martes, 28 de junio de 2011

En el campo de Montiel (II)

Como en Munera no celebran a San Juan, A. tuvo que levantarse temprano e irse a trabajar.

Luego, L. y J. C. se fueron a comprar al pueblo, y me quedé con los chiquillos en la piscina. Mientras se bañaban  yo leía en una tumbona a la sombra de una carrasca. Cada cinco minutos me interrumpían.

-Tito, métete.
-Papá. ¿cuándo vas a bañarte?


Yo les contestaba que en cinco minutos, cuando se acabase el capítulo en el que estaba sumergido. Sin embargo, como esas preguntas  las repetían cada treinta segundos, no avanzaba en mi lectura, y se me fue el santo al cielo. Di en pensar entonces que parecía un viudo con tres hijos, en un motel vacío del estado de Nevada, en los EE.UU., huyendo de la justicia, como sucede a veces en el cine. Y me puse un poco triste.

Cuando llegó A. nos fuimos a comer a un bar del pueblo. El dueño resultó un hombre comunicativo y parlanchín que nos contó gran parte de su vida. Evidentemente no era natural de esos campos, donde la gente es más reservada. Era de Alicante, nos dijo, pero había conocido ese sitio hacía seis años y él y su mujer decidieron quedarse. La mujer es húngara, y  la que se encarga de la cocina. Antes tenían cuatro camareros y tres personas más en los fogones, pero ya no necesitan tanto personal. La cosa, nos confesaba, estaba muy rara, y hacía un gesto amplio con su brazo abarcando el comedor, donde solo había otra mesa ocupada. "Antes no dábamos a basto, pero ahora..., ahora está todo muy raro, muy raro..." La comida, copiosa y muy rica, la charla del dueño, inagotable, y el calor, africano, nos dejaron en un estado de grandísimo sopor y fue inevitable la siesta.

Tras esta nos fuimos a la Laguna Blanca, que al ser la más alejada de todas, apenas la visita nadie. Se llama así porque tiene un fondo de arena blanca muy fina. Es un lugar bellísimo. Efectivamente, no habría allí más de veinte personas. Siete de ellas, ya talluditas, estaban en el agua, haciendo el corro de la patata, felices como niños... Parecía aquello la Arcadia.


Nos bañamos un rato. Flotando boca arriba, haciendo el muerto, vimos las figuras de don Quijote y Sancho correteando por  los riscos que nos rodeaban.

Luego, como si estuviesen ensayando para la llegada de la noche, comenzaron a croar cientos de ranas. Al rato se levantó una brisa muy suave que rizaba las aguas verdes y doblaba los carrizos y las aneas. Se puso el paisaje oriental. Como para un haiku: "Llega el viento/ y dobla las cañas de los juncos./Así tú, dulce amada,/doblegas mi voluntad".

La vuelta a la casa también fue preciosa. Cuervos sobre los trigales, águilas y gazapos que se escondían entre las encinas, amapolas en las cunetas y el sol que declinaba, la mano en la mejilla, durmiéndose lentamente...



Continuará



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