El sábado pasado madrugamos porque tenía P. viaje a Águilas, a jugar un partido de liga. Como es el portero, lleva siempre dos bolsones enormes, que guardamos en el trastero, y cada vez que entrena o juega, hay que subir hasta allí, encima del séptimo piso, y bajar con ellos hasta el garaje... Yo trato de convencerlo, cada vez, de que cambie de deporte, no sé, que se apunte, por ejemplo, a ajedrez, que siempre será más cómodo que andar arrastrando semejantes baúles y donde no es necesario protegerse con un casco. Lo llevé hasta el autobús, me despedí deseándoles suerte a él y a sus compañeros, y cuando estaba de nuevo en casa todavía eran las nueve de la mañana.
De manera que a las once ya teníamos cumplidas A. y yo un montón de tareas domésticas y, en consecuencia, decidimos salir a airearnos.
Subiendo por Padre Romano, torcimos por el callejón de las Monjas, camino del Ateneo, donde al parecer estaban celebrando, muy tempranamente, lo del 15-M. Nos había dejado encargado P. que pasásemos por allí, a comprarle unas camisetas reivindicativas, o unos pin, lo que encontrásemos. Pero al pasar delante de la Asunción, nos tropezamos con una exposición maravillosa, del fotógrafo Castro Prieto. Ese de la Asunción es un edifico pequeño y desapercibido, escondido en esa callejuela, con un claustro lleno de luz, recogido y silencioso, donde tiene su sede el Instituto de Estudios Albacetenses y donde acostumbran a montar unas exposiciones interesantísimas, de las que solemos enterarnos cuando las han desmontado. Es un lugar, además, que nos trae bonísