martes, 22 de diciembre de 2015

Javier de Torres

Nos vamos a Asturias -solo con escribir esta frase ya soy un hombre feliz-. En el camino, dentro del coche se producirán duras negociaciones por ver qué música pondremos para amenizar el largo viaje. Serán tan complicadas como las que tienen frente a sí los partidos políticos de este país para elegir el próximo presidente y formar gobierno.

P. suele ser el más difícil de conformar. Antes eran AC/DC, Green Day, Bad Religion y cosas así que a mí, como conductor, me alteraban un poco... Ahora, anda por ahí todo el día escuchando a un grupo que se llama La Raíz. Un grupo comprometido políticamente. Si por él fuese, haríamos todo el trayecto poniendo una y otra vez los dos discos de esos muchachos. 

A. es más ecléctica. Ahora escucha bastante el último de Rozalén y uno de Supersubmarina, que son de Baeza. Por nacionalismo, creo yo.

A mí, en cambio, me gustan las mismas cosas que hace diez años: Silvio Rodríguez, Drexler, Vainica Doble, Javier de Torres... De este voy a meter en el coche, sin que se den cuenta, sus dos últimos discos, uno de ellos doble. Un disco largo de canciones cortas. Y bellísimas. Y para no dejar tan desolado este candil, y porque aquí no tengo que convencer a nadie, pongo un vídeo suyo y otro más, navideño, de una tal Daniela Andrade, que me encontré de casualidad y me gustó su voz. Felices fiestas.


                     




        

sábado, 19 de diciembre de 2015

Campaña electoral

A pesar de que nos tenemos por unos escépticos hemos seguido esta campaña electoral con cierto interés. Iba a escribir con ilusión, pero eso sería excesivo. Ilusiones, en asuntos políticos, ya albergamos pocas. Interés sí, por la novedad de esos nuevos partidos que se les han subido a las barbas de los viejos con descaro y sin complejos. Nos gusten más o menos, a mí me parece que son una bendición, como la lluvia para el campo, porque pensar que, una vez más, solo se nos ofrecerían las dos opciones de siempre, habría resultado asfixiante. 

Hemos leído artículos, editoriales, noticias, reportajes; hemos visto los telediarios, las entrevistas, los debates de la televisión; hemos escuchado los boletines de la radio y algún magacín; visitado no pocas páginas de internet. Ha sido entretenido, pero al final de todo nos encontramos más o menos donde estábamos al principio. Puede que sea a causa de un carácter nuestro intolerante, tozudo e inflexible, pero lo que pensábamos al comienzo, lo seguimos pensando ahora. 

Hace una semana me encontré a los cuatro partidos de los debates con sus tenderetes montados en la misma calle, unos en una esquina y otros en la de enfrente. Los más opuestos, codo con codo. Me acerqué a uno de ellos, a decirles que habían llegado a nuestro buzón papeletas y propaganda de todos los partidos menos del suyo. Me explicaron que sus medios eran escasos. Que seguramente harían algo de buzoneo, con voluntarios, pero que era probable que no pudiesen llegar a todos los portales de la ciudad. Me preguntaron, con gracia, si no me importaría a mí ayudarlos en esa tarea. Decliné, educado, la invitación. En todo caso, me ofrecí, si querían me ocupaba de mi portal. Nos reímos un rato, aceptaron mi negativa y no me obligaron a hacerlo. Hay quien piensa que si este partido llega a gobernar el país lo convertirán, a la mañana siguiente, en Venezuela o la Rusia estalinista. O las dos cosas a la vez, tal es su extremismo. Suelen ser los mismos que votaron al PP en las anteriores elecciones porque pensaban que, al día siguiente de la victoria, la crisis se habría volatilizado y el país sería Suecia. Algunos siguen esperando. Creen que Rajoy es un hombre honesto y su partido también. Y por ello lo van a volver a votar. A mí me producen una ternura enorme. Como encontrarse a un adulto que aún creyese en el hombre del saco o en el ratoncito Pérez.

Después de esto estuve tentado de pasar al puesto de al lado, a preguntarles si me podían hacer el análisis sintáctico de esta frase: "Son los vecinos los que eligen al alcalde y el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde". Es que llevo una semana dándole vueltas y no me sale...

P.S. En los últimos momentos de esta campaña han sucedido dos hechos que podrían ser importantes.

Primero:
Justo después de escribir esta entrada, le dieron un puñetazo a Rajoy. Lamentable. Si se lo hubiesen dado antes de mi encuentro con esos tenderetes de propaganda, me habría acercado al del PP a decirles que, aunque jamás les he votado, lo lamentaba sinceramente. Que un puñetazo no se le da a nadie. Debo confesar que en un primer momento fantaseé con la idea de que fuese un golpe preparado por el equipo de campaña del presidente. Para despertar compasión y simpatía y arañar un buen número de votos. Tal vez suceda. Yo del PP me puedo creer casi cualquier cosa. Pero no. Si lo hubiesen industriado ellos, el agresor habría militado en Podemos y dejado numerosas huellas de su izquierdismo radical en las redes sociales. Habría sido una jugada maestra. Al contrario, el agresor ha resultado ser un pariente lejano del agredido, un adolescente con serios problemas de conducta, alumno de un colegio privado e hijo de una famila de esas que el presidente llama normales, una familia como dios manda... A pesar de ello, la prensa ultraderechista moderada de este país, siempre tan razonable, no ha dudado en acusar a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias de ser las mentes que empujaron ese brazo adolescente y desquiciado. Al primero, por haberle dicho que no era un político decente; y al segundo, me imagino que por todo lo que dice o hace, incluso por llevar coleta. Al parecer, todo eso incita a  la violencia y al odio. No sé. A mí me ha parecido una campaña bien civilizada, como no podía ser de otro modo, en la que por primera vez en mucho tiempo se ha escuchado hablar con corrección e inteligencia a más de un candidato. Y decirle a Rajoy que no es un político decente, con todo lo que ha caído, me parece lo más educado que se le podría decir.

Segundo:

Hace apenas unos días, Bertín Osborne declaró que él iba a votar a Rajoy. Creo que los medios no le han dado la  importancia que estas declaraciones se merecen. A mí me parece que esas palabras podrían provocar un vuelco espectacular y dar al traste con todas las estadísticas que auguran unos resultado muy reñidos, sin mayoría absoluta para ninguno de los pretendientes. Tan campechano, tan salao y castizo, lo que diga Bertín, en este país, tiene mucho eco. Ya veremos.

En fin, mientras tanto, les dejo AQUÍ el artículo de hoy de nuestro admirado Enric González, en El Mundo. ¡Qué bien piensa este hombre!






miércoles, 16 de diciembre de 2015

Feria de Navidad

Todas las Navidades, desde hace cinco o seis, montan en nuestra calle -en el bulevar- unas pocas casetas, también cinco o seis, y organizan una pequeña feria del libro. Son casi siempre los mismos libros menesterosos y reumáticos de todos los años. Libros vagabundos y hepáticos, fatigados de andar todo el año de gira por el país, en esa errancia triste de las ferias de segunda mano. A mí me gusta mucho ir a visitarlos, a curiosear entre ellos. Al final, después de la última caseta, ponen cada año una churrería ambulante.

El viernes por la tarde, antes de la inauguración oficial del sábado, ya estaban abiertas las casetas. De modo que bajé a darles la bienvenida. Nada más salir del portal me encontré con nuestro amigo A. Hacía tiempo que no nos veíamos. Nos fuimos a tomar una cerveza. Nos pusimos al día. Hablamos de esto y de aquello y, claro, de libros, viejos y nuevos... Contra ese adagio cínico y descarado que reza que solo hay una persona más tonta que el que presta un libro y que no es otra que aquella que lo devuelve, A. y yo costumbramos a dejarnos aquellos que más nos han gustado porque tarde o temprano, tontos perdidos, siempre nos los devolvemos. Luego me llevó a su casa, también en el bulevar, y salí de allí con cinco tomos... Ya habían cerrado las casetas...

Volví a la mañana siguiente. Justo delante de la primera caseta había un grupo de gente hablando muy seriamente. Uno de ellos, que se mantenía callado, escuchando atentamente lo que decían los demás, era igual que Isaac Rosa. Comencé a flanear entre los libros viejos. De vez en cuando, otros buscadores se dirgían a los libreros: "¿Tienen algo de tatuajes?, ¿de Rajoy?, ¿de religión?, ¿de medicina alternativa?, ¿de perros?..." A este último le ofrecieron El coloquio de los perros. "Es de Cervantes", le ponderó el librero.

En la pesquisa, econtré uno de Joaquín Araújo, el naturalista que trajimos el otro día en el coche, el ornitólogo al lado del cual atropellamos a un pájaro. Se titulaba Viaje de un naturalista por España. Miré cuántas páginas dedicaba a Asturias. Solo dos. Apenas unos pocos párrafos para hablar del Sueve y del bosque de Muniellos. Ya me lo recelaba. Entre las muchas tonterías que cultivamos está la de la tierra. A poco que nos dejen, nosotros ejercemos de asturianos. Así lo hicimos, también, cuando llevamos a este naturalista en el coche. Habitualmente, cuando declaro mi condición de asturiano, la gente me hace toda clase de melindres, y se hace lenguas de la belleza de esa tierra nuestra, de la simpatía de sus habitantes, de lo bien que se come... Y yo, como si todos esos adornos fuesen responsabilidad de uno y mérito personal, me esponjo como un pavo. Sin embargo, el naturalista recibió esa infomación con indiferencia. Ni una palabra sobre la belleza exuberante de la naturaleza de nuestra región. Como si le hubiese dicho que era de Guadalajara. Me extrañó. A lo mejor, pienso ahora, atropellé al pobre pájaro, de un modo subconsciente, claro está, para vengarme de esa frialdad incomprensible. No sé. Dejé el libro donde lo había encontrado y continué mi paseo.

Al final compré una novela francesa, Teoría de las nubes. Por intuición, por el título (somos grandes partidarios de las nubes. Si pudiésemos, las coleccionaríamos) y por su comienzo: "Hacia las cinco de la tarde todos los niños están tristes: enpiezan a entender lo que es el tiempo. El día declina un poco. Pero habrá que volver a casa, ser bueno y mentir..."

 www.europaenfotos.com

lunes, 14 de diciembre de 2015

Breve noticia de William McIlvanney

Lo descubrí este verano. Leyendo Laidlaw, que es como se llama el protagonista de una trilogía de novelas negras. Es la primera de la serie y me gustó muchísimo. De manera que me hice por internet, en una lejana librería de viejo, con otro de los títulos, el último, Extrañas lealtades. El segundo, Los papeles de Tony Veitch, está descatalogado y resulta imposible conseguirlo -al menos yo no he podido-. 

Su autor, William McIlvanney, es un narrador y poeta escocés. Y estas dos novelas suyas nos han parecido magníficas. Por decirlo en muy pocas y pomposas palabras, envuelto en las convenciones de la novela negra, encontramos en ellas un retrato profundo y poético del alma humana. Que es, más o menos, lo que uno espera encontrar en cualquier obra literaria. Por esta razón no resulta extraño que el protagonista, un detective de la policía de Glasgow, sea un gran lector de filosofía -en la última hasta cita a Unamuno- y un hombre con hondas preocupaciones sociales. Un gran hombre, complejo y oscuro. Y no digo más. Tan solo dejo este ENLACE del blog de Juan Carlos Galindo en El País, y unas cuantas citas, espigadas por un servidor, de Extrañas lealtades.

En todos los casos que he investigado he deseado implicar, sin excepción, a todas las personas que podía, yo mismo incluido. Mi banquillo de los acusados ideal incluiría a toda la población del mundo. Todos prestaríamos declaración, contaríamos nuestras tristes historias y luego habría una absolución general y nos iríamos todos y probaríamos de nuevo.

¿De qué valían las propiedades y los triunfos profesionales y los éxitos oficiales? La vida consistía solo en vivirla. Cómo actúas y qué y cómo eres y qué haces, esas cosas eran la única sustancia. Tampoco perduraban. Pero mientras estuvieses aquí, eran toda la luz que podía haber..., la mecha que enhebra la cera derretida del tiempo.

Yo durante la infancia era tímido hasta el punto de producir una sensación embarazosa en otras personas: dado a silencios paralizados y muy bueno ruborizándome. Puede que nunca nos hagamos adultos del todo y no dejemos nunca de ser los niños que hemos sido. Desde luego en mi madurez parece  haber un barniz que no se ha fijado bien.

De lo que no hay duda es de que buscaba algo que nunca iba a encontrar: un sitio donde la gente se portase entre ella como él creía que había que hacerlo. El que no se tratase a la gente con justicia le ofendió hasta su muerte. El mundo le parecía una habitación alquilada que no se ajustaba a sus condiciones y no pudo llegar a sentirse bien del todo en él. 

Detesto estos tiempos-dijo-. La superficialidad. Algunos de los sueños más nobles que ha tenido la especie se están ahogando en charcos. 

¿Escribir? ¿Quién necesita eso? Cuando escribes lo que haces es esto. Ir solo. Te construyes un escondite alrededor de ti mismo con lo que esté a mano: relaciones rotas, pesares acumulados, alegrías recordadas, rutina deliberada. Esperas. Pruebas varios señuelos diferentes. Dejas escapar todo (no importa que parezca muy bueno o las alabanzas que te proporcione el cazarlo) salvo aquello que estás esperando, lo que tú sabes que debes cazar. Estás dispuesto a perderte tú mismo antes que perder eso. Mientras tanto te alimentas de la quincalla que pueda haber a mano, raciones de chatarra del yo.

"La chatarra del yo", esto me ha parecido muy bueno. Perfecto para titular, por ejemplo, un blog como este. 

P.S. Al buscar en internet, antes de publicar esta entrada, alguna foto de este autor, nos damos de bruces con la noticia de su muerte. Tenía 79 años. Si supiésemos una fúnebre canción escocesa, saldríamos a la ventana a cantarla a grandes voces. Como no conocemos ninguna, ahora mismo vamos a ir hasta la nevera y vamos a tomarnos una cerveza en su memoria.


 www.vanguardia.com.mx

domingo, 13 de diciembre de 2015

En Alcaraz, con SY

Nos avisó unas semanas antes. Que el lunes 7 de diciembre exponía en Alcaraz. Por si podíamos acercarnos. Le contestamos que por supuesto. A S. nosotros lo queremos mucho. Tenemos muchas razones para ello. Una, importante, es lo mucho que nos reímos cuando nos vemos. Sin parar. 

Algo nos contó de una asociación de desarrollo rural, no nos enteramos muy bien; que antes de la exposición, un tal Araújo echaría una conferencia y, luego, se inauguraría aquella, en una vieja iglesia desacralizada, la de San Miguel, que ahora utilizan para actos culturales y para poner el belén cuando las navidades; que después habría un vino español.

Pensamos que el tal Araújo sería un pintor local y llegamos para la hora de la inauguración. Aparcamos el coche a la entrada del pueblo y subimos hasta la plaza, al casino, por visitar el baño. La plaza de Alcaraz es, sin duda, de la más bellas que se puedan encontrar en este país. Y uno de los lugares desde donde mejor se puede contemplar, ese casino de pueblo, lleno de oriundos silenciosos y cabizbajos que dejan pasar las horas con una copa en la mano o jugando a las cartas. Si quitasen la tele y las porquerías que esta expulsa a todo color, ese casino pasaría perfectamente por un lugar de hace cincuenta, cien años. Los parroquianos también. En realidad, casi todo el pueblo tiene ese aire antiguo, con viejas casas con escudo, callejones expresionistas y negocios  y carnecerías que parecen del siglo pasado. De comienzos del siglo pasado. 


 www.arquitecturalpcs.com

Fue al salir de ese casino machadiano cuando vimos a S. Venía, junto a otra docena de personas, del edificio de la Lonja. Nos saludó con la mano y ya nos fuimos al encuentro. Vestía la que él denomina la chaqueta de las exposiciones. Nos explicó con detalle la naturaleza de todo aquello. Al parecer, varios pueblos de la zona acaban de crear una organizacón mancomunada, ARUME (Asociación Rural del Mediterráneo), para fomentar actos que promocionen la zona, y por eso la conferencia, la exposición y la entrega de un premio a un proyecto de desarrollo rural. Nos explicó que esa organización la formaba gente de cierta influencia: una antiguo ministro socialista que era natural de La Puerta de Segura, un antiguo secretario de estado de Arroyo del Ojanco, uno de su pueblo que fue director de Radio 3 durante largos años, y por supuesto los alcaldes y otras autoridades de la zona. Nos señaló con el dedo al de su pueblo, al de Alcaraz, al tal Araújo -que no era, como nuestra ignorancia había supuesto, un pintor local sino Joaquín Araújo, eminente naturalista, ornitólogo sobresaliente y académico de la Real Academia de las Letras y las Artes de Extremadura, además de otras muchas cosas.- También nos comentó que había sido avistado, por los alrededores de la plaza,  José Bono, pero que a la conferencia no había entrado. Fue presentándonos a casi todos, también a los amigos que lo habían acompañado desde el pueblo, por ejemplo su amigo carpintero, que tiene el taller al lado de su estudio. Cuando está en el pueblo, se toma un café con él a media mañana, en la cantina del tanatorio, que les han construido enfrente. Ahora son de los primeros en enterarse de las bajas que se producen entre la población.

La exposición estaba formada por cinco cuadros: tres grandes lienzos de rostros de imaginería barroca, desacralizados como la iglesia, y dos retratos de dos de su pueblo. Magníficos todos. De ese realismo crudo y expresionista que es marca de la casa. Emocinantes. Dijo unas palabras nuestro amigo, recordó el año aquel en que vivió en Alcaraz y ya nos paseamos un rato con cara de entendidos entre las naves y la capilla donde fue bautizado Vandelvira. Al salir, de camino al vino español, comentamos una coincidencia curiosa: S. vivó en Alcaraz en el callejón de San Juan de Dios y de San Juan de Dios era uno de los retratos de la exposición. Según nos contó S., al que le gusta la iconografía y el santoral casi tanto como los pájaros, se cree que este San Juan, antes de abandonarlo todo y presentarse en Granada, desde Portugal, a ayudar a los menesterosos, había sido librero.


 www.diariodesevilla.es

Todavía por el camino, nos contó que antes de la conferencia había visitado el museo parroquial de la iglesia de la Trinidad, y que estaba convencido de que uno de los cuadros que allí tenían era un Greco sin certificar. Y que se lo había dicho a un concejal. Y que ese pequeño museo era magnífico. Nos iba enseñando fotos: un descendimiento, una piedad, un San Blas..., y el Greco. Iba contándonos todo eso con esa naturalidad desarmante con la que S. lo cuenta todo, lo hace todo. 

