Después de un par de días leyendo a Stevenson -En defensa de los ociosos- al borde de la piscina, una mañana decidimos cruzar la sierra hacia el norte. Queríamos visitar Granadilla, un pueblo abandonado en mitad del pantano de Gabriel y Galán.
En 1955 sacaron a sus habitantes de sus casas por la construcción de este embalse que iba a inundar esas viviendas, las huertas, las cuadras, los caminos... El embalse, efectivamente, lo construyeron, pero las aguas no llegaron nunca a cubrir el pueblo, que quedó aislado, como una isla, en mitad del pantano. Y las casas vacías, las huertas sin cultivar, las cuadras arruinadas, llenos de zarzas los caminos...
Salimos a media mañana, sin prisas. Pretendíamos comer por el camino. Pueblos feos y vacíos. Paramos en uno de ellos, y entramos en el bar de la piscina. En la piscina, a pesar de la fecha, no había un alma, y en el bar tres parroquianos y una encargada que nos vio entrar con desconfianza. Nos atendió sin entusiasmo. Nos alargó, desganada, una carta mugrienta. Decidimos comer en otro lugar. Nos despedimos.
El segundo intento fue a la altura de la presa. Un enorme letrero anunciaba un restaurante a la derecha de la carretera. Nos desviamos. Dimos unas cuantas vueltas por las calles de la colonia que levantaron en su día para los trabajadores, entre las casas vacías, abandonadas, llenas de desconchones. No encontramos el anunciado restaurante. Tampoco a nadie a quien preguntar. Volvimos a la carretera. Decidimos comer en el primer sitio con el que nos tropezásemos. Aunque fuese un bar-piscina como aquel y atendidos por una camarera como aquella.
Entramos en Zarza de Granadilla y aparcamos frente al primer bar que descubrimos. Resultó ser un restaurante espléndido donde comimos unos platos exquisitos e inesperados a precio de menú del día. Guardé una servilleta del sitio, para no olvidar su nombre, pero no sé cuándo la perdí.
A Granadilla se llega con dificultad. Por un camino sin asfaltar, lleno de piedras y baches. Algunos eran tan profundos que temimos quedarnos embarrancados en uno de ellos. Luego, cuando apenas quedaban unos metros, la carretera se estrechó pero a cambio apareció impecablemente alquitranada.
El pueblo es imponente. Con una muralla y una torre, y un portón de hierro, en el que cuelga un papel con los horarios de visita. Los horarios de apertura y cierre: en verano, de 10:00 a 14:00 y de 16:00 a 20:00; en invierno, de 16:00 a 18:00. Una pequeña parte está rehabilitada. Hay media docena de casas arregladas, pintadas, con las ventanas llenas de flores y un letrero en la puerta donde ruegan a los turistas que no pasen al interior ni molesten. En todas las puertas el mismo aviso que, de tan repetido e insistente, nos pareció antipático. Al parecer, las utilizan para campamentos de verano, para talleres, para cursos de esto y aquello...
Rodeamos el pueblo subidos a la muralla. A nuestra derecha, extramuros, las aguas del pantano y un bosque de eucaliptos que descendían hasta la orilla del agua; a la izquierda, intramuros, olivos e higueras, y las casas abandonadas, cercas de piedra, limoneros, calles cubiertas por hierbas agostadas, un par de caballos, dos o tres vacas... En el viejo ayuntamiento, en una plaza también comida por las plantas, un reloj de sol.
Nos bajamos de la muralla y remoloneamos un rato entre las calles. Nos cruzamos con media docena de curiosos como nosotros. Todo estaba en silencio. Abrumaba pensar, en medio de semejante escenario, en las gentes que echaron de aquí en el 55.
Luego nos acercamos hasta Hervás. Es un pueblo bonito y curioso. Subimos hasta la iglesia, encumbrada en lo más alto del lugar, y bajamos por la judería. Se respiraba allí cierto aire bohemio. Al rato nos encontramos una tienda que vendía libros. Pero no era propiamente una librería. El género principal del negocio eran los vinos, las cervezas artesanas y los aceites de los lagares de la zona. Sin embargo, en el escaparate, al lado de algunas botellas, ofrecía cuatro volúmenes, todos ellos flamantes novedades editoriales: un ensayo de Cees Nooteboom sobre El Bosco, otro sobre Dadá y uno más sobre el arte de caminar, además de la última novela de Nick Horbny.
Callejeando pasamos al lado de un museo de pintura y otro de vehículos antiguos. El de pintura era municipal, y el otro fruto de la iniciativa privada, que se quejaba, en grandes carteles colgados de una especie de tanque, del nulo apoyo del municipio a tan benéfica iniciativa.
Nos sentamos en una terraza a ver a la gente pasar. Nos pareció igual que la de todas partes. Volvimos al coche y regresamos al mismo tiempo que empezaba a recogerse el día.
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