jueves, 29 de marzo de 2012

Crónicas hospitalarias III

La sala de espera de la planta de los quirófanos era un poco rara, semicircular, con forma de gajo, y se accedía a ella por un pasillo tan estrecho que se te encogía el alma todavía más. Varias sillas de plástico, unidas por una barra como en las gradas de un polideportivo, una puerta que daba a las escaleras de atrás -por si la cosa no sale bien, supuse-, y una ventana muy estrecha por la que se podía ver -y este era el único consuelo-, el Aramo aún con nieve, un campo de fútbol y la iglesia de El Cristo, pintada de un color salmón muy poco espiritual. Ese era todo el mobiliario.

Después de una hora en ese lugar, alguien nos llamó desde el otro lado de ese pasillo inquietante, con grandes voces, como se llaman entre sí las pescaderas en los mercados. Una enfermera nos comunicó que todo había ido bien y que en breves segundos el cirujano -el doctor Cubero, el de las mil horas de vuelo- saldría a hablar con nosotros. Efectivamente, al poco el cirujano salió por una puerta muy pequeña en la que no habíamos reparado, nos dijo que todo había discurrido estupendamente y se volvió a meter por la misma diminuta puerta, todo tan fugazmente que nos quedó la impresión de haber asistido a un truco de magia o de guiñol...

Al rato apareció, por otra puerta distinta -aquello ya estaba pareciendo una comedia de enredo-, una aguerrida mujer que nos explicó, muy despacio y en voz muy alta, tal vez porque le pareciésemos mi hermano y yo sordos o con cara de lelos, las precauciones que debe guardar una persona con marcapasos, y nos entregó un librillo de instrucciones como los que traen los microondas y otros electrodomésticos, y un carnet de portador de marcapasos. Antes de entregarnos este, lo alzó en su mano con gran solemnidad y nos encareció que realizásemos varias fotocopias de tan importante documento, porque si mi padre lo extraviaba no le iban a dar otro. Yo, para relajar un tanto la tensión dramática, estuve a punto de contestarle que no se preocupase, que así lo haríamos, pero que nos dijese también en qué establecimientos hacían descuentos con ese carnet... Pero me callé, porque yo esas cosas las pienso pero nunca las digo.

Luego sacaron al fin a mi padre -por otra puerta diferente, claro-. Salía contentísimo y hablando sin parar, no sé si por el efecto de la anestesia y los calmantes, o por la alegría de continuar vivo tras pasar por semejante lugar. Sin embargo, como le habían quitado la dentadura postiza, casi no se le entendía nada. "Papá, descansa un poco", le aconsejamos. "¿Descansar? Si yo no estoy cansado. Me encuentro estupendamente".

El celador que empujaba la camilla también resultó ser un viejo conocido, y también llevábamos sin vernos más de treinta años. Jugamos mucho al fútbol juntos en aquellos años. Mientras bajábamos en el ascensor nos dimos sintética noticia de nuestras vidas. Sin hacernos caso, mi padre seguía hablando y creo que lo que decía era que le había explicado el cirujano que ahora no podíamos darle nosotros ningún disgusto ni tampoco llevarle la contraria.






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