lunes, 3 de enero de 2011

Crónica del Norte (II)

Mieres

Mieres es, como cualquier otro pueblo, un lugar muy particular. Hace años, escribí un par de páginas sobre él:





LA ESCALA DEL MUNDO


            ¿Cómo era Mieres hace cuarenta, cincuenta años? Seguramente no muy distinto al pueblo que ahora es. Naturalmente, han ido mudando muchas cosas: han cerrado las minas, el río por fin baja claro y limpio y mucha gente, como nosotros, ya no vive allí. Sin embargo, para los que nacimos en ese valle estrecho, a pesar de esos cambios, todo sigue más o menos igual. Mieres es, para nosotros, la escala del mundo, el modelo según el cual juzgamos el tamaño de las cosas, su importancia o su belleza, nuestro particular modo de mirar. Sentimos, como le sucedía a Unamuno con su pueblo, que el mundo sólo es un Mieres más grande. Allí tenemos las raíces, y son las que arrastramos, para bien o para mal, en nuestro camino. Por esta razón, Mieres será siempre el mismo pueblo cuyo plano llevamos, como en la copla, tatuado en la piel.




            Existen viejas fotos, de hace más de cuarenta o cincuenta años, que muestran una vega despoblada, de pocas casas dispersas, solitarias y ajenas. Luego, cuando todo comenzó a crecer al calor de la industria, de las minas y la Fábrica, se trajeron escuadra y cartabón, y trazaron calles de una rectitud limpia y perfecta, calles llanas y pulcras, creando un dibujo ideal de geometría admirable, de manzanas cuadradas y esquinas en ángulo recto, con su parque y sus barrios nuevos de casas idénticas, bloques generalmente muy feos de viviendas sociales donde vinieron a vivir los obreros de la fábrica y los mineros; casas con patios oscuros y pasillos angostos para que ninguno de ellos olvidase nunca ni su condición ni su pobreza. Mieres era, hace cuarenta  o cincuenta años, la suma de varios barrios como esos (San Pedro, Santa Marina), a los que hay que añadir las calles del centro, más amplias y luminosas, y tres viejos pueblos, incrustados en el trazado urbano como una extravagancia o un error, olvidados, apartados, realmente viejos, polvorientos y destartalados. Requejo, Oñón y La Villa fueron, en nuestra infancia, territorios exóticos, lugares tan diferentes a las calles donde jugábamos que parecían pertenecer a otro mundo, más antiguo y extraño.  A veces visitábamos alguno de esos sitios, con amigos que iban allí a cumplimentar a sus abuelos, y tenían aquellas excursiones algo de visita arqueológica, de aventura vivida muy lejos de casa, como un viaje en el tiempo hacia el pasado.







            Porque Mieres es un pueblo nuevo y sin historia. Toda su leyenda se reduce a lo que ha sucedido en los dos últimos siglos. Por esa razón no hay edificios que visitar, yacimientos, antiguas iglesias. En Mieres, para la Historia con mayúsculas, todo es relativamente nuevo. Sin embargo, esos doscientos años han resultado tiempo suficiente para que sucediesen cosas de gran intensidad: la industrialización, el trabajo cruel y tremendo de las minas, la tragedia de los muertos que esta se tragaba  cada cierto tiempo, de un modo regular y fatídico, las luchas obreras, las huelgas, las revoluciones...





            Pero no es esa la historia que nos importa, sino la de todos los días, la de la gente que no sale en los libros y vive. La que nosotros conocemos mejor, la del Mieres cotidiano de hace dos, seis, diez, veinte o treinta años; el Mieres donde nacimos, la villa donde vino a vivir nuestra familia desde el pueblo de Ablaña, que está a dos pasos, y que supondría un cambio a mejor, pues llegábamos a la capital del concejo. Ese es el lugar del que vamos a hablar.



            Probablemente Mieres sea, para el visitante, un pueblo feo, gris, oscuro y sin gracia; sin embargo eso, a los que nacimos y vivimos allí, nos cuesta reconocerlo, no por un orgullo nacionalista herido y ciego, sino porque, sencillamente, no lo vemos así. Convenimos en que no es un lugar del que se puedan sacar muchas postales y lo de “Mieres, jardín de flores” de la vieja tonada no deja de ser una cándida exageración. Ni grande ni pequeño, ni bonito ni feo, en Mieres lo único que ha florecido con fuerza son los bares, las tiendas de comestibles y los bancos. Ha sido siempre un lugar de comercio y ajetreo, de trabajo y de ocio, de calles concurridas, de barrios populosos y populares, de espíritu festivo y burlón, de gente bienhumorada y expansiva, un poco charlatana a veces, vocinglera y grandona. Supongo que todo eso lo dan el clima y el trabajo.