Al llegar al bar resultó que no era un vino lo que nos iban a servir, sino una comida entera y verdadera: embutidos, pulpo, migas, atascaburras, ensaladas, carnes a la brasa, postres y café. Nos lo sirvieron en un pequeño salón. Seríamos treinta personas. Los de Arume y nosotros, los amigos de S. 
Nos contó un montón de cosas S. De sus viajes por el mundo (México, Cuba, París...), de su barrio de Berlín, de una novia terrible que tuvo en Monterrey y, sobre todo, de cosas de su pueblo, magníficas todas: de la posibilidad de que Pepe Marchena hubiese parado en Puente Génave, ya que le dedicó una taranta (Taranta del Puente de Génave); que Manolete paró en el Bar El Pintor, camino de Linares y de su muerte; que un extravagente personaje, natural de Alcantarilla, Murcia, pero emigrado en Perú durante mucho tiempo, llegó hasta el Puente y compró una finca -una que está al lado del estudio de S.- en la que inició profundas excavaciones ya que estaba convencido de que ese era el lugar donde estaba enterrada la Mesa de Salomón... Yo le pregunté por Justo Armenteros, el torero amigo de Picasso, y por aquel linóleo del malagueño que nos había enseñado una vez, colgado en un bar, al lado de un póster del Real Madrid. Siempre le pregunto por él. Me contó que Justo se murió, y que lo del linóleo colgado en aquel bar había sido una exposición temporal. 

Cuando estábamos con el café, uno de los comensales, un señor insignificante, se levantó y se despidió. Al pasar a nuestro lado, creímos reconocer en él algo familiar. Era José Bono, virrey que fue de todas estas tierras. Resulta que habíamos estado un par de horas comiendo casi a su vera y sin darnos cuenta. El poder -y este hombre dicen que aún acumula mucho en esta región-, visto de cerca, pierde una barbaridad. 

Luego nos llevaron a una almazara ecológica. Seguimos con S., riéndonos, como siempre, sin parar. Hasta atorarnos. Después de un rato, le pidió S. a su paisano Pablo García González -el que fue director de Radio 3-, que nos contase lo de Pepe Marchena. El hombre, una persona encantadora, aceptó el encargo de muy buena gana. La existencia de esa canción, nos relató, se la descubrió el marido de Carmen Linares y, una vez descubierta, comenzó a investigar el paso del cantaor por su pueblo. Pero no encontró nada. Ningún testimonio, ningún documento. De manera que decidió escribir un cuento. Un cuento en el que se narra, con lujo de detalles, el verdadero paso de Pepe Marchena por Puente Génave. Nos explicó, para justificarse, que su invención no lo era tanto, que era cosa más que probable ya que Pepe Marchena pasó la guerra en Arquillos, y no dejó de actuar por toda la zona mientras estuvo en manos de la República: en Albacete y Murcia, sobre todo, y que para ir a esos lugares resultaba inevitable pasar por el pueblo, y no habría sido nada raro, por tanto, que hubiese hecho noche en él, seguramente en una venta famosa que hubo en aquel tiempo. A nosotros nos pareció muy bien la solución y así se lo dijimos, pues en esta clase de negocios a veces lo importante no es tanto qué ocurrió sino cómo se cuente. Ya se sabe, eso tan itailano y fino de se non è vero, è ben trovato...

Fue un día magnífico. Al final nos despedimos de todos. De S. con una abrazo y nos trajimos a Araújo a Albacete, que tenía que coger un tren de vuelta a Madrid. Por el camino atropellamos a un pájaro. El naturalista exhaló un suspiro doloroso. No deja de ser mala suerte llevar en el asiento de al lado a uno de los más importantes ornitólogos del país y cargarse a un pobre pajarillo. Por disculparme, le dije que a mí aquello me había parecido un suicidio. Nos tranquilizó diciéndonos que más de ocho millones de vertebrados mueren de ese modo cada año en las carreteras del país. A. contó que hacía unos meses, camino del trabajo, se les había estrellado una lechuza contra el parabrisas... El hombre vovió a suspirar. Antes de salir de Alcaraz, S. le había explicado que él el amor a los pájaros lo había cobrado matándolos con tirachinas cuando chico. Que en los pueblos eso era lo corriente. Y que fue así como los conoció, aprendió a distinguirlos y empezó a amarlos. Le contó, por ejemplo, su descubrimiento maravillado de la oropéndola. Sobre el peculiar modo de comenzar su amor a los pájaros, el naturalista eminente no comentó nada; solo dijo  que durante un tiempo había tenido un programa en Radio Nacional que comenzaba con el canto de ese pájaro (Oriolus oriolus), que era uno de sus favoritos. Cuando lo dejamos en la estación se despidió de nosotros muy cortésmente. También muy aliviado, me pareció a mí.

 www.arturnatura.com


sábado, 12 de diciembre de 2015

Monarquía versus República

-¿Ya has pensado lo que quieres pedirte para Reyes?-le pregunté distraídamente a P.

-Pues no sé. Algunos cómics y... ¡ah!, sí, una bandera republicana- me contestó.

-¿A los Reyes?, ¿una bandera de la república? Imposible.

-Papáaaa...

-Eso no puede ser, hijo. 

-Pero si no existen... Si me lo vais a comprar vosotros...

-Eso no tiene nada que ver. Existan o no - y sobre este punto habría mucho que discutir- no vas a pedirles a unos reyes una bandera republicana.

-Papáaaaa...

-Ni hablar. Olvídate. Sería una descortesía imperdonable.


 www.lamentable.org

jueves, 10 de diciembre de 2015

Luna de miel (Mieres-Vuelta)

Casi todos los veranos hacemos una excursión con mi prima M.J. Esta vez fue a Ablaña. Fue una excursión nostálgica y memoriosa con mis padres y mi prima.


Ablaña es un pequeño pueblo al lado de Mieres. Es el pueblo donde mis abuelos maternos se conocieron y donde nació mi madre; el pueblo al que llegaron, un día, mis otros abuelos y mi padre, con todos sus hermanos. Este abuelo paterno abrió allí un bar. Mi abuelo materno era capataz en Fábrica de Mieres. Se conservan las casas donde vivieron unos y otros, las dos estaciones, el edificio del casino donde se alojaba mi abuelo J. También la casa de mi abuela C., el balcón de madera donde se asoma, sonriente, mi bisabuela en una vieja foto. Mi abuelo J. tenía ya, para aquellos años, una edad, y llegó a Ablaña tras una juventud viajera y despreocupada. Mi abuela era mucho más joven. Por resumir, y teniendo en cuenta que mi tío J. nació sietemesino pero muy hermoso y lucido, todo parece indicar que mi abuela "le enseñó la enagua", que es como se referían entonces a esta clase de asuntos. Se la enseñó o le pidió él que se la enseñase. Algunos años más tarde, nació mi madre y al poco se mudaron a una casa con huerta, al otro lado de las vías y a la orilla del río. La casa y la huerta aún se conservan, aunque muy cambiadas. A la casa, por ejemplo, le han alicatado la fachada y también han tenido el valor de colocarle unos enanitos de escayola a la entrada.


De todos estos lugares, unos se conservan más o manos en pie y otros más o menos ruinosos, cayéndose poco a poco. El antiguo caserón donde estaba el casino, que luego fue el cuartel de la Guardia Civil, se ve hoy ennegrecido y con el tejado hundido, las vigas quebradas y las ventanas cegadas por tablones carcomidos. A su lado hay algunas casas recién pintadas, con puertas y ventanas nuevas y retejadas hace unos pocos meses. Todo el pueblo está así. Edificios ruinosos junto a casas recién arregladas, limpias y alicatadas. Unos sujetando a los otros, como buenos samaritanos.


En sus buenos tiempos -los tiempos de mis padres y de la infancia de mi prima-, Ablaña era un lugar populoso y lleno de vida. Hay un libro que cuenta muy bien esos tiempos. Se titula Cuando el mundo era Ablaña. Su autor, José Fernández Sánchez, fue uno de aquellos niños de la guerra que embarcaron para Rusia. Nosotros conservamos ese libro en un lugar especial de nuestra pequeña biblioteca. Casi todo lo que se cuenta allí ya lo habíamos escuchado antes, de boca de papá y de mamá. Nos pasamos la infancia, mi hermano y yo, escuchando relatos de Ablaña y de las gentes de Ablaña. Y yendo allí todos los domingos y fiestas de guardar. 

Ahora todo eso ya pasó. Hoy Ablaña es un pueblo pequeño, medio arruinado y prácticamente vacío. De la docena de personas con las que nos cruzamos en nuestro paseo, la mitad eran familiares que estaban de visita en la residencia de ancianos en que han convertido el viejo cine. 

En la Estación del Norte se encontró mi padre con uno de los últimos resistentes, un conocido de aquellos años felices, V. Jubilado de la Renfe, vive en una casa de la estación. Se nos quejó de que la empresa no se la ha querido vender y que, a lo mejor, un día le obligan a marcharse.

Luego nos encontramos con Nini, una prima de mi madre. Nini vive en Barcelona, pero acostumbra a pasar largas temporadas en Ablaña, en la casa que conserva y que tiene decorada con mucho gusto. Nini debe de contar ya más de ochenta primaveras, pero es una mujer muy moderna. Con un punto muy divertido de extravagancia. Charlamos un rato con ella.



