, Tapies, Antonio Ló... -no sé por qué razón, se comió esa última sílaba, tal vez porque se dio cuenta de que estaba apuntando muy alto-. Y sí, tenía un Barceló. Y se lo regalé, porque, no sé si ya os lo he dicho, somos amiguísimos.
Y mientras esto decía sacó el móvil del bolsillo del pantalón y nos mostró las últimas conversaciones, vía wasap, que había cruzado con ese poeta pasiano y amigo y premio nacional suyo.
-Mirad...- y nos mostró el cuadro, una cosa abstracta y por lo tanto irreconocible, y las frases que se habían cruzado, los agradecimientos del poeta, y las respuestas de nuestro compañero, como sacadas estas del De Amicitia de Cicerón, o de Salustio. Más que una conversación, parecía aquello una colección de aforismos. Las respuestas de nuestro compañero a los agradecimientos del muchacho poeta venían a decir todas lo mismo: que la amistad verdadera vale un potosí, quiero decir un Barceló, y que no había, por tanto, nada que agradecer. Si hubiesen estado en latín, no nos habría extrañado en absoluto:
Nam idem velle atque idem nolle, ea demum firma amicitia est, por ejemplo.
Entonces vinieron a buscarlo los amigotes, para comenzar la partida de chinos -en mi instituto, todos los recreos, se reúnen unos cuantos, todos varones, para echar tumultuosas partidas, a grandes voces, mientras desayunan, y cada dos o tres días le cantan el Cumpleaños feliz al que le toque, porque como son tantos, siempre hay alguno que celebra el suyo...-
-Lo que os decía al principio-finalizó-. Si lo llamáis vosotros no va a venir, pero si se lo digo yo, lo tenéis aquí al día siguiente. Por la amistad que nos une.
Cuando al fin se marchó, nos miramos M.J. y yo. M. J. y yo llevamos trabajando juntos más de veinte años, por lo que nos basta con media mirada para entendernos.
-Esto -me preguntó M.J.- ¿ha pasado como me parece a mí que ha pasado, o es que después de corregir tanta barbaridad sufro alucinanciones?
-Nada de alucinaciones, compañera. Tal cual. Que le apretaba a su amigo el deseo de poseer un Barceló y que fue él a ver si tenía uno por casa, y que sí, que lo tenía... Tal cual- la tranquilicé, confirmándole que todo había sido como a ella le había parecido que había sucedido.
Un Barceló que encontré por ahí
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