martes, 24 de enero de 2017

Invierno en Asturias hacia 2016 (Rioturbio)

26 de diciembre

Se levantó P. con algo de fiebre. Con mocos y tos. Así que nos fuimos al ambulatorio. Mientras esperábamos, rodeados de gente con los mismos síntomas que los de P., le comenté a A.:

-Si P. sigue así, tendremos que posponer la cena.

-No creo que sea necesario-me contestó A. -Seguro que mejora.

Nos recetó el médico unos sobres para evitarle el malestar y reducir la mucosidad que, según nos explicó, tenía por todas partes: en las fosas nasales, en los oídos... Nos indicó que cabía la posibilidad de que se le infectase toda esa masa mucosa y que le subiese la fiebre desmesuradamente. Si eso ocurría, nos dijo, entonces deberíamos volver a la consulta, para que le recetase un antibiótico.

Le preguntó A. si, en caso de mejorar, podría salir por ahí. Contestó el doctor que sí.

De todos modos, al salir, insistí:

-Incluso si mejora, lo de la cena va a ser mejor dejarlo para otro día...

-¡Qué va!-me replicó A. -Ya verás cómo se pone bien. Con esto que le ha dado, se recupera enseguida...

Le agradecí esa actitud, tan optimista, que me tranquilizó.

Pasó el día P. en el sofá, tendido, al cuidado de su abuela. Yo me fui a tomar una cerveza con mi padre y por la tarde llevé a A. a Oviedo, que tenía que hacer unos recados, y me traje de vuelta a Mt. y a N., hasta Rioturbio, donde Mt. es segundo entrenador del equipo de baloncesto femenino de mi pueblo.

Ya era de noche cuando llegamos. Parecía todo la escenografía para una película expresionista, para una película de Fritz Lang. Rioturbio es una colonia de casas sociales, levantadas para los trabajadores de las minas de alrededor. Se encuentra empozado en un valle estrechísmo, y todo es allí, como esas minas, oscuro, sombrío, negro.  Ni una sola nota de color. La película de Rioturbio no solo es expresionista, sino también en blanco y negro. Cuando dejas la carretera y bajas hacia el pueblo, no solo es como si estuvieses cayendo en un pozo, es también como si de repente te hubieses vuelto daltónico. 

Me guió Mt. hacia la cancha donde entrenan, una antigua nave industrial que les han cedido para que puedan jugar y entrenar allí y que ellos han acondicionado. Pasamos por detrás de las fachadas de los pisos, todos iguales, iluminados por unas farolas que exhalaban un luz raquítica, desmayada. Había ropa tendida, sábanas blancas sobre las paredes negras de hollín... Como todavía era un poco pronto, y el pabellón estaba cerrado, nos acercamos al Hogar del Jubilado. Allí dentro sí encontramos algo de color, y unas luces más cálidas y vivas. Tomamos unos refrescos. Nos pareció un lugar donde deben de darse grandes conversaciones, sostenerse sólidos sistemas filosóficos. A esa hora de la media tarde apenas había tres o cuatro parroquianos, pero en otros momentos seguro que pueden escucharse allí grandes frases.

Estuve un hora allí, viendo cómo Mt. preparaba todo, metódico, profesional, y cómo iban llegando las jugadoras, el calentamiento, las últimas indicaciones del entrenador... Solo vi cinco minutos del partido. Y ya me volví a Oviedo, a recoger a A. Mientras bajaba hacia Mieres, iba contemplando, a la luz de los faros del coche, a los lados de la carretera, el paisaje de un valle que se va vaciando poco a poco, inexorablemente: las casas abandonadas y en ruinas al lado de otras, menos numerosas, arregladas, recién pintadas (en una de estas viven mi tía F. y mi prima M.); el viejo hospital donde nacimos, cerrado a cal y canto; algunas luces de navidad en los bloques de viviendas de Murias. Y al entrar en Mieres, frente a la gasolinera cerrada y comida por las hierbas, las tapias deslucidas del cementerio... Hice el breve viaje sumido en fúnebres pensamientos.

Se me quitaron todas las murrias cuando, al llegar a casa, encontramos a P. bastante mejor.

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