Mi padre iba señalándonos algunas cosas: la nave donde estaba la biblioteca de Minas Llamas, que hoy es una cochera; el lugar donde se desbordaba el río Nicolasa, y el puente que tuvieron que reconstruir más de una y de dos veces; la caseta que levantaron, unos amigos y él, en una sola noche, y que todavía se mantiene en pie, al lado del campo de fútbol; las calles del barrio Pachón... Llegamos a Ablaña de Abajo, donde la capilla. Recordaron entonces al Negus, un cura que había sido capellán de la Legión, al que llamaban así por lo oscuro de su piel. Era hombre, al parecer, de carácter taciturno, aficionado a curar con vino tinto su melancolía. Un día que esa negra tristeza le había atacado con especial furia, llegó a la misa de la tarde un poco tambaleante, y cuando vio que en la capilla, como todas las tardes, no había más que gente mayor, gritó: "¡Trastos viejos al rincón! Dejad que los niños se acerquen a mí". Esa tarde, mi abuela C. llegó indignadísima a casa. A mi abuela C. yo la recuerdo como la mujer más dulce del mundo, pero parece ser que era mujer de mucho carácter. Por ejemplo, mi prima nos recuerda que, a la muerte del abuelo J., el marmolista se equivocó con la lápida, seguramente con el apellido Guisasola. Cuentan que mi abuela se fue para él como una furia y que lo convenció para que corrigiese el desaguisado cogiéndole por las solapas, ella, que era tan pequeña... Nos dejaron la llave en una casa de al lado y entramos en la capilla. Estaba muy arreglada y olía a esa mezcla de humedad e incienso que es el perfume de esa clase de lugares. En un esquina, un confesionario portátil. Para llevar a las romerías, supusimos...

Luego ya fuimos a la cantina de la estación, a comer. Es un lugar engañoso. Visto desde fuera, uno no diría que se pueda comer de un modo como el que se hace, tan rico, abundante y barato. De ese modo de ningún otro, pero es así. Recomendabilísimo.

Después, en la sobremesa, se contaron muchas cosas. Mi prima, por ejemplo, nos contó algunas historias de mi madre que escuchábamos por primera vez. Por ejemplo, un pleito laboral que tuvo. Se ve que denunció a la empresa porque no quería pagarle unos atrasos. Eso, en aquellos tiempos, no se solía hacer. Pero ella no se amedrentó - mi madre ha tenido siempre un claro sentido de la justicia- y consiguió que se los restituyesen. Como mi tío la ayudó, ella le regaló unos zapatos. También cómo, siendo más joven, fue a Oviedo con su padre, a comprar la enciclopedia del curso que estaba a punto de comenzar. Era septiembre y San Mateo, y los andenes estaban a rebosar. De manera que cuando estaban esperando al tren para volver a casa, alguien empujó a mi madre y la enciclopedia se cayó a las vías. Mi abuelo no se lo pensó. Se arrojó a ellas para recuperarla, entre los gritos de mi madre, que pensaba que si el tren llegaba se iba a quedar huérfana de padre-mi madre ha tenido siempre un agudo sentido del desastre inminente-. (Al escuchar esta historia, se le escaparon a mi madre unas lagrimillas). Y finalmente, y la más sorprendente, cómo mi madre fue capaz de pararle los pies a un acosador en tiempos en los que esa palabra ni existía. Se quejó a la dirección -mi madre trabajaba de secretaria en la Fábrica- y como la intentaran disuadir de continuar con su denuncia, ella les contestó que si la cosa no paraba, ella denunciaría: "Yo no me meto con él, por lo tanto que no se meta él conmigo", parece ser que dijo mi madre. Y ahí se acabó todo.

Ya en los postres, y a petición de mi prima, mi padre, que es la memoria de la familia, contó cosas de la luna de miel. Mi madre se maravilla de que se acuerde de cosas que ella ha olvidado por completo, y recela que algunas de ellas se las inventa. A veces discuten por esta razón.

Salieron desde Oviedo, en el expreso, porque este no paraba en Ablaña. Al pasar por el pueblo estaba la familia y los amigos esperando en los andenes para despedirles. Unos en el anden de la izquierda y otros en el de la derecha. Fueron hasta León. Luego a Madrid, y desde allí a Toledo y a El Escorial. Y ya de vuelta, por Bilbao y Santander, con una última parada en Pimiango, donde mi padre tenía tíos y primos en abundancia. En Madrid mi padre llevó a mi madre al fútbol. Fue un Real Madrid- Sevilla. Ganó el Madrid, mi padre no recuerda el resultado exacto. Mi madre, ni siquiera que haya ido alguna vez a un partido de fútbol. Pero sí  se acuerda mi padre de que jugaban Domínguez, Kopa, Muñoz, Gento, Di Stéfano... 

Cuando llegaron de vuelta a Ablaña -después de un mes de viaje-, todavía conservaban en la cartera quinientas pesetas. Era 1957. Decidimos, mi prima y nosotros, que mis padres eran, entonces, ricos. Asi que, en recuerdos de aquellos lejanos tiempos, dejamos que nos invitasen a la comida.




lunes, 7 de diciembre de 2015

Memento mori

-Yo, - dice mi suegra mientras nos tomamos el postre y está pelando ella una naranja -cuando me muera, no quiero tener cara de muerta. Que a los muertos se les pone una cara que es un dolor. Y quiero que parezca que me estoy riendo. Y la cabeza alta. Pero sobre todo que no me dejen tan blanca como se ponen los muertos... Eso sí, que tengan cuidado con el colorete, que tampoco quiero parecer una santa borracha...

-Espera, que cojo la libreta y tomo nota...

viernes, 4 de diciembre de 2015

Mieres (Vuelta)

A la vuelta de Palacio, nos quedamos diez o doce días en casa de mis padres. Para suavizar el exilio. Si tuviésemos que volver a casa, a las labores cotidianas, inmediatamente, creo yo que nos moriríamos de tristeza. En Mieres todavía llevamos una vida muelle y despreocupada. Nos levantamos tarde, damos un paseo, tomamos un café en El Carolina, vamos a Oviedo o a Gijón, a ver a los sobrinos y a los amigos, a pasear, a sentarnos en las terrazas, a no hacer nada. Un exilio dorado.

Las notas que tengo en mi libreta de esos días son anodinas y felices.

G. se ha puesto de morros porque esperaba que yo le comprase una escopeta de balines. Le dije que no, que no quería ser el responsable de que su hermano se quedase tuerto. Que prefería comprarle la pluma aquella de los novecientos euros. Aunque tampoco se la iba a comprar, que no se hiciese ilusiones.


Tomo una cerveza con mi padre en el Elma. Sin alcohol. Mi padre siempre ha bebido vino. Vino tinto. Un vino tinto peleón que le traían a casa de una bodega de la calle Aller, Bodega Funcia. No debía de ser un vino tan malo, porque ahí sigue mi padre. Con algunos achaques, es cierto, pero bastante entero. Ahora, sin embargo, esas dolencias le han hecho pasarse a esta otra bebida, que considera insustancial, pero que siempre será mejor que el agua. El Elma lo regenta una mujer muy castiza, que trata a estos hombres tan mayores con una sabia mezcla de picardía y ternura. Habiendo como hay tantos bares en el barrio, mi padre no quiere ir más que a este.


Al llegar esta tarde a Oviedo, nada más apearnos del coche, se desató una tormenta regular. Nos refugiamos en casa de C. y de H. Cuando al fin amainó, nos fuimos a dar un paseo. Una rara luz envolvía la ciudad.


Nos encontramos con F. F. es poeta y se gana la vida dando talleres de literatura por las bibliotecas municipales. Va a sacar un libro. Un diario de la temporada en la que el Oviedo descendió a Tercera División y estuvo en un tris de desaparecer. Porque además de poeta F. es un socio muy veterano del equipo de su ciudad. A pesar de nuestro sportinguismo, le prometemos leerlo.


Sábado 15 de agosto. A pesar de ser día de fiesta, el supermercado está abierto. Bajo a comprar algo de pescado para comer. La pescadera está que trina: "Si hubiésemos cerrado no se había muerto de hambre nadie". Le pido cuatro rodajas de bonito sin atreverme a mirarla a la cara.


Domingo 16 de agosto. La ciudad vacía. Hasta los bares permanecen cerrados. Comida en Cenera. Mi madre se encuentra, en la mesa de al lado, con Maxi, su antigua modista. Recuerdo que la acompañábamos de chicos a probarse los vestidos. Vivía en un sexto piso sin ascensor y era una mujer muy dulce. 


Tarde en Oviedo. Pasamos al lado de la calle San Roque. Apenas hace dos días que me enteré de que en esa calle fue donde nació mi abuelo José.


Visita a la compañía de seguros. Por una poliza de decesos. La mujer que nos atendió me pareció excesivamente simpática... Hablaba de la posibilidad de accidentes y muertes trágicas y repentinas con una despreocupación criminal. Por darle la razón, estuve a punto de estrangularla.


Tarde en Gijón, a ver a mis tíos, que llevan un mes en una residencia. Un lugar curioso. Mitad merendero, mitad club social, fue, en su día, una escuela privada de las señoritas bien de la ciudad. Mi tío, en cambio, lo ve más como una cárcel. A la entrada ondeaban tres banderas: la municipal, la regional y la nacional. Pero la palma en cuestión de símbolos se la llevaba el Sporting: el escudo pintado en un muro, banderines colgados aquí y allá, pósters, carteles y varias bufandas enrrolladas en las columnas de la sala de visitas. Le pregunté a mi prima A. cómo llevaba eso mi tío, aficiondo fiel del Oviedo. Tanto que, según mi madre, vez hubo que volvió a casa llorando tras un partido perdido en el viejo Tartiere. "Se ha quejado de todo menos de eso", me contestó. 

Detrás de nosotros, un hombre coloca unos documentos en el regazo de una ancina muy consumida y le alcanza un bolígrafo: "Firma aquí", le ordena. Ganas nos dieron de gritarle a aquella mujer que no, que no lo hiciese. ¿Qué novela, familiar y complicada, habrá tras esa escena?

Porque yo le pregunto, mi prima A. me explica por extenso los avatares de las diferentes facciones políticas de izquierdas de la provincia, a las que conoce bien: sus fusiones, sus roces, sus rupturas... Me costó un poco seguir el hilo del relato, no porque mi prima no se explique bien, todo lo contrario, que lo hace como un libro abierto, sino por la complejidad y variedad del asunto. Me sonó como una antigua saga nórdica o como "Juego de Tronos".

De vuelta a casa, ya en el coche, al detenernos ante un semáforo, se acordó mi padre de Benina, una vecina de nuestra vieja calle de Mieres, antigua vendedora de pescado trashumante por los pueblos. Según mi padre, en aquellos tiempos Benina tenía un burro que reconocía y entendía los semáforos, de manera que no había que gritarle para que se parase cuando estaba en rojo, ni aguijonearlo cuando cambiaba al verde. Al coche, en cambio, tuve que pisarle el acelerador para que arrancase.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

El periódico de los sábados

Los sábados, nada más levantarme, a veces incluso antes de desayunar, leo los periódicos. Bueno, en realidad leo solo dos o tres cosas de los periódicos: antes que nada, el artículo de Enric González en El Mundo, y, un poco por encima, el Babelia de El País. Los artículos de González porque nos obligan a pensar mejor, nos parece que podrían hacernos más sabios, y porque nos llenan de admiración...

En Babelia, por su parte, alimentamos nuestro vicio por los libros.

El sábado pasado nos encontramos varias cosas de interés. Por ejemplo, en la entrevista que le hacían a Manuel Rivas, a propósito de su nueva novela:

Traspasar lo inaccesible es lo propio de la literatura.

La literatura es resistencia, una intervención contra la realidad.

Lo inútil podía influir en lo útil, cambiar la vida.

Otro detector de la literatura es que es una creación que no quiere dominar.

Escribir es estar en una posición de fragilidad.

Toda escritura es poética porque el lenguaje se pone o no se pone en vilo. Hay palabras que alcanzan esta condición. La lengua se pone en otro tiempo, que no es pasado ni futuro, sino otro tiempo.

Y este aforismo, que nos ha gustado mucho y que es casi seguro que utilizaré cualqueir día como cita en nuestro Lejos de El Molinón:

Un tris vale mucho. 

Aunque lo mejor, que bien podría servir como el título de un libro, fue esto:

Los libros también son gente.

A nosotros los de Manuel Rivas nos suelen gustar mucho. Guardamos un recuerdo tan bueno de En salvaje compañía que nos da miedo reelerlo. Tan solo después de acabar Los libros arden mal nos entraron ciertas reservas. Los buenos eran tan buenos, los malos tan villanos... Curiosamente, le preguntan sobre esto en esa entrevista. Él lo niega. Yo creo, en cambio, que es verdad, pero ya no me parece algo tan reprochable. Hay en los relatos de Rivas una postura moral tan nítida como la que encontramos en ciertas películas clásicas, en ciertos wester maravillosos... Esa debe ser la clave de lectura de sus libros. Leídos así, funcionan estupendamente. Aunque tengan hondas raíces históricas; aunque se construyan con los mimbres de la realidad, hay en todos sus relatos una evidente intención alegórica. Sus libros son fábulas que tratan de la eterna lucha entre el bien y el mal.

Y luego, en el Sillón de Orejas de Manuel Rodríguez Rivero, una afirmación y una recomendación:

Al contrario que la vida, la ficción debe resultar siempre convincente.

Y la recomendación, que huele fenomenal, un cómic: 

¿Podemos hablar de algo más agradable?, de  Roz Chast,  en Reservoir Books.

(También recomienda Otoño, cómo no).

A nosotros, empezar un sábado de esta manera, nos alegra el día.





lunes, 30 de noviembre de 2015

Antiguo viaje a Oriente

Hace más de veinte años hicimos, en compañía de nuestro viejo amigo D., un viaje a Jordania. Fuimos invitados por otro amigo, J., que estaba allí de lector de español. Nos alojamos en Irbid, en el apartamento que le habían cedido a nuestro amigo en el campus de la universidad en la que trabajaba. Visitamos buena parte del país: Amman, Petra, Wadi Rum, Aqaba, el Mar Rojo, el valle del Jordán, el monte Nebo, las ruinas romanas de Jerash... 

A esta última visita nos acompañó un español que conocía J. y que trabajaba en la embajada. Llevaba viviendo en diferentes países de la zona desde hacía mucho tiempo. No recuerdo su nombre, solo que era un hombre de mediana estatura, de rasgos anodinos y con una barba como la de cualquiera. Un hombre que pasaba desapercibido y evitaba salir en las fotografías que hacíamos. Salía siempre de espaldas o medio oculto por una columna o unas piedras. Sí recuerdo bien, en cambio, que hablaba árabe perfectamente, que conocía profundamente la historia de aquellos lugares y que mostraba un enorme desprecio hacia los musulmanes. Recuerdo que mientras paseábamos por las antiguas vías de aquella ciudad romana, escuchando sus explicaciones, se paró de repente, señaló con el dedo hacia la ciudad árabe, que se veía enfrente, separada de las ruinas por una rambla de unos cincuenta metros, y nos aseguró que los árabes que vivían allí no sabían lo que representaban aquellas columnas, el teatro, los templos que estábamos visitando. Ni lo sabían ni les importaba, nos dijo, y cerró aquella digresión afirmando que, si por ellos fuese, lo harían volar todo por los aires. Luego ya recobró el hilo de su discurso y continuó explicándonos cosas de aquella antigua ciudad de la Decápolis. 

Nos llevó a comer a un restaurante cercano, que estaba lleno de empleados de la embajada a los que J. saludó, pero no nuestro guía. Dedicamos la comida a contarle nuestros planes, a ver qué le parecían. Teníamos pensado alquilar un coche y bajar hacia el sur, para vistar el Mar Muerto, Petra, el desierto de Wadi Rum y llegar hasta la ciudad de Aqaba. Le pareció bien. Incluso se ofreció a acompañarnos al día siguiente a alquilar el coche, pues tendríamos que regatear el precio. Así fue pasando el día, en una larga sobremesa. Regresamos a Irbid y nos llevó a un hermoso café. Mientras atardecía, sentados los cuatro en unos cojines, fue contándonos más cosas aquel hombre aparentemente gris. Conocía bien todos los países de la zona: Siria, Irak, Arabía Saudí... En este último país había asistido a algunas ejecuciones públicas. Había visto cómo le cortaban la cabeza a un hombre acusado de asesinato y las manos a otro responsable de un robo. Había visto lapidar a una mujer que decían adúltera... "Son unos salvajes", afirmó. Comenzó entonces un largo lamento porque decía que ni en Europa ni en Estados Unidos se estaban dando cuenta del peligro que suponían unos fanáticos de semejante calaña. "Estos brutos son capaces de cualquier cosa", se nos quejaba, "son capaces de todo, creedme", nos repetía una y otra vez. Ya era noche cerrada mientras aquel hombre del que apenas recuerdo que era de mediana estatura, de rasgos anodinos y que lucía una barba como tantos otros, insitía una y otra vez en esa idea. Después de una jornada tan agradable, en aquel café de Irbid y a aquella hora tan dulce del final del día, aquellas palabras nos ensombrecieron un poco. 

Se quedó a dormir en el apartamento de J. para acompañarnos a la mañana siguiente a alquilar el coche. En la cena ya hablamos de otras cosas, menos sombrías. Nos contó lo hermosas que eran muchas de aquellas ciudades, de los taxis que te llevaban, por muy pocas monedas, de Irbid a Damasco o a Bagdad... Salían de la estación de autobuses, y si tenías suerte y negociabas con habilidad, podías viajar a aquellas ciudades en apenas un par de horas y por muy poco dinero. Nos animó a hacerlo. Damasco, Bagdad, esas dos ciudades prodigiosas, esos dos nombres fascinantes, estaban a apenas dos horas de coche de la habitación en la que estábamos charlando. Era como tener Las mil y una noches al alcance de la mano. Finalmente, nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, cuando nos despertamos, el hombre ya no estaba en el apartamento. Había desaparecido. Se había ido sin despedirse y sin que nos hubiésemos dado cuenta. Mientras desayunamos decidimos, entre risas, que debía de ser una especie de espía. Alquilamos nosotros el coche y viajamos a donde teníamos pensado. Fue un viaje precioso. Nos olvidamos de lo que aquel hombre nos había contado.

Ha pasado el tiempo. J. continuó viajando por el mundo. Fue lector de español en no sé cuántos lugares, todos más o menos lejanos y exóticos -Camerún, Rusia...-. A veces algunos de los amigos nos lo encontrábamos, en Gijón, en Oviedo. Se había vuelto tan huidizo y misterioso como el hombre aquel de Irbid. Convinimos que lo habrían captado, y que sería nuestro amigo, ahora, otro espía. Viajando por el mundo, aquí y allá, para mandar luego informes a la cancillería nacional. Hace un par de años lo volvimos a encontrar. Estaba casado con una muchacha rusa y tenía dos niños pequeños. Estuvimos cenando en casa de A. y N. una noche de verano. No tenían un trabajo fijo. Al cabo, alguien nos dijo que se habían ido a Rusia. D. vive en Oviedo, pero tampoco lo vemos mucho. En los últimos años, casi nada.

Hoy no seríamos capaces de reconocer el rostro de aquel hombre. Sin embargo, cada vez que sucede una de estas matanzas tremendas y absurdas -los rascacielos de Nueva York, los trenes de Madrid, las calles de París...-, no podemos dejar de acordarnos de aquel viaje a Jordania, de aquella tarde en un café de Irbid, de aquel hombre oscuro, de todo aquello que nos dijo...




sábado, 28 de noviembre de 2015

El café de la sabiduría

El otro día, revisando unas libretas de esas que acostumbro a llevar en los bolsillos, descubrí en una varios sobres vacíos de azúcar. Eran sobrecillos de Cafés Oquendo. ¿Por qué los dejé allí guardados, como  hacían antes las jóvenes románticas con las florecillas del campo, dispersos entre sus hojas? Lo recordé al instante, en cuanto les di la vuelta. Bajo el título de ¿Sabías que..., cada uno de esos sobres te proporcionaba una información curiosa y peregrina, sin duda muy valiosa para hacerte una cultura, pegar la hebra por ahí y, como se dice ahora, socializar como es debido.

Uno de ellos, el primero que leí, te explicaba que la guía telefónica de Islandia no está ordenada por apellidos, porque los apellidos, en ese país, se forman añadiendo una terminación al nombre del padre o de la madre, y que esta sufijación varía según se sea un niño o una niña. De manera que, si eres islandés, resulta más sencillo ser reconocido por tu nombre real que por tu apellido.

El resto, uno explicaba la razón por la que se emplea una pistola para dar la señal de salida en la pruebas olímpicas de atletismo, y los otros dos no los pude descifrar, porque se les había ido la tinta. Algo quise adivinar en uno sobre el embarazo de no sé qué clase de mamíferos, y de unas crías que pesan al nacer unos 90 kilos y miden un metro de altura... 

Imagínense la escena: tras una comida satisfactoria, se toma uno un café y mientras se lo va bebiendo, sorbo a sorbo, despacio y relajadamente, lee estas cosas. Les aseguro que es imposible no llegar a la convicción de que, si uno persevera, y con solo beberse unos cuantos cafés al día, acabará convirtiéndose un verdadero sabio. 

Por todo ello, propongo desde este humilde rincón que le concedan, en la próxima edición, el Premio Princesa de Asturias, en la modalidad que crean más conveniente, a esta empresa cafetera asturiana. Por su dulce y aromática labor de difusión cultural. A mí me parece una candidatura irreprochable. Teniendo en cuenta que el café es un estimulante perfectamente reconocido, no llamaría a engaño a nadie y no tendría que salir luego el presidente emérito y vitalicio de la Fundación a excusarse de nada.

 www.azucarpicasso.com

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Las despedidas (Cuaderno de Palacio)

Cuando vivimos en Palacio, el último día, mientras todos se van por ahí a dar el paseo de despedida por los alrededores, nos quedamos A. y yo en el jardín, leyendo. El jardín no es exactamente un jardín, pues es muy pequeño, pero no encontramos otro nombre que le convenga mejor. Es un pequeño prado con una higuera, un manzano y, componiendo un seto, unas hortensias de distintos colores: azules, rosas, amarillas... Esto de los diferentes colores de las hortensias, lo leí el otro día no sé dónde, es cosa del PH de la tierra en la que estén plantadas.

Luego, cuando vuelven todos, para dar término a las provisiones, a esas alturas ya muy menguadas, y por vaciar la nevera, comemos un poco de todo. Un poco de esto, un poco de aquello...

Por la tarde, después de hacer la maletas, solemos bajar a Posada, a celebrar el cumpleaños de A., nuestra sobrina más chica. Antes de cenar damos una vuelta por el pueblo. Subimos hasta la iglesia y contemplamos desde allí el caserío. Las callejas de Bricia, el campo del Urraca, la trasera del viejo cine arruinado: un montón de zarzas enredadas donde antes fue el patio de butacas... Luego nos acercamos a Lledías, también paseando. Este año había allí, en la entrada, unas cuantas pancartas contra un plan de urbanización... Casi siempre suele llover.

Al día siguiente madrugamos, recogemos, limpiamos la casa y subimos las maletas a los coches. Luego nos despedimos de A., de V. y de C.,  nuestros caseros, que son unas gentes encantadoras, y ya nos marchamos. Al exilio de nuestras otras vidas.

domingo, 22 de noviembre de 2015

El Valle Oscuro (Cuaderno de Palacio)

Cuando vivimos en Palacio, de vez en cuando hacemos una excursión. Si por nosotros fuese, nos quedaríamos todo el día en el jardín, viendo pasar las nubes. Allí es lo que hacemos casi siempre. Eso o bien contemplar la mole espléndida del Benzúa. O leer novelas policiacas. O quedarnos dormidos con esas novelas en el regazo o sobre la cara, protegiéndonos del sol o del orbayu. O todas esas cosas más o menos al mismo tiempo. Solo a veces consentimos en acercarnos a la playa, cuando no llueve, a nadar un rato, y, al caer de algunas tardes, podemos dar un paseo, muy breve, hasta Ardisana, al Mesón las Cuevas, a tomarnos una cerveza, con La Nueva España abierta sobre la mesa como un mapa, para leerla de cabo a rabo. Esa es la vida que llevamos en Palacio.

Sin embargo, algunas veces los cuñados, que son gentes que tienen el prurito extravagante de lo deportivo y acostumbran  a salir por ahí a caminar o a correr, organizan una excursión.

Este año fue al Valle Oscuro, que discurre sobre los límites de los concejos de Llanes y Ribadedeva. Va saltando el camino de un concejo a otro, como saltaban los chiquillos sobre los charcos. El origen del nombre es incierto. Hay quien señala a lo intrincado de sus bosques, y quien afirma que fue el último lugar de la zona al que llegó la luz eléctrica. Quién sabe.

Nos levantamos temprano y nos dirigimos hasta el pueblo de Tresgrandas. Dejamos allí aparcados los coches y emprendimos la marcha. Subimos por un estrecho camino hasta la rasa costera y, al rato, volvimos a bajar, por otro camino igualmente encogido y sombrío, hasta el lugar de Pie de la Sierra. Ese camino tenebroso desembocaba encima del pueblo, en un otero donde se levantaba una capilla recién restaurada.

Decidimos hacer un alto en ese claro, pues a lo tonto llevábamos ya más de una hora de caminata. Sacamos unos bocadillos y unos botellines de agua de las mochilas, por reconfortarnos. No llevaríamos allí ni diez minutos cuando apareció, por el sendero que conducía al pueblo, un señor muy pinche, que nos saludó con desconfianza, mirándonos atravesado. Dio unas vueltas alrededor como si buscase algo, calibrando nuestra catadura, como perro que husmea algún peligro. Cuando al fin se convenció de que no éramos motivo de inquietud, nos miró de un modo más claro y se confió con nosotros. 

Nos contó que apenas hacía dos meses que habían restaurado la ermita, que era de 1903 y estaba muy deteriorada. Que hasta había venido el Arzobispo desde Oviedo, a bendecirla, y que todos los vecinos del pueblo habían colaborado en su reconstrucción. Porque ese era un pueblo de gentes adineradas, nos susurró. Un pueblo de indianos. La mayoría en México, y que no eran pocos los que habían hecho allí una fortuna. Nos señaló un par de grandes casas, y nos aclaró que eran de poderosos empresarios que vivían en México y venían a pasar los veranos en el pueblo de sus padres o sus abuelos. "Aquella", nos dijo señalando con un dedo de campesino, torcido y deforme, una enorme finca y una casa de tres plantas, "esa es de los dueños de todas las librerías de México". 

Nos contó también que la ermita se había construido allí donde estábamos porque fue en ese otero sobre el pueblo donde encontraron al hijo de uno de esos indianos, que se había perdido y que, al cabo de varios días, apareció en ese mismo lugar, sin ningún quebranto. 

Nos explicó que la ermita era visible desde cualquier rincón del pueblo, y que habían tenido ya, en los últimos días, algún disgusto: unos mozos que robaron el sagrario y causaron algunos destrozos, y una pareja que él mismo encontró, abrazada y desnuda, al pie del pequeño altar. Que a los ladrones los atrapó al poco la Guardia Civil, y que a los otros dos los espantó él mismo mentándoles a aquella...

Nos preguntó de dónde veníamos. "¿De Palacio? Lo conozco, lo conozco...", cabeceó sorprendido y contento como si le hubiésemos mentado algún lugar lejanísimo y no uno a tan escasos quilómetros y del mismo concejo que el suyo. "Estuve una vez allí", continúo, encantado con semejante casualidad. "Yo es que he viajado algo. Conozco Ardisana, Riocaliente, Mestas... Allí hay un hotel, ¿verdad? El hotel Benzemá, ¿no? Hace algún tiempo estuve allí, tomando un café".

Y tras esta conversación ya nos despedimos con grandes cortesías, sin corregirle lo del nombre del hotel -¿para qué?-, como grandes amigos.

Bajamos al pueblo, nos salimos de él y entramos en el bosque, en verdad oscuro. Cruzamos limpios arroyos, pasamos junto a una vaca que acababa de parir, el ternero aún a su lado, tratando en balde de mantenerse en pie. Entramos a La Borbolla, salimos de La borbolla y por una galería cerrada por las ramas de los árboles llegamos al nacimiento del río Cabra, donde varios molinos arruinados. 

