Y ya nos tuvimos que ir. Dejamos el hotel con gran pesar. Se llama Los Montejos y conocemos pocos sitios tan hermosos. Este lo es tanto que fantaseamos con tener un lugar como ese para vivir y retirarnos del mundo. La Flecha, la finca salmantina donde se retiraba Fray Luis, tenía que ser parecida: una casa de piedra, un amplio huerto, unos árboles frutales, altos fresnos, la canción de un río que pasa besando el lugar.
Fue también triste despedirse porque las personas que lo regentan son encantadoras (tíos de N.) y nos hicieron pasar esos días como si estuviésemos en nuestra propia casa, y nos servían cada mañana unos desayunos maravillosos que nos dejaban con un humor excelente para el resto del día.
Pero ya nos tuvimos que ir.
En la carretera, al pasar al lado de Coria, recordé lo que cuenta Trapiello en sus diarios de Sánchez Mazas. Sánchez Mazas llegó a Coria a regañadientes porque le había caído encima una herencia: un viejo palacio, varias viejas casas y algunas tierras. Pero al parecer no le gustaba nada todo aquello y echaba pestes del lugar. Hasta que un día, su mujer, una italiana finísma, lo subió a una colina y le hizo ver el paisaje con atención: los árboles y el río, el puente de hierro, las huertas virgilianas, el humo que salía de las casas y los campesinos trabajando, los pájaros en el cielo y los arrieros en los caminos. Todo, desde allí, como una miniatura. Le dijo su mujer:
-¿No lo ves? Es como en un cuadro de Brueghel...
Y así fue como lo ganó para la causa. Desde ese momento, Sánchez Mazas, el escritor finísimo, el poeta, vio esas tierras con otros ojos, y llegó a amar ese pueblo y ese paisaje como los suyos propios, que eran Bilbao y las Provincias Vascongadas. Y hasta escribió una de las novelas más hermosas de toda nuestra literatura, Rosa Kruger, donde además de contar un bellísma historia, retrata ese paisaje que su mujer le hizo ver aquella tarde, quiero imaginarme yo que era el otoño...
Seguimos el camino: cigüeñas sobre los paneles informativos de la autovía, oscuros encinares, campos amarillentos y yermos. El perfil azulado de Gredos, tembloroso por la calima, y el medieval de Oropesa... Luego, poco que contar: la monotonía de los campor secos, de los pueblos feos aplastados por un cielo apabullante... Y después de eso, Toledo, Orgaz, Mora, Alcázar, Tomelloso, deshaciendo la madeja del viaje de ida, una semana antes...
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