Me contaron mis padres que fueron el día anterior al cementerio. Nuestro cementerio, quiero decir el cementerio donde están enterrados nuestros familiares, es el de Ablaña. Es un cementerio pequeño, escondido en la montaña, en lo alto y apartado del pueblo.
Les pregunté cómo estaba, pues son ya muchos los años que han pasado desde nuestra última visita. Me contestaron que está bastante bien, que lo han arreglado. Que deberíamos pulir el mármol que cierra los nichos familiares, porque le han salido, por la humedad, algunas manchas negras. Que ellos ya no pueden agacharse ni frotar, pero que no está mal.
Fueron en taxi. Ahora ya está el camino asfaltado. La última vez que fuimos nosotros todavía era de tierra. Ya lo visitan muy pocas veces. Les esperó el taxi en la puerta, mientras ellos arreglaban un poco nuestro sitio. Mi madre estaba encantada porque el taxista les cobró muy poco.
Guardo recuerdos muy vagos de las vistas infantiles a ese lugar. Recuerdos contaminados por el cine y la literatura. Todas las historias que uno ha leído sobre cementerios y camposantos, por ejemplo las de Poe, yo siempre las he visualizado en ese lugar de Ablaña.
Como casi todos los cementerios españoles, lo recuerdo feo. Una pared de nichos apoyada en una tapia, y luego unas serie de tumbas a ras de tierra subiendo en terrazas hacia lo alto, hasta otra tapia blanca y desconchada, repleta de zarzas. Y en una esquina, una chabola donde guardaba el enterrador sus herramientas.
Si algo lo salva es el estar en el corazón del bosque, en medio de la montaña.
Cuando viajamos por Castilla, me fijo siempre en los cementerios que se ven a la orilla de la autopista. Son exactamente como los definió Unamuno: corrales de muertos. Pobres, solitarios y mudos. Apartados también de los pueblos donde continúa viviendo la gente. Producen una tristeza muy grande.
No los conozco todos, por supuesto, pero a mí me parece que en España hay muy pocos cementerios bonitos. Yo solo recuerdo dos en los que, como diría mi suegra, seguramente se puede estar muy a gusto: el de Luarca y el de Niembro. Como diría la gran Lorena Álvarez, cuando me muera, si es que me muero, a mí no me importaría que me enterrasen en uno de ellos. En el de Niembro mejor, si se puede escoger. Para poder pasar el rato contemplando cómo sube y baja la marea... Si no pudiese ser así, pues..., qué sé yo, me da igual... En Ablaña no iba a estar mal. O en uno que visité una vez en Escocia. Era como un pequeño jardín al lado de una iglesia. La gente paseaba por él, entre las tumbas, empujando los carricoches de sus hijos y charlando apaciblemente.
Los verdaderamente hermosos son esos. Las gentes británicas tendrán sus cosas (por ejemplo esa idea de enmoquetar los baños no se puede decir que sea muy afortunada), pero en cuestión de cementerios yo pienso que han acertado. Más que cementerios, son parques, lugares para que los vivos, al mismo tiempo que recuerdan a los muertos, paseen un rato y respiren aire puro. Aquí no. Aquí somos más de pudrideros, escoriales y mememto mori; de momias, postrimerías y corrupciones... Si supiéramos sacudirnos de una vez por todas de esa manera de ver la muerte tal vez nos fuese un poco mejor. No sé.
Hace poco leí un hermoso libro de José Carlos Llop. Se titula Solsticio y en un momento de él, dice: "Soy de los que creen que ningún lugar se conoce si no has visitado su mercado y su cementerio. Y pienso que la visita a las tumbas familiares es un rito de la memoria y una reafirmación de que la vida en la tierra no ha de ser pasto del olvido, aunque lo sea".
Cuando leí estas líneas, pensé en el cementerio de Ablaña, en mi abuela C. y en el mucho tiempo que hace que no cruzamos el umbral de ese sitio escondido en la montaña. No sé. Tal vez sea como dice Llop. Creo que estas navidades nos acercaremos hasta Ablaña. Pero cuánto mejor sería tener unos camposantos que no parecieran corrales, sino huertos, parques, jardines...
Patio de los quietos. Otros hasta se hacen basílicas
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