El último día de playa fuimos con C., H. ,M. y N. a la de El Espartal. Muy cerca de Avilés.
Se llega a ella, a la orilla de la ría, por un paisaje desolado de ruinas industriales, de almacenes y grandes naves, a la sombra de las grúas del puerto, de altas chimeneas y de una fábrica de zinc. Un paisaje de novela negra, sucio, turbio, contaminado. Se aparca entre unas casas polvorientas o en un descampado donde reposa todo el hollín de las chimeneas de esas fábricas. La playa todavía no se ve. Hay que caminar unos cien metros, atravesar unas dunas y, de pronto, aparece una arenal extenso, hermoso, de arenas blancas y suaves. Y, claro está, el mar. A la derecha, mientras llenamos nuestros pulmones con todo el aire marino del que son capaces de albergar, vemos el faro de San Juan de Nieva; a la izquierda, las torres de Salinas; y al frente, ya queda dicho, el mar, el abierto mar, el Cantábrico mar, el dulce mar del verano... A veces, sobre el lugar de Salinas, se ven los aviones que vienen o se van del cercano aeropuerto de Santiago del Monte. A mí me recuerda, esta playa, a uno de aquellos dibujos que tanto nos fascinaban en la infancia y en los que, en solo dos páginas y a todo color, te mostraban una ciudad con todas sus posibilidades: el ayuntamiento, la escuela, el hospital, el parque de bomberos, las calles y los guardias de tráfico, los paseantes, el puerto con sus barcos, las ambulancias y los coches, los ciclistas, el cartero, la panadería, un avión sobre el azul, incluso algún globo en el cielo... El Espartal, como aquellos dibujos prodigiosos, lo tiene casi todo...
Ese día último lucía bandera amarilla, pues venían algunas corrientes diagonales y esquinadas. Pero las olas se desmayaban dulcemente en la orilla, como señoritas románticas e hiperestésicas...
Luego llegaron R. y M. M., que fue campeón de surf de Asturias, se trajo su tabla, una tabla hecha con sus propias manos. Nos estuvo enseñando un rato, a H., a los chiquillos y a mí, a ver si éramos capaces de coger alguna de las olas más enérgicas.
Jugamos luego un partido de fútbol, comimos sobre la arena con los padres de C., que son asiduos y unas personas encantadoras, dejamos pasar el día como lo hacían algunas nubes muy pequeñas sobre el cielo, del mismo modo que veíamos ganar altura, sin ruido y sin esfuerzo aparente, los aviones que subían o bajaban cada media hora... A diferencia de muchas otras veces, que nos preguntamos a dónde esos aviones irán, y nos habríamos cambiado muy gustosamente por uno de sus pasajeros, esa tarde, en El Espartal, no sentimos la menor curiosidad. Tan a gusto nos encontrábamos. Todos nuestros deseos bien cumplidos...
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