domingo, 18 de diciembre de 2016

La niebla

Han sido, estos últimos, días muy hermosos. Amanecía, y apenas nos dábamos cuenta de ello porque  una niebla espesa difuminaba la ciudad. Era una niebla terca, que no se iba hasta bien entrada la tarde, cuando ya estaba a punto de oscurecer. 

Con una niebla como esa cualquier ciudad se vuelve preciosa. En realidad, cuando la cubre la niebla, cualquier ciudad puede ser otra, y no es difícil imaginar perspectivas diferentes, rincones entrevistos que no existen más que en nuestra imaginación. Tras esa niebla densa que nos espera a dos metros de distancia bien podría estar esperándonos un horizonte de grandes montañas, o un río, o una playa, el mar mismo podría estar tras ella...

Una tarde de esas, con el paisaje tras la ventana envuelto en un gasa, mientras leíamos las cartas de Ramón Gaya, nos encontramos con este pasaje:

Después aclaró un poco [la niebla en Venecia] y se veían pasar, por el Canal Grande, algunas sombras de gondoleros, y los violines de las góndolas. Todo el día ha estado así, precioso, desde luego, porque la ciudad parecía algo pensado, algo que no es todavía...

Y nos dijimos, mirando de nuevo afuera, hacia la ciudad que no veíamos tras la ventana, que era exactamente eso: con una niebla así la ciudad nos parecía por hacer, y cabían, por tanto, todas la posibilidades. Efectivamente, cuando la niebla cubre la ciudad, la ciudad deja de ser y ya no es más que un pensamiento, o un sueño, y cada cual puede pensarla -o soñarla- como mejor le parezca...

Por ejemplo nosotros, tal vez sugestionados por esa lectura, al acercarnos al trabajo al día siguiente, dimos en pensar que al final del carril bici íbamos a llegar, no al instituto, sino a Piazzale Roma, y que allí podríamos cambiar nuestra bicicleta por el violín de una góndola, y cruzar el Gran Canal, hasta la Dogana, y bajarnos en esa esquina prodigiosa, para pasear por el barrio de Dorsoduro, callejeando entre entre los canales...





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