martes, 3 de noviembre de 2015

José Antonio Marina, vendedor de crecepelo

El otro día, en El Intermedio, entrevistaron a José Antonio Marina.

Siempre suenan muy bien las cosas que dice. La melodía resulta armoniosa. Ahora, si uno se fija con cierta atención en la letra, si se reflexiona sobre ella, entonces la cosa comienza a chirriar o, en el peor de los casos, no se escucha nada. Solo un zumbido muy semejante al que hacen los tubos fluorescentes cuando están a punto de fundirse. Le ocurre en las entrevistas y le pasa en sus libros. Una luz que brilla un momento pero que se apaga inmediatamente, dejándonos a oscuras.

Así sucedió en esa entrevista que vimos hace unos días. 

Habló en ella de educación, a propósito de un libro que acaba de publicar. Lo primero que nos dejó perplejos fue su afirmación de que, si se siguiesen los consejos y teorías que se explican en ese libro suyo, el sistema educativo de este país se arreglaría en cinco años. Si se hiciese caso a sus fórmulas magistrales, dijo sin ruborizarse, en ese breve tiempo tendríamos una educación de excelencia. Nos dejó con la boca abierta.

Pasó luego a criticar la actual y reciente ley educativa, y colocó sobre la mesa dos opiniones que compartimos: que los políticos creen que con redactar una nueva ley todo se arreglará como por arte de birlibirloque, y que en este país la educación no le importa a nadie. De eso no hay duda. Sin embargo, nos enteramos a continuación de que el señor Marina es ahora asesor del ministro del ramo. Que uno sepa, ese ministro bendice la nueva ley, pues es el responsable de que se esté implantando al pie de la letra, sin variar, hasta este momento, ni una sola coma.

Por eso no nos extrañó que llegase, al fin, adonde acaban por llegar todos los expertos educativos que ha dado este país. Afirmó, de nuevo sin que se le subiesen los colores a las mejillas, que el gran problema de la educación era la formación del profesorado. "Acabáramos", exclamamos, dándonos una palmada en la frente, como aquella pobre doña Truhana de don Juan Manuel. 

Es ese el lugar común donde vienen a desembocar, como los ríos a la mar, los discursos todos de los trileros que han gobernado la educación de este país. Por lo menos, desde que uno entró a trabajar en este negociado. No las continuas reformas, las continuas insensateces, los recursos desviados o la falta de recursos. No el mirar para otro lado, la incompetencia de los responsables políticos o la poca vergüenza de inspectores, asesores y demás cortesanos pedagógicos... No. Todo eso no tiene, al parecer, nada que ver con lo que lleva ocurriendo durante todo este tiempo. Tampoco que a la gente la educación le importe, efectivamente, un bledo, o que la manera de contemplar el mundo que se ofrece como modelo en la televisión, las vallas publicitarias o los campos de fútbol, sea absolutamente contrario a los valores ilustrados que se tratan de difundir desde la escuela -además de ser también absolutamente deplorables-. No. Nada de eso. El problema verdaderamente serio y principal es la formación de los profesores.

Dejo a un lado la implicación maliciosa que tiene semejante afirmación, pues se deduce de ella que los profesores somos unos tarugos que no sabemos lo que hacemos. Convengamos que lo somos, convengamos que hemos llegado a nuestros puestos como quien gana una muñeca chochona en una tómbola de feria. ¿A qué formación se refiere entonces el señor Marina? ¿A que nos expliquen, por ejemplo a los de Lengua y Literatura, los secretos de la gramática española o las características de la literatura medieval, de las que no tendríamos ni idea? Les puedo asegurar que no es eso a lo que se refiere el experto Marina. El experto Marina, como toda esta clase de especialistas, está pensando en la formación pedagógica. A, como dijo explícitamente, saber explicarles a los alumnos no solo una serie de conocimientos, sino también qué hacer con ellos.  

Desde que trabajo en este oficio, he recibido toneladas de esta clase de formación. Y como yo, todos mis compañeros. Todo el gremio. Cursos y cursos sobre los misterios de esa ciencia pedagógica. Cientos y cientos de horas que constan en nuestras hojas de servicios. Pues bien, me he sentido siempre en ellos como aquel rey moro, del que también nos habló don Juan Manuel, al que unos pícaros engañaron con una tela que le dijeron resultaba invisible solo para los que no eran verdaderos hijos de sus padres. Exactamente igual. Los primeros cursos me sentía mal -un verdadero bastardo-, pero luego ya me di cuenta del engaño.

Esta clase de cursos continúan existiendo, aunque ahora con muchos menos medios y alaracas. Ahora la formación es online, o se convence a algunos ingenuos y voluntariosos, para que ilustren en estos saberes mágicos a sus compañeros. Como además, desde hace unos cuantos cursos, acostumbramos a pasarnos casi todas nuestras horas en las aulas, con los alumnos, resulta muy difícil reunirse con nadie para formarse de esa manera, o de cualquier otra, como tampoco para otros menesteres. Ahora estas cosas se hacen a salto de mata. Me imagino que el señor Marina sabría todo esto, de manera que sorprendió que no dijese nada al respecto. Un verdadero pícaro.

Un pícaro que trata de hacer pasar como nuevas unas ideas muy viejas. Porque se trata de industrias que tienen ya, y no exageramos, más de veinte años.  Eso, para unas doctrinas que se tratan de presentar como novedosas y salvadoras, es mucho tiempo. Lo que expuso el señor Marina es lo que vienen pregonando los políticos más zafios y sus asesores y cortesanos desde hace dos décadas; lo que repiten como loros sus comisarios, los periodistas desinformados, las gentes más groseras y despreocupadas.

De manera, señor Marina, que por mucho que engole la voz y ponga sus manos como si fuese a rezar, supongo que para bendecir sus palabras como muy sabias y profundas, diciendo esas cosas -que es capaz de arreglar todo en cinco años, etc, etc.-, usando esas palabras -formación, excelencia- o realizando tan torcidos diagnósticos,  se comporta del mismo modo que esas malas gentes, y nos recuerda mucho a aquellos charlatanes, vendedores de crecepelo y otras panaceas y elixires, que acostumbraban a aparecer en nuestras amadas películas del Oeste. Igualito.


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