            En Mieres llovía mucho, y la lluvia le ponía una melodía monótona y triste al paisaje, ennegrecía las casas y borraba el contorno de las montañas. La mina, por su parte, tragaba a la gente durante largas jornadas y de vez en cuando, a algunos se los quedaba para siempre; también convertía el agua del río en negrísima tinta, y levantaba las desmontes negros de las escombreras y la fealdad de los lavaderos por los alrededores; emplazaba en cada casa una cocina de carbón y las calles las llenaba de carboneros que, en arruinados camiones, repartían su carga por los portales a cambio de un papel pequeño y azul: el “vale”. A cambio de un papel como ese, Valiente nos llenaba la carbonera- una cueva estrecha y húmeda- todos los meses del invierno. Llegaba a bordo de su camioneta desvencijada y oscura dando grandes bocinazos, llamando a mi madre a gritos. Aparcaba frente al portal y se subía sobre su carga negra y brillante a arengar a su tripulación, jóvenes que cargaban el carbón en cestos de mimbre y lo bajaban, sudorosos y con los dientes apretados, hasta el sótano angosto donde lo almacenábamos los vecinos. Valiente, con su puro  y sus ojos pequeños, con su porte chuleta y despreocupado, sus gritos y sus rudas maneras, subido en lo alto de la caja de su pequeño camión, sobre el carbón reluciente y negrísimo, era lo más parecido a un capitán pirata que hayamos visto jamás, y aquella manera suya de aparecer súbitamente, apremiando, voceando, todo con una energía impresionante y una urgencia exagerada, lo veíamos como un abordaje en toda regla, al que acudíamos nerviosos y excitados, fascinados por aquel espectáculo que se repetía todos los meses y que duraba tan sólo unos minutos pero que nos dejaba un sabor extraño de aventura y miedo. Cuando se iban, después de que mi madre le diese a Valiente su vale y una propina a los muchachos - siempre y cuando no se les hubiese escapado una blasfemia, que entonces se quedaban sin nada-, permanecía en nuestra calle una estela como de agua salada, un rumor de batalla, una melodía pirata, mientras veíamos alejarse, bamboleante y ebrio como un barco, al viejo camión de Valiente, el carbonero.



            Ese carbón que nos dejaban Valiente y sus muchachos esforzados en la carbonera, lo teníamos que subir después nosotros, en unos cubos de fregar, hasta el cuarto piso, para ir alimentando la cocina... Era éste el lugar más abrigado de la casa y donde pasábamos más tiempo cuando llegaban el frío y las tardes más oscuras del año. Allí hacíamos los deberes de la escuela o el instituto, merendábamos, jugábamos al balón o leíamos nuestros primeros libros, las primeras novelas; allí, con la espalda pegada al fuego que bramaba en el interior de la cocina, soñábamos, como todos, en otra vida, en lo que seríamos cuando creciésemos: futbolistas, bomberos, policías, carboneros..., mientras la lluvia canturreaba en la ventana. Soñábamos igual que Johnny, que de tanto leer novelas del Oeste, se le secó el cerebro y vino a dar en la locura de creerse él mismo, minero del pozo Nicolasa, un verdadero piatolero y, como aquel hidalgo manchego, su hermano, salía todas las tardes, vestido de sheriff, a enderezar entuertos y remediar doncellas. Soñábamos muchas cosas, casi siempre con la vista prendida en el fuego de la cocina de carbón, hipnotizados por aquellas llamas que veíamos bajo la plancha negra y reluciente, como lo hubiésemos hecho ante una vieja chimenea. Pasábamos mucho tiempo al lado de esa cocina, vigilando que no se agotase el carbón, alimentándola cada cierto tiempo pero con cuidado de no ahogarla, de no hacer humeros, como quien cuida de una planta delicada. Porque aquella cocina de carbón era la calefacción de toda la casa y también el lugar donde se preparaban algunas comidas, el lugar sobre la que se tendía la ropa cuando llovía, que era muy a menudo; y porque, ya se sabe, una cocina de carbón acompaña mucho. A mí me acompañó, es cierto, durante toda la carrera, las tardes interminables y monótonas de estudio, murmurando a mis espaldas y dándome un calor impagable, haciendo más llevaderas las largas horas del trabajo, cuando luchaba con los apuntes, los libros y las notas que tomaba por la mañana en la facultad. Y pienso ahora que de muchos de aquellos exámenes salí con bien por haberlos preparado al calor de aquella vieja cocina, en su compañía silenciosa y cordial, del mismo modo que sobre su plancha oscura salían mucho mejor los guisos. Junto a ella recuerdo, sentada y dulce, a mi abuela Concha, que vigilaba nuestros juegos. Hoy, en mi casa, como en la mayoría de las casas de mi pueblo, ya no hay una cocina de carbón, sustituidas por los aparatos modernos, por las placas vitrocerámicas, por la electricidad. Más limpio todo, menos sucio y trabajoso, pero menos poético: ya no hay hollín en el ambiente, ese confeti negro que escupían las chimeneas de los tejados, como tampoco se ven ya carboneros por las calles, rumbo al abordaje de cualquier sótano. No sé qué habrá sido de Valiente, y de las cocinas de carbón se podría hacer ya un viejo elogio sentimental, como aquél de Baroja al acordeón, tierno y elegiaco. Quedan, en nuestro portal, unos vecinos que aún la mantienen y la encienden todo el año, reacios al cambio y a las nuevas costumbres. Sin embargo, se trata de una excepción, y el hollín que sale por su chimenea y motea de negro las sábanas recién lavadas de Juani, la vecina del cuarto, que se pone como loca y tiene que lavar la ropa una y otra vez, es ya un hollín un poco fantástico, las pavesa últimas de una costumbre que ya está desaparecida, enterrada en la memoria. En Mieres ya no se ven piconeros por las calles,  las carboneras están vacías, las minas clausuradas y los mineros prejubilados en el bar, en Benidorm o en Cuba.