Es ese uno de los lugares más hermosos que uno se pueda encontrar por ahí, quiero decir en el mundo. Sin exagerar. El río recién nacido, todavía un poco torpe como el ternero que acabábamos de ver, los prados amenos, las piedras claras de un molino medio rehabilitado, los árboles sonoros, el maravilloso silencio... Comimos allí, otros bocadillos y otras botellas de agua, encantados por la belleza y la paz del lugar. Hasta que llegaron unos franceses, con perros y chiquillos. Pero no nos molestaron, nos pareció bien compartir un sitio como ese con ellos, con la humanidad entera lo habríamos compartido, la sonrisa en los labios, tan agusto estábamos allí.

Luego retomamos el camino, hasta Boquerizo y, subiendo y bajando por caminos y carreteras, llegamos de vuelta a Tresgrandas. Subimos a los coches y nos volvimos a Palacio, al jardín.



El jardín. Al fondo, el Benzúa y unas cuantas nubes pasajeras


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Los himnos (París en la cabeza)

No conozco mejor himno que el de mi tierra. Ni siquiera La Marsellesa. Porque no es un himno, sino una canción de fiesta y de celebración, de voluntad testaruda y de melancolía. Un himno que ahora se usa en los actos solemnes, donde se pavonean las autoridades, pero que encuentra su acomodo mejor en los chigres y los bares, donde lo entonan los borrachos, los melancólicos y cualquiera que le apetezca

Hoy, escuchando a Zaz, al calor de la canción que traemos abajo, hemos pensado que es, además, un himno que se puede exportar a cualquier sitio que nos guste. Basta con cambiar Asturias por el nombre de ese otro lugar y no hacerle mucho caso a la métrica. Y así, no en el mes de mayo, sino en cualquier otros mes, quién estuviera en París en todas las ocasiones...



        

martes, 17 de noviembre de 2015

El bulevar ( París en la cabeza)

Albacete no es París, lo sé. Incluso a pesar del Pasaje Lodares. Sin embargo, hay momentos en los que, desde un determinado punto, si logramos un  alto grado de ensimismamiento, y le echamos bastante imaginación, podríamos fantasear con ello y engañarnos durante un rato.

Ese Pasaje Lodares, por ejemplo, podría dar el pego perfectamente. Sobre todo desde que han abierto dentro de él un café delicioso. Las cariátides, las columnas, el hierro forjado de los balcones, las tiendas diminutas..., todo eso se podría trasplantar a la ciudad de la luz y colocarlo allí, dentro de una manzana de casas, en cualquier sitio, sin que llamase la atención.

Y en el otoño - que ya de por sí es algo muy parisino-, también nuestra calle. Nuestra calle es una calle ancha con una paseo central flanqueado de árboles. Por esta razón hay quien se refiere a ella como el bulevar. Salvo eso, nuestra calle es una calle como tanta a otras. Sin embargo, ya lo hemos dicho aquí varias veces, en el otoño, con todas esas hojas caídas, nos parece una de las calles más bonitas del mundo. Un bulevar parisino en miniatura, lujoso y brillante, alfombrado por todas esas hojas secas. Y nosotros, que somos unos fantasiosos, nos quedamos a veces parados en una esquina, contemplándolo, y soñamos un rato. 


        

lunes, 16 de noviembre de 2015

París, otra vez

Cuando ocurre una tragedia tan enorme e inexplicable como la del viernes, enseguida nacen eslóganes bienintencionados y voluntariosos con los que tratamos de solidarizarnos con las víctimas. "Todos somos Charlie", se gritaba hace ocho meses, o "Todos somos neoyorquinos", cuando lo de las Torres Gemelas. A mí, debo confesarlo, siempre me han dado un poco de pudor esa clase de declaraciones. Lamenté con todo mi alma aquellas muertes, pero no me llegué a sentir un neoyorquino, ni tampoco un dibujante satírico.

Sin embargo, el viernes por la tarde, a la misma hora en que comenzaba en París la tragedia, esos asesinatos sin cuento, nosotros estábamos en Albacete haciendo exactamente lo mismo que las víctimas. El viernes por la tarde, a la misma hora en que comenzaban los tiroteos, salíamos de un bar, A., P., mi sobrina C., mi cuñada L. Salíamos de tomar una cerveza, un vino, una coca cola, una fanta... Solo eso. Antes habíamos pasado P. y yo por la librería, y nos habíamos comprado un tebeo precioso, Otoño de Jon MacNaught, que es una melancólica celebración de la vida. Lo mismo que salir un viernes a tomarse un vino o una cerveza, una coca cola o una fanta. Si en lugar de ser Albacete hubiera sido París; si en lugar de ser la calle Collado Piña o Albarderos, hubiesen sido el bulevar Voltaire o el Faubourg du Temple; si hubiesen sido esos lugares, entonces sí, esta vez sí habríamos podido ser nosotros... De manera que en esta ocasión bien podemos decir, sin pudor alguno, que sí, que nos sentimos parisinos. No solo por lo que amamos esa ciudad, sino porque somos exactamente como ellos.


PD. Justo después de escribir esta entrada, leímos ESTO en el periódico...



            

domingo, 15 de noviembre de 2015

París

En París hemos estado una vez, en un hotel a los pies de Montmartre, y antes muchas más, en las páginas de muchos libros, en las melodías de muchas canciones, en las imágenes del cine.

Por París nos han servido de guía Balzac, Simenon, Azorín, Solana, Gómez de la Serna, Pla, Bryce Echenique, Cortázar, Modiano...También Trenet, Brassens, Brel, Benjamín Biolay, Zaz... Y en la juventud, más que ningún otro, Truffaut, al que tanto queremos. En realidad, los queremos mucho a todos.

Cuando estuvimos en aquel hotel, sin embargo, solo llevamos encima un plano del metro y una pequeña libreta con los consejos de todos esos amigos. Para entonces, uno ya amaba París. Pero fue en aquel viaje cuando me rendí definitivamente. Uno ama París sobre todas las ciudades que conoce. No hemos viajado mucho, pero entre aviones, trenes, lecturas, películas y canciones, conocemos bien unos cuantos lugares. Londres, Roma, Lisboa, Amán, Venecia, Edimburgo, Florencia... -donde tuvimos hotel-. Y Nueva York, Berlín, Amsterdam, Oporto, Buenos Aires... -donde no nos hizo falta-. En todos esos sitios nos habríamos quedado a vivir.  Pero si nos diesen a elegir, nosotros nos quedamos, sin duda, con París. 

Tengo hablado con A. que, cuando uno llegue a los cincuenta, el único regalo que quiero es que me lleve de nuevo allí. Los dos solos. Y que nos dediquemos a pasear, por el Marais, por los bulevares, por el Barrio Latino, por la Plaza Dauphine. Que vayamos al parque Monceau, donde el 22 de octubre de 1797 aterrizó André Jacques Garnerin después de lanzarse desde un globo con un rudimentario paracaídas y ante un público que no daba un duro por él. Que caminemos despreocupadaos por los Campos Elíseos, por la rue de Rivoli, por el Jardín de Luxemburgo. Que bajemos, cogidos del brazo, por la rue Lepic, a visitar a Stendhal en el cementerio de Montmartre. Que nos sentemos un buen rato en la Plaza de los Vosgos, a ver pasar la gente... Que volvamos a ese hotel de aquella vez, a los pies de Montmartre, y pidamos la misma habitación, en lo más alto, para volver a ver los tejados de París. Yo me iría ahora mismo, pero me temo que tendré que esperar a cumplir los cincuenta. No falta tanto.




 


lunes, 9 de noviembre de 2015

Nueva noticia de Eduardo Halfon

¿Qué es la historia, entonces? La historia no es ciencia (...) Su abismo es tan perpetuo como el lenguaje con que se narra. La historia, de hecho, se vuelve, una y otra vez, a escribir sobre sí misma. Todos somos sus autores, todos podemos tachar, corregir, agregar, subrayar, omitir, hasta manipular lo que otros ya han escrito. La historia es atemporal: fue, es y sigue siendo, a la vez (...). La historia, como un poema, siempre dice más (y menos) de lo que dicen sus palabras. La historia es, por tanto, un libro de poesía que trasciende los confines de espacio y tiempo, escrita para escribirse de nuevo. Refleja nuestra imagen de ayer, de hoy y, si leemos con cuidado, también la de mañana. Es un espejo (¿distorsionado, quizás, como el de un circo?) y un abismo a la vez. Un cabo roto, diría Trapiello, que estamos siempre, aunque en vano, tratando de completar.

Eduardo Halfon, Cabo roto, Littera, Barcelona, 2003

Lo encontramos, tras una rápida pesquisa, en la biblioteca municipal. Es el único libro que tienen allí de este autor. Lo sacamos y lo leímos. Es, como los otros dos, breve y hermoso. Y se relaciona con ellos por el cordón umbilical de la curiosidad histórica, del deseo de saber qué pasó antes de nosotros, con nuestros abuelos o con alguien que, sin duda, forma parte también de la familia, como Cervantes. Porque todas las historias son, al fin, la misma historia.

Es un libro lleno de humor y de reflexiones muy serias sobre el arte de contar, sobre la naturaleza de la verdad y sobre cómo se trasforma esta con la escritura. Sobre cómo la historia y la ficción pueden darse la mano tan ricamente. Un juguete cervantino en el que hasta sale, haciendo un cameo relevante -esto debe de ser un oxímoron-, nuestro admirado Trapiello.

Cuando lo sacamos de la biblioteca, animados por el buen sabor de boca que nos dejaron los otros dos libros suyos que habíamos leído, no sabíamos nada de este Cabo roto. Así que fue una sorpresa, y un placer multiplicado, encontrarnos dentro de él con tantos -Cervantes, Cide Hamete, Trapiello- amigos y familiares.


 www.todocoleccion.net

viernes, 6 de noviembre de 2015

El mal humor

Lo comentábamos el otro día, a propósito de los Premios Princesa de Asturias. Nos da la impresión de que ahora la gente, en nuestro país, se enfada con mucha frecuencia y además sin estilo ni elegancia. Como críos maleducados. 

Ahora ha sido en un acto de la Cátedra Alarcos Llorach de la Universidad de Oviedo, en un recital de poesía. Al parecer, lo que iba a ser un simple recitado de versos se inflamó de un modo imprevisto y allí ardió Troya. Y fue el caso que una muchacha leyó un poema escrito en asturiano y que esto, al   hijo de Alarcos, que se ve que estaba allí cuidando de la finca, le indignó como si alguien se hubiese atrevido a saltar el muro de esa propiedad y se hubiese llevado las mejores manzanas de la pomarada familiar.

Se enfadó lo indecible. Tanto que incluso se atrevió a proclamar que desde ese momento en que él lo declaraba, quedaba  prohibido "cualquier uso o difusión del acto o de cualquier otro en que el nombre de Alarcos Llorach se vea mezclado con las actividades de ese invento del asturiano", que viene a ser como poner uno de esos carteles de "Prohibido entrar. Se sueltan perros", a la entrada del cortijo familiar. Y acabó sacando la escopeta y disparando a todas partes. Dijo que el asturiano era "una puta mentira que se aprovecha de la gente de bien", "una puta mentira de políticos y filólogos paletos", para concluir confesando, en el mismo tono contenido, que "antes era tolerante, pero ahora se me han hinchado las pelotas y ya no paso ni una". 

En fin. Con lo bonito que habría sido que se hubiese enfadado, este señor, con más gracia. Parecería entonces que no habría heredado de su padre solo el apellido y muy viejas, absurdas e incomprensibles disputas, sino también algo de su inteligencia. Porque enfurruñándose de este modo y diciendo esas cosas, solo parece un crío maleducado.


P.S. Al cabo de unos días, volvió a presentarse este muchacho ante los medios de comunicación, para disculparse por las groserías. Eso, desde luego, le honra. Pero también se quiso descargar un poco de la responsabilidad de tan gruesas palabras, y apeló a eso tan viejo del contexto. Dijo que sus declaraciones habían sido "sesgadas y descontextaulizadas". Y se sacó del bolsillo unos versos de Machado, para pedir, de nuevo, perdón: "Siempre ha habido gente buena y gente mala, como dice A. Machado en su poema "He andado muchos caminos". Y es a esas buenas gentes asturianas a las que ofrezco públicamente mis disculpas". Me he quedado un rato pensativo. Yo, ¿en qué campo me hallaré? ¿Seré de los buenos o de los malos asturianos? Con lo bien que había empezado el muchacho... Tengo para mí que ahora, en lugar de arreglarlo, lo ha estropeado más.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Apunte lírico con estrambote

Cada noche teje el otoño en nuestra calle una alfombra, espléndida y dorada, de hojas secas. Y cada mañana aparecen los barrenderos y la deshacen con sus escobas, y meten todas esas hojas viejas en los cubos de la basura. Así cada día. El otoño bordando esa alfombra dorada, y los operarios municipales deshaciéndola. Hasta que llegan estos, se ve la calle bellísima. 

Cada día sucede lo mismo. Hasta que llegue el invierno y ya no haya nada que tejer. Entonces se van a joder los barrenderos.


martes, 3 de noviembre de 2015

José Antonio Marina, vendedor de crecepelo

El otro día, en El Intermedio, entrevistaron a José Antonio Marina.

Siempre suenan muy bien las cosas que dice. La melodía resulta armoniosa. Ahora, si uno se fija con cierta atención en la letra, si se reflexiona sobre ella, entonces la cosa comienza a chirriar o, en el peor de los casos, no se escucha nada. Solo un zumbido muy semejante al que hacen los tubos fluorescentes cuando están a punto de fundirse. Le ocurre en las entrevistas y le pasa en sus libros. Una luz que brilla un momento pero que se apaga inmediatamente, dejándonos a oscuras.

Así sucedió en esa entrevista que vimos hace unos días. 

Habló en ella de educación, a propósito de un libro que acaba de publicar. Lo primero que nos dejó perplejos fue su afirmación de que, si se siguiesen los consejos y teorías que se explican en ese libro suyo, el sistema educativo de este país se arreglaría en cinco años. Si se hiciese caso a sus fórmulas magistrales, dijo sin ruborizarse, en ese breve tiempo tendríamos una educación de excelencia. Nos dejó con la boca abierta.

Pasó luego a criticar la actual y reciente ley educativa, y colocó sobre la mesa dos opiniones que compartimos: que los políticos creen que con redactar una nueva ley todo se arreglará como por arte de birlibirloque, y que en este país la educación no le importa a nadie. De eso no hay duda. Sin embargo, nos enteramos a continuación de que el señor Marina es ahora asesor del ministro del ramo. Que uno sepa, ese ministro bendice la nueva ley, pues es el responsable de que se esté implantando al pie de la letra, sin variar, hasta este momento, ni una sola coma.

Por eso no nos extrañó que llegase, al fin, adonde acaban por llegar todos los expertos educativos que ha dado este país. Afirmó, de nuevo sin que se le subiesen los colores a las mejillas, que el gran problema de la educación era la formación del profesorado. "Acabáramos", exclamamos, dándonos una palmada en la frente, como aquella pobre doña Truhana de don Juan Manuel. 

Es ese el lugar común donde vienen a desembocar, como los ríos a la mar, los discursos todos de los trileros que han gobernado la educación de este país. Por lo menos, desde que uno entró a trabajar en este negociado. No las continuas reformas, las continuas insensateces, los recursos desviados o la falta de recursos. No el mirar para otro lado, la incompetencia de los responsables políticos o la poca vergüenza de inspectores, asesores y demás cortesanos pedagógicos... No. Todo eso no tiene, al parecer, nada que ver con lo que lleva ocurriendo durante todo este tiempo. Tampoco que a la gente la educación le importe, efectivamente, un bledo, o que la manera de contemplar el mundo que se ofrece como modelo en la televisión, las vallas publicitarias o los campos de fútbol, sea absolutamente contrario a los valores ilustrados que se tratan de difundir desde la escuela -además de ser también absolutamente deplorables-. No. Nada de eso. El problema verdaderamente serio y principal es la formación de los profesores.

Dejo a un lado la implicación maliciosa que tiene semejante afirmación, pues se deduce de ella que los profesores somos unos tarugos que no sabemos lo que hacemos. Convengamos que lo somos, convengamos que hemos llegado a nuestros puestos como quien gana una muñeca chochona en una tómbola de feria. ¿A qué formación se refiere entonces el señor Marina? ¿A que nos expliquen, por ejemplo a los de Lengua y Literatura, los secretos de la gramática española o las características de la literatura medieval, de las que no tendríamos ni idea? Les puedo asegurar que no es eso a lo que se refiere el experto Marina. El experto Marina, como toda esta clase de especialistas, está pensando en la formación pedagógica. A, como dijo explícitamente, saber explicarles a los alumnos no solo una serie de conocimientos, sino también qué hacer con ellos.  

Desde que trabajo en este oficio, he recibido toneladas de esta clase de formación. Y como yo, todos mis compañeros. Todo el gremio. Cursos y cursos sobre los misterios de esa ciencia pedagógica. Cientos y cientos de horas que constan en nuestras hojas de servicios. Pues bien, me he sentido siempre en ellos como aquel rey moro, del que también nos habló don Juan Manuel, al que unos pícaros engañaron con una tela que le dijeron resultaba invisible solo para los que no eran verdaderos hijos de sus padres. Exactamente igual. Los primeros cursos me sentía mal -un verdadero bastardo-, pero luego ya me di cuenta del engaño.

Esta clase de cursos continúan existiendo, aunque ahora con muchos menos medios y alaracas. Ahora la formación es online, o se convence a algunos ingenuos y voluntariosos, para que ilustren en estos saberes mágicos a sus compañeros. Como además, desde hace unos cuantos cursos, acostumbramos a pasarnos casi todas nuestras horas en las aulas, con los alumnos, resulta muy difícil reunirse con nadie para formarse de esa manera, o de cualquier otra, como tampoco para otros menesteres. Ahora estas cosas se hacen a salto de mata. Me imagino que el señor Marina sabría todo esto, de manera que sorprendió que no dijese nada al respecto. Un verdadero pícaro.

Un pícaro que trata de hacer pasar como nuevas unas ideas muy viejas. Porque se trata de industrias que tienen ya, y no exageramos, más de veinte años.  Eso, para unas doctrinas que se tratan de presentar como novedosas y salvadoras, es mucho tiempo. Lo que expuso el señor Marina es lo que vienen pregonando los políticos más zafios y sus asesores y cortesanos desde hace dos décadas; lo que repiten como loros sus comisarios, los periodistas desinformados, las gentes más groseras y despreocupadas.

De manera, señor Marina, que por mucho que engole la voz y ponga sus manos como si fuese a rezar, supongo que para bendecir sus palabras como muy sabias y profundas, diciendo esas cosas -que es capaz de arreglar todo en cinco años, etc, etc.-, usando esas palabras -formación, excelencia- o realizando tan torcidos diagnósticos,  se comporta del mismo modo que esas malas gentes, y nos recuerda mucho a aquellos charlatanes, vendedores de crecepelo y otras panaceas y elixires, que acostumbraban a aparecer en nuestras amadas películas del Oeste. Igualito.