El domingo, 10 de julio, se celebra San Cristóbal. Patrón de los viajeros. Si no recuerdo mal, la leyenda cuenta que era un cananita que se hacía notar por su altura extraordinaria. Cinco codos, esto es, unos dos metros y medio de altura. Al parecer, un día se le presentó un niño, que le pidió le ayudase a cruzar un río. El espigado cananita así lo hizo, pero le costó mucho, pues las aguas bajaban bravas y el chiquillo pesaba como el plomo. Como el peso del mundo o más, le pareció a Cristóbal que pesaba aquella criatura. Cuando al fin alcanzaron la otra orilla, el gigante se quejó. Fue entonces cuando el chiquillo le reveló que las apariencias engañan, que lo que había llevado sobre sus hombros no era exactamente un niño, sino el mismísmo Cristo Rey, creador de los cielos y las tierras, dicho lo cual se esfumó.
Pues bien, a San Cristóbal, en Valverde lo celebran cada año los vecinos llevando sus vehículos hasta la misma puerta de la iglesia, y, al finalizar la misa, yéndose todos en procesión hasta la gasolinera, donde el cura los bendice a todos: coches, camiones, furgonetas, motos, tractores, cosechadoras..., algunos engalanados para la ocasión y todos muy limpios y relucientes.
Como cuando me lo contaron mostré cierta cierta curiosidad, me invitaron N y JA a acompañarlos. Acepté y pasaron a recogerme al hotel.
Estuvimos un buen rato junto a la iglesia. La cola de coches cada minuto se hacía más larga. Al fin, salió el cura y subieron una pequeña imagen del santo al remolque de un tractor. Lentamente, la caravana se puso en marcha, tras él. Al salir a la calle principal, la gente ocupaba las aceras como si lo que estuviese pasando fuese la Vuelta Ciclista a España. Aunque no conocía a nadie, acomodado en el asiento de atrás del coche de N y JA, comencé a saludar como tengo observado que hacen los reyes y los altos dignatarios cuando se ven en una situación semejante.
Al llegar a la gasolinera, los coches entraban como si fuesen a repostar pero sin detenerse, y el cura, de pie tras los surtidores, los bendecía con un hisopo que iba recebando en un caldero de fregar, caldero al que alimentaban a su vez con una botella de plástico de Aquarius. Yo quería sacar alguna foto, pero sucedió todo de un modo tan fugaz que no me fue posible.
Por la tarde, para celebrar de nuevo al santo viajero, nos fuimos a Ciudad Rodrigo. Fuimos por el puerto de Navasfrías. En el alto, nos detuvimos en un mirador, a contemplar el paisaje: Portugal a un lado, al otro España, y allá a su frente, ya que no Estambul, sí unas colinas azules muy hermosas. Apenas estuvimos unos pocos minutos fuera del coche, porque soplaba un viento como si estuviésemos, como el pirata de Espronceda, en la alta mar, y hasta temimos nos fuese a llevar, volando como hojas, hacia uno de esos lugares: Portugal, España, aquellas colinas azules...
Hermosa y levítica nos pareció Ciudad Rodrigo, y muy heráldica, llena de grandes palacios, de conventos, iglesias y viejas casas... Piedras doradas del color del pan candeal, amasadas y horneadas en las tahonas del sol de Castilla. Negocios antiguos: joyerías, farmacias, tabernas, droguerías... Curas, golondrinas y cigüeñas. Murallas y paisajes. En la plaza de Cristóbal Castillejo, tres residencias de ancianos. En la de Herrasti, un museo del orinal, en el mismo edificio donde se anunciaba una exposición sobre Cervantes. Pasamos de largo. Seguramente la habrá, pero no encontramos ni una sola librería. La cena la hicimos, mientras anochecía, en una terraza a la sombra de la iglesia de Cerralbo.
Volvimos por el puerto de Perales. Cruzado este, al llegar al alto de San Simón, como cada noche, las luces de tres pueblos (San Martín, Lejas y Valverde) nos avisaron de que ya estábamos muy cerca de nuestro destino.
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