            Cerraron, hace ya muchos años, los hornos de la Fábrica de Mieres, y ahora han cerrado las minas, lo que ha hecho pensar a muchos que, tarde o temprano, acabarán por cerrar también el pueblo. De todas formas, la gente, tal vez acostumbrada a la fatalidad, al hábito de la lluvia y el mal tiempo, a las grandes huelgas y a los accidentes trágicos y constantes, sigue como si tal cosa: acude a los bares, pasea, visita el mercado de los domingos, que es cuando hay “plaza”, charla, bebe, grita, se ríe, vive. ¿Qué otra cosa se podría hacer?  Mieres es un lugar alegre a pesar de todo eso, de la reconversión y los cierres, a pesar de la lluvia y la humedad, del paisaje oscuro y gris como un aguafuerte, como una película en blanco y negro . A los de Mieres parece que nos da un poco igual todo y contemplamos el final de las cosas que parecían eternas con el escepticismo y la tranquilidad del que sabe que, al final, todo se lo ha de llevar la trampa, pero también que, con el tiempo, los ríos negros se vuelven claros y que ya nadie morirá en lo más profundo de una mina. De manera que lo vemos todo con un humorismo melancólico y vago, un poco relativista y filosófico. En los bares de mi pueblo se filosofa mucho, sobre lo divino y lo humano, y son esos sitios grandes escuelas. En la Plaza de Requejo, recoleta y abrigada, rodeada de chigres y sidrerías, la gente ve caer la lluvia y pasar las nubes conversando alegremente sobre esto y lo otro mientras enmudecen los castilletes y la gente toma trenes para irse en busca de un futuro que siempre está en otro lugar.



            Hoy,  Mieres languidece poco a poco, muy lentamente, de un modo suave y callado. Se adivina una fatiga resignada en todo, en el circular de la gente, en las palabras de los parroquianos de los chigres, en el color del cielo y en la música monótona de la lluvia. Como le decía hace poco un amigo a mi padre, “El médico me dice que no tengo nada, pero yo me muero poco a poco”. Como todos, amigo Antón, se nos ocurre contestarle, como todos y como todo. Hoy, en Mieres, todo es igual y distinto, y al pasear por sus calles y recordar cómo era este pueblo hace diez, veinte, treinta años, nos preguntamos: ¿Cómo será Mieres dentro de cuarenta, cincuenta años? Seguramente muy parecido al pueblo que ahora es. Mudarán muchas cosas, todo se hará un poco más viejo cada año y, sin embargo, nosotros lo veremos siempre igual porque Mieres es nuestra escala del mundo, la brújula con la que navegamos, el paraíso perdido de la infancia, nuestra más verdadera patria.

           

No hay comentarios:

Publicar un comentario