Desde hace ya unos cuantos años, nos ponen al lado de casa una pequeña feria de libros durante las fiestas de Navidad. Son seis o siete casetas llenas de libros, más que viejos, envejecidos. Algunos publicados hace dos o tres años pero ya comidos por la mugre, en el arroyo, lanzados tempranamente a la vida errante de esta clase de ferias.
Este año han montado un puesto nuevo, con ediciones facsímiles de libros de horas del duque de Berry o del Quijote, volúmenes enormes para poner en un atril a la entrada del salón, abiertos por la mitad, para recibir a las visitas... El librero es un hombre de aspecto próspero, que se abriga con una de esas chaquetillas acolchadas que llevan los cazadores y los banqueros cuando van de caza, con un pañuelo color burdeos protegiéndole el cuello, el pelo engominado y ralo, que se le acaba en la nuca en unos rizos acaracolados y flamencos. Es una caseta esta en la que apenas nos detuvimos.
El resto, los de siempre, gentes con aspecto de vagabundos, con el mismo color ceniciento de los libros que venden, hombres y mujeres de aspecto aburrido que dejan pasar el tiempo sin hacer nada, la mirada perdida vete a saber dónde. Yo nunca los he visto leer ninguno de los libros que pretenden vender y de los que se supone que viven.
Llevaba toda la mañana corrigiendo y con el ánimo fúnebre (La desnutrición del amor, acababa de leer que había escrito un tal Vicente Alejandro, probablenente un cantante de rancheras), así que decidí tomarme un descanso y bajar a la calle a echar un vistazo, si no a comprar algo, al menos para darles la bienvenida a esos libros y a sus tutores legales.
Últimamente no encontramos nada en estas ferias, señal segura de que ya tenemos demasiados libros y hemos esquilmado, como dicen que han hecho con los atunes, la mayoría de los caladeros. En lugar de andar mirando desde fuera, tendríamos que poner nosotros una caseta como esas, meternos dentro con la mayoría de los nuestros y tratar de desprendernos de ellos. Pero no fue así. Aunque estaríamos allí poco más de un cuarto de hora, volvimos a casa con un ejemplar que nos puso bien contentos: Antes de ayer y pasado mañana, una colección de ensayos de Bergamín, que publicó Seix Barral en el 74, en su Biblioteca Breve de Bolsillo. Bien conservado, con tapas de cartón, de aspecto un tanto pobretón, pero limpio y tan jugoso como casi todo lo que escribió ese hombre peculiar. Lo saqué de entre el montón que tenía alineados de perfil el librero y se lo alargué.
-¿Vas a querer una bolsa?-me preguntó. La verdad es que ese gesto de entregárselo, más que la solicitud de un recipiente donde llevarnos el libro, significa para nosotros la señal de que vamos a rescatarlo de su inclusa, y también para que lo mire y nos lo tase.
-Pues no, la verdad es que me lo puedo llevar de la mano-le contesté.
-Entonces, ¿para qué me lo das? Si yo no sé leer...- bromeó el librero, un hombre ya viejo, un poco polvoriento, de bigote gris, un habitual al que nos encontramos hace unas semanas, dentro de otra caseta, en Córdoba. -Son tres euros- me dijo sin llegar a tocar el libro. Lo cierto es que yo no sé si bromeaba o hablaba en serio, porque fue en una de estas casetas donde escuché aquella conversación memorable:
-Por favor, ¿"El coloquio de los perros"?- le preguntaron a uno de este gremio de los libreros vagamundos dos muchachas bachilleres.
-Aquí de animales no tengo nada. Preguntar más allá- les contestó aquel hombre, tan semejante a este con el que estábamos cerrando el trato.
Lo acompañaba en ese momento un cliente de esos que se les meten dentro de las casetas a rebuscar debajo del mostrador, por si encuentran allí el tesoro bibliográfico. Al contrario que el librero, era este un hombre atildado, de barba cuidada y alba, con una cazadora de ante un tanto anticuada. Miró el libro de Bergamín con ojos de halcón y me alabó la compra.
-Buen libro, pardiez- exclamó, como si acabase de salir de una comedia barroca.-Si yo lo hubiese visto antes que usted, sin dudarlo un instante me lo habría llevado...
Yo me hice un poco el idiota, y compuse una sonrisa bobalicona, para que pensara que el libro se lo estaba llevando un perfecto imbécil que no sabía lo que estaba comprando, en lugar de un entendido como él, capaz de hablar como en el siglo XVII.
Me hizo otra broma el librero con las vueltas, que si no había querido la bolsa a lo mejor tampoco quería estas. Alargué la mano para recibirlas pero seguí sin decir ni mu, con la misma risa estulta en los labios, para que siguiesen ellos imaginando que tal vez uno tampoco supiese leer, y fuese un pobre inocente, y hubiese sacado ese tomo, del montón en el que estaba perdido, al albur...
Me lo llevé a casa como un regalo prematuro de Reyes, queriendo pensar que tal vez hayan sido ellos los que colocaron ese libro entre aquel montón desordenado, para que lo encontrásemos precisamente nosotros, y no aquel señor hidalgo. Porque uno, de algún modo, aún quiere creer en esos tres Reyes mágicos.
Me lo llevé a casa como un regalo prematuro de Reyes, queriendo pensar que tal vez hayan sido ellos los que colocaron ese libro entre aquel montón desordenado, para que lo encontrásemos precisamente nosotros, y no aquel señor hidalgo. Porque uno, de algún modo, aún quiere creer en esos tres Reyes mágicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario