Hace justo una semana se quemó el restaurante chino que hay enfrente de casa. Frisaba el día las nueve de la noche y P. estaba estudiando en la biblioteca -me gusta llamarla así por fantasía, porque en realidad es una habitación pequeña donde tenemos el ordenador y la impresora y unas estanterías llenas de libros, de madera oscura, de las que A. se arrepiente mucho pues dice que ella las habría escogido más claras, y que se dejó llevar por un gusto mío un tanto rancio y anticuado-. No eran todavía las nueve cuando se salió P. de esa habitación y vino al salón, donde A. y yo estábamos corrigiendo, a anunciarnos que en el estudio -él lo llama así- olía muchísimo a quemado. Me levanté y entré con él en el cuarto. Al principio no lo noté. Observé el ordenador y me agaché bajo la mesa, por comprobar que no estuviese saliendo humo de los muchos cables que allí se enredan, ni de los enchufes. Todo parecía en orden pero, efectivamente, en ese mismo momento comencé a notar un fuerte olor a chamusquina. Un olor acre, oscuro, cierto. Como en las estanterías tampoco se veía arder ningún libro, supuse que el origen estaría en la calle. Levantamos la persiana y entonces lo vimos.
Un humo negro como la pez ensombrecía toda esa calle, que es estrecha, y la cruzaba subiendo rápido hacia la noche, con la que se fundía a la altura de los tejados de los edificios de enfrente. No abrimos las ventanas, para que no se nos colase en la casa, pero pudimos ver, con la nariz pegada a los cristales, que salía sin pausa por los respiraderos del restaurante. En ese mismo instante escuchamos la sirenas de los bomberos, que llegaron de inmediato. Dio mucho gusto verlos aparecer, raudos, seguros, con sus cascos brillantes y las bombonas a las espaldas. No acordamos de ese pasaje maravilloso del Alfanhuí en el que se cantan las virtudes de los de Madrid. Mientras unos sacaban a los vecinos del edificio de enfrente -aunque no en brazos, sino llamando a los timbres-, otros se metieron en el local con las mangueras. Que eran unos bomberos ferlosianos se comprobó al momento, porque trajeron con ellos, además de esas mangueras y extintores, la lluvia. Efectivamente, fue llegar ellos y apenas dos minutos después comenzó a llover con una alegría y unas ganas que aquí son raras.
Al principio ni P. ni yo nos dimos cuenta de esa lluvia bendita y repentina. Se habían reunido varios grupos de curiosos en el paseo, y de pronto vimos que se dispersaban como una bandada de pájaros cuando un ruido los asusta. Creímos que habían sido los policías los que los habrían disuelto, afeándoles la morbosa curiosidad. Pero no, que fue la lluvia. La vimos caer con el mismo entusiasmo con el que se movían los bomberos. Les ayudó lo indecible. El fuego, que tiene, como bien sabía Cunqueiro, atributos humanos, debió de acobardarse ante la presencia del agua abundante que caía del cielo. No solo limpió la calle de aquel humo tan negro, sino que nos trajo a todos la certeza de que no iba a suceder nada grave.
Para entonces ya habíamos avisado a A., y contemplábamos todo esto los tres tras las ventanas del salón, que son más amplias. Los vecinos del edificio de enfrente, algunos con dos o tres maletas a sus pies, esperaban en la acera, los bomberos iban de aquí para allá, la lluvia no dejaba de caer... El humo cada vez salía con menos fuerza, cada vez menos oscuro... Quedó todo resuelto antes de las dos horas. Cuando se marcharon al fin los bomberos, dejó de llover. ¡Honra a los bomberos!
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