De la excursión a Madrid ya está casi todo dicho, pero no quiero dejar de contar que, nada más bajarnos del tren, la primer persona que encontramos fue una indignada. Sí, una mujer francamente irritada, pero no con las actos que estaban a punto de comenzar, sino con el hecho de que, en la estación de Atocha, si quieres hacer un pis tienes que pagar sesenta céntimos. Y quien dice un pis, dice cualquier otra cosa de las que se suelen hacer en los aseos. La tarifa es plana. Asunto este que podría ser muy discutible, pues no es lo mismo lavarse las manos o los dientes que verter aguas menores o estercar, o todo ello juntamente.
La mujer estaba furiosa y buscó nuestra complicidad:
-...Y además, si no tienes cambio, ellos no te lo ofrecen. Tienes que darles los sesenta céntimos exactos. Voy a tener que tomarme un café, sin ganas, para poder entrar. Es una vergüenza.
Yo, viéndola tan exasperada, le di la razón a todo y le ofrecí el suelto que llevaba, pero la mujer lo rechazó.
-No, muchísimas gracias, ya ha ido mi hija a buscar cambio. Pero no me niegue que esto es un verdadero abuso.
Naturalmente, no se lo negué. Al contrario, reiteré mi solidaridad con ella, aunque en aquellos instantes no me apretaba ninguna necesidad de las citadas anteriormente.
A mí esta conversación me sirvió para tranquilizar un poco a la parte de la parroquia que andaba inquieta ante la perspectiva de encontrarnos con un Madrid envuelto en llamas, monárquicos y republicanos lanzándose adoquines a la cabeza. Si la gente se indigna con la privatización de los aseos públicos de las estaciones, es porque lo de la coronación, razonablemente, les importa un pimiento.
Como componíamos una pandilla muy numerosa, apenas tuvimos tiempo de pegar la hebra con otras gentes anónimas, y reforzar esta teoría nuestra que nos habíamos formado tras ese primer encuentro recién salidos de los andenes. Lo que se dice, en argot periodístico, tomarle el pulso a la calle, eso no lo pudimos hacer porque nos pasamos el día charlando entre nosotros.
Tan solo hablé con una señora que, en la Carrera de San Jerónimo, cuando nos alargamos allí a huronear, nos preguntó si es que todavía estaban dentro.
-¿Todavía están dentro? -nos abordó.
Yo, perspicaz, que en la capital a los que somos de pueblo y desconfiados se nos activa esa aplicación como a los móviles la wifi, en seguida supe a quién se refería con esa tercera persona del plural.
- Pues no creo, son las dos, estarán ya comiendo...
-Eso pensaba yo, pero como veo a tanta gente...
También mantuvimos breves conversaciones con los camareros que nos atendieron.El muchachote que se ocupó de nuestra comanda nos dijo que las hamburguesas que allí ofrecían -un local popular pero al que solían acudir los nuevos reyes- era una explosión de sabor en la boca, y el pastel de zanahoria, ese, si se lo pedíamos, iba a abrigarnos el corazón - con la hamburguesa no se atrevió nadie, con el pastel sí-; y, ya casi con el pie en el estribo del tren, una charla filosófica con una camarera relativista que, ante la curiosidad de P. sobre el grado de frialdad de la cerveza que allí ofrecían, le respondió que eso ella no se lo podía decir porque a lo mejor lo que para ella era muy frío resultaba para él solamente frío, o vicecersa...
Y ni una palabra más.
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