Visitó el rey, el joven -que a mí me resulta mucho más insulso que el otro, el viejo-, no sé qué lugar y, como es costumbre en los reyes, largó un bonito discurso -en casa estamos convencidos de que a este se los escribe la mujer, que dicen que es muy dominanta, y no, como al otro, un funcionario-.
Habló -lo escuché distraído en la radio mientras hacía la comida- de todos esos jóvenes científicos que se ven empujados, si quieren trabajar, a la emigración. Dijo que una cosa así no podía ser... Largos aplausos.
¿Y?, me pregunté para mí, que estaba solo en la casa-. Vas a llamar a capítulo a Rajoy y a los dueños de los bancos y las grandes empresas? ¿Vas a arreglar tú algo?-me dirigí a él como si pudiese escucharme, como esos abuelos trastornados que hablan con la tele-. ¿Para esto es para lo que dicen que sirve la monarquía?, ¿para dar bonitos discursos y nada más? No le va a hacer caso nadie, y menos que nadie los que le aplaudieron. Pero no creo que le importe. Lleva ya recitados varios discursos parecidos y aunque es evidente que por un oído les entra y por otro les sale, este joven rey ni se inmuta. Si le importase de verdad todo eso que dice, ya se habría cagado en todos los demonios...
Al cabo de dos días, también en la radio, también con el delantal puesto frente a la vitrocerámica, escuché al Papa -que me parece un hombre entrañable- hablar en el parlamento europeo.
Dijo cosas muy justas sobre la pobreza, el trabajo precario, el paro, la tragedia de la inmigración... Todos los parlamentarios aplaudieron largamente...
¿Y?-volví a decirme a mí mismo en mis mismos adentros-. ¿Van a cambiar algo esas palabras?-esta vez ya no me dirigí a él, que a un Papa me daba más reparo-. ¿Va a hacer ese hombre algo que transforme todo eso?
Yo creo que no. Y creo eso porque los mismos que le aplaudieron, nada más despedirlo y enjugarse unas furtivas lágrimas de emoción por haber estado tan cerca de tan santo hombre, se habrán metido en sus despachos para seguir gobernando como siempre, a tomar las decisiones que provocan la pobreza, el trabajo precario, el paro, la tragedia de la inmigración...
No soy nadie en general, así que no soy nadie para decirle a nadie lo que tiene que hacer -salvo a mi hijo, que se resiste-, pero a mí me parece que lo que tenían que hacer estas gentes que dan discursos es ponerse muy agrios, hasta coléricos diría, y cagarse en todo lo que se menea o, en su defecto, en la madre que parió a tanto hijodeputa, así, con estas mismas palabras -la influencia de Mongolia sigue viva-. Y, en el caso del Papa, después de eso, amenazar con la excomunión a todos esos que le aplaudían...¡Qué cara se les quedaría! Yo ya me lo estoy imaginado, al Papa mentándoles a la madre a todos ellos, cagándose en el día que nacieron, llamándoles hijoputas con todas las letras muy bien perfiladas, sobre todo esa jota, y esa u... Y luego también cabrones, malnacidos, mierdas, y toda clase de insultos y denuestos, que en este género nuestra lengua es pródiga y muy bien surtida. Por algo será...
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