miércoles, 12 de octubre de 2016

El sueño... Valverde V (San Martín)

El lunes nos acercamos hasta San Martín de Trevejo. De todos estos pueblos perdidos, hermosos y medio estropeados, es el que nos pareció mejor conservado, y el más bello. 

Como en los demás, nos encontramos casas viejas, grandes portones y ventanas diminutas. Persianas verdes, vigas a la vista, piedra granito y adobe. Es uno de los pueblo donde tienen todos los letreros en castellano y fala: la Calli du Portu, la del Corcho, la de la Iglexa... En esta última, muy estrecha, estaban rehabilitando una vivienda de la que sacaban, con una pequeña grúa, enormes vigas podridas.

Muchas de las calles de San Martín tienen un canalillo en medio, o a un lado, por el que baja un curso de agua dorada, limpísima y cantarina. Con un poco de imaginación, podía uno encontrarles a esas calles un aire (lejano) veneciano. Estos canales son tan modestos que se pueden cruzar de un pequeño salto. Para los niños deben de suponer una bendición, un entretenimiento delicioso: saltarlos, pisarlos, botar barcos de papel, o ramas... Pero no se veían niños en San Martín. Casi todo el mundo era, como las casas, muy viejo, y, como las casas, muy bien conservado.

También vimos muchas golondrinas, sobre todo en la plaza mayor. Se comportaban como los críos en el patio del colegio, cuando el recreo. Jugaban con el agua del canal que cruza la plaza, salpicándose unas a otras.

Nos dio por pensar que en un pueblo como este la gente debería ser muy feliz. Luego nos imaginamos que seguramente será tan feliz o infeliz como en cualquier otra parte, pero al menos aquí tienen el bálsamo de esa agua que corre constante por los canales diminutos, y la música de esa corriente, tan alegre como las golondrinas, que bajan cantando, las unas y la otra, desde lo alto.

En esa plaza mayor, que es pequeña pero magnífica, con sus dos o tres palacios, su fuente de piedra, su torre del reloj y sus soportales, se nos acercó una mujer que observó con qué admiración contemplábamos el canalillo empredrado que la cruza. Era una mujer mayor y muy sociable. Nos avisó:

-Dicen que esto del agua es una tradición. Una mierda de tradición, digo yo- se quejó con amargura-. Ya me he caído dos veces al cruzarla...

Luego nos acercamos hasta una ermita a las afueras del pueblo. Rodeada de olivos, muy cerca de un convento que han convertido en un hotel de lujo. No había por allí ni un alma. Nos sentamos un ratillo, en silencio. Volvimos a pensar que la gente debería ser feliz en un lugar como este. Al rato, nos marchamos.



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