Hace más de veinte años hicimos, en compañía de nuestro viejo amigo D., un viaje a Jordania. Fuimos invitados por otro amigo, J., que estaba allí de lector de español. Nos alojamos en Irbid, en el apartamento que le habían cedido a nuestro amigo en el campus de la universidad en la que trabajaba. Visitamos buena parte del país: Amman, Petra, Wadi Rum, Aqaba, el Mar Rojo, el valle del Jordán, el monte Nebo, las ruinas romanas de Jerash...
A esta última visita nos acompañó un español que conocía J. y que trabajaba en la embajada. Llevaba viviendo en diferentes países de la zona desde hacía mucho tiempo. No recuerdo su nombre, solo que era un hombre de mediana estatura, de rasgos anodinos y con una barba como la de cualquiera. Un hombre que pasaba desapercibido y evitaba salir en las fotografías que hacíamos. Salía siempre de espaldas o medio oculto por una columna o unas piedras. Sí recuerdo bien, en cambio, que hablaba árabe perfectamente, que conocía profundamente la historia de aquellos lugares y que mostraba un enorme desprecio hacia los musulmanes. Recuerdo que mientras paseábamos por las antiguas vías de aquella ciudad romana, escuchando sus explicaciones, se paró de repente, señaló con el dedo hacia la ciudad árabe, que se veía enfrente, separada de las ruinas por una rambla de unos cincuenta metros, y nos aseguró que los árabes que vivían allí no sabían lo que representaban aquellas columnas, el teatro, los templos que estábamos visitando. Ni lo sabían ni les importaba, nos dijo, y cerró aquella digresión afirmando que, si por ellos fuese, lo harían volar todo por los aires. Luego ya recobró el hilo de su discurso y continuó explicándonos cosas de aquella antigua ciudad de la Decápolis.
Nos llevó a comer a un restaurante cercano, que estaba lleno de empleados de la embajada a los que J. saludó, pero no nuestro guía. Dedicamos la comida a contarle nuestros planes, a ver qué le parecían. Teníamos pensado alquilar un coche y bajar hacia el sur, para vistar el Mar Muerto, Petra, el desierto de Wadi Rum y llegar hasta la ciudad de Aqaba. Le pareció bien. Incluso se ofreció a acompañarnos al día siguiente a alquilar el coche, pues tendríamos que regatear el precio. Así fue pasando el día, en una larga sobremesa. Regresamos a Irbid y nos llevó a un hermoso café. Mientras atardecía, sentados los cuatro en unos cojines, fue contándonos más cosas aquel hombre aparentemente gris. Conocía bien todos los países de la zona: Siria, Irak, Arabía Saudí... En este último país había asistido a algunas ejecuciones públicas. Había visto cómo le cortaban la cabeza a un hombre acusado de asesinato y las manos a otro responsable de un robo. Había visto lapidar a una mujer que decían adúltera... "Son unos salvajes", afirmó. Comenzó entonces un largo lamento porque decía que ni en Europa ni en Estados Unidos se estaban dando cuenta del peligro que suponían unos fanáticos de semejante calaña. "Estos brutos son capaces de cualquier cosa", se nos quejaba, "son capaces de todo, creedme", nos repetía una y otra vez. Ya era noche cerrada mientras aquel hombre del que apenas recuerdo que era de mediana estatura, de rasgos anodinos y que lucía una barba como tantos otros, insitía una y otra vez en esa idea. Después de una jornada tan agradable, en aquel café de Irbid y a aquella hora tan dulce del final del día, aquellas palabras nos ensombrecieron un poco.
Se quedó a dormir en el apartamento de J. para acompañarnos a la mañana siguiente a alquilar el coche. En la cena ya hablamos de otras cosas, menos sombrías. Nos contó lo hermosas que eran muchas de aquellas ciudades, de los taxis que te llevaban, por muy pocas monedas, de Irbid a Damasco o a Bagdad... Salían de la estación de autobuses, y si tenías suerte y negociabas con habilidad, podías viajar a aquellas ciudades en apenas un par de horas y por muy poco dinero. Nos animó a hacerlo. Damasco, Bagdad, esas dos ciudades prodigiosas, esos dos nombres fascinantes, estaban a apenas dos horas de coche de la habitación en la que estábamos charlando. Era como tener Las mil y una noches al alcance de la mano. Finalmente, nos fuimos a dormir.
Al día siguiente, cuando nos despertamos, el hombre ya no estaba en el apartamento. Había desaparecido. Se había ido sin despedirse y sin que nos hubiésemos dado cuenta. Mientras desayunamos decidimos, entre risas, que debía de ser una especie de espía. Alquilamos nosotros el coche y viajamos a donde teníamos pensado. Fue un viaje precioso. Nos olvidamos de lo que aquel hombre nos había contado.
Ha pasado el tiempo. J. continuó viajando por el mundo. Fue lector de español en no sé cuántos lugares, todos más o menos lejanos y exóticos -Camerún, Rusia...-. A veces algunos de los amigos nos lo encontrábamos, en Gijón, en Oviedo. Se había vuelto tan huidizo y misterioso como el hombre aquel de Irbid. Convinimos que lo habrían captado, y que sería nuestro amigo, ahora, otro espía. Viajando por el mundo, aquí y allá, para mandar luego informes a la cancillería nacional. Hace un par de años lo volvimos a encontrar. Estaba casado con una muchacha rusa y tenía dos niños pequeños. Estuvimos cenando en casa de A. y N. una noche de verano. No tenían un trabajo fijo. Al cabo, alguien nos dijo que se habían ido a Rusia. D. vive en Oviedo, pero tampoco lo vemos mucho. En los últimos años, casi nada.
Hoy no seríamos capaces de reconocer el rostro de aquel hombre. Sin embargo, cada vez que sucede una de estas matanzas tremendas y absurdas -los rascacielos de Nueva York, los trenes de Madrid, las calles de París...-, no podemos dejar de acordarnos de aquel viaje a Jordania, de aquella tarde en un café de Irbid, de aquel hombre oscuro, de todo aquello que nos dijo...
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