martes, 14 de diciembre de 2010

Barcelona (V)

Domingo 5 de diciembre (tarde)
Después de comer nos fuimos hasta el Barrio Gótico, Ribera y el Born. Ya era de noche y la densidad humana muy alta. A duras penas logramos alcanzar las puertas de Santa María del Mar. Es una iglesia preciosa, que ha cobrado mucha fama por culpa de una novela que gira alrededor de ella. En sus puertas, cuando esto era un barrio de pescadores, pidió limosna San Ignacio. Estaban las puertas abiertas de par en par, y el gentío fluía entre ellas como un líquido espeso. Pero antes de entrar nosotros también, escuchemos a Carlos Pujol: “Santa María es la gran oración visible del barrio de Ribera; una oración alta y esbelta que ha resistido a la Historia con cicatrices que tal vez la afeen, pero que son también señales de humanidad; lo que envejece pierde brillo y lisura, se estropea con las heridas del tiempo, pero conquista la grandeza y el honor de haber vivido”. Y ahora ya podemos pasar.


El interior, como ocurre con todas las catedrales, es impresionante. El de esta es ligero, lleno de aire y espacio. Para retirarnos de la marea humana, nos sentamos en uno de los bancos, y estuvimos allí un buen rato, recogidos en la penumbra, mirando a lo alto, rodeados por la luz ambarina y poética de las velas. Supongo que para apagar el rumor de la turistada que se movía inquieta entre las naves, un señor estaba frente al órgano, y lo tocaba muy inspiradamente, es decir, un poco al tuntún, por donde su imaginación le llevaba, y quedaba muy bien porque le ponía a aquella escena una melodía grave y armoniosa que disimulaba muy bien los estragos de tanta gente paseándose por allí. Me acordé entonces de mi madre, y de cómo hace ella algo parecido en su parroquia.



Luego callejeamos por el barrio, por plazas y callejones, dejándonos llevar por la corriente humana, cada vez más fuerte. En la Plaza Nueva había otra feria de motivos navideños; en la calle Petrixtol vimos dos largas colas de personas delante de dos chocolaterías centenarias, una de ellas de inspirado nombre, “Dulcinea” se llama; en la calle Canuda pasamos al lado de la Librería Farré, en la que hay un sillón verde en el que se sentaba Perucho todas las tardes cuando iba a hacer tertulia allí y a rodearse de libros de verdad, y muy cerca de esta contemplamos el sólido edificio del Ateneo, a donde Pla venía huyendo del frío de las pensiones (desde la calle, por sus altos ventanales, se podían ver suntuosas lámparas y  techos historiados). A su lado, en la Plaza de Madrid, hay un pequeño jardín muy hermoso y, en una hondonada de este, una necrópolis romana. Paseamos entre las tumbas y las estelas, leyendo los nombres de los allí enterrados (¿Cómo fue tu vida, oh, Cornelia Cosme?) y pensando en lo raro que es el tiempo, en lo vieja que es la historia.
Y ya muy cansados, tan solo tuvimos fuerzas para encontrar una mesa vacía –la lucha por el metro cuadrado, en estos barrios, es feroz-, en una de las terrazas de la Plaza del Pino, a la sombra de su iglesia,  tomarnos una cerveza y volvernos al hotel.
Sin embargo, antes de irnos definitivamente a descansar, saqué fuerzas de flaqueza para tomarle unas fotos a un edificio que hay justo al lado del hotel. Parece un museo de arte moderno, sobre todo por la noche, que se ve iluminado de un azul cambiante y movedizo, pero no, tan solo es una exposición de la marca Roca, de saneamientos, ya saben, váteres, lavamanos, grifería y bidés. Pero, eso sí, todo del más avanzado y exclusivo diseño.




Desde que Duchamp consiguió meter uno de estos objetos en un museo, ya todo es posible y, por tanto y como es natural, habrán pensado los de Roca que por qué no hacerlo al revés, esto es, meter el museo es sus urinarios. Y así lo han hecho.



Continuará

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