miércoles, 16 de diciembre de 2015

Feria de Navidad

Todas las Navidades, desde hace cinco o seis, montan en nuestra calle -en el bulevar- unas pocas casetas, también cinco o seis, y organizan una pequeña feria del libro. Son casi siempre los mismos libros menesterosos y reumáticos de todos los años. Libros vagabundos y hepáticos, fatigados de andar todo el año de gira por el país, en esa errancia triste de las ferias de segunda mano. A mí me gusta mucho ir a visitarlos, a curiosear entre ellos. Al final, después de la última caseta, ponen cada año una churrería ambulante.

El viernes por la tarde, antes de la inauguración oficial del sábado, ya estaban abiertas las casetas. De modo que bajé a darles la bienvenida. Nada más salir del portal me encontré con nuestro amigo A. Hacía tiempo que no nos veíamos. Nos fuimos a tomar una cerveza. Nos pusimos al día. Hablamos de esto y de aquello y, claro, de libros, viejos y nuevos... Contra ese adagio cínico y descarado que reza que solo hay una persona más tonta que el que presta un libro y que no es otra que aquella que lo devuelve, A. y yo costumbramos a dejarnos aquellos que más nos han gustado porque tarde o temprano, tontos perdidos, siempre nos los devolvemos. Luego me llevó a su casa, también en el bulevar, y salí de allí con cinco tomos... Ya habían cerrado las casetas...

Volví a la mañana siguiente. Justo delante de la primera caseta había un grupo de gente hablando muy seriamente. Uno de ellos, que se mantenía callado, escuchando atentamente lo que decían los demás, era igual que Isaac Rosa. Comencé a flanear entre los libros viejos. De vez en cuando, otros buscadores se dirgían a los libreros: "¿Tienen algo de tatuajes?, ¿de Rajoy?, ¿de religión?, ¿de medicina alternativa?, ¿de perros?..." A este último le ofrecieron El coloquio de los perros. "Es de Cervantes", le ponderó el librero.

En la pesquisa, econtré uno de Joaquín Araújo, el naturalista que trajimos el otro día en el coche, el ornitólogo al lado del cual atropellamos a un pájaro. Se titulaba Viaje de un naturalista por España. Miré cuántas páginas dedicaba a Asturias. Solo dos. Apenas unos pocos párrafos para hablar del Sueve y del bosque de Muniellos. Ya me lo recelaba. Entre las muchas tonterías que cultivamos está la de la tierra. A poco que nos dejen, nosotros ejercemos de asturianos. Así lo hicimos, también, cuando llevamos a este naturalista en el coche. Habitualmente, cuando declaro mi condición de asturiano, la gente me hace toda clase de melindres, y se hace lenguas de la belleza de esa tierra nuestra, de la simpatía de sus habitantes, de lo bien que se come... Y yo, como si todos esos adornos fuesen responsabilidad de uno y mérito personal, me esponjo como un pavo. Sin embargo, el naturalista recibió esa infomación con indiferencia. Ni una palabra sobre la belleza exuberante de la naturaleza de nuestra región. Como si le hubiese dicho que era de Guadalajara. Me extrañó. A lo mejor, pienso ahora, atropellé al pobre pájaro, de un modo subconsciente, claro está, para vengarme de esa frialdad incomprensible. No sé. Dejé el libro donde lo había encontrado y continué mi paseo.

Al final compré una novela francesa, Teoría de las nubes. Por intuición, por el título (somos grandes partidarios de las nubes. Si pudiésemos, las coleccionaríamos) y por su comienzo: "Hacia las cinco de la tarde todos los niños están tristes: enpiezan a entender lo que es el tiempo. El día declina un poco. Pero habrá que volver a casa, ser bueno y mentir..."

 www.europaenfotos.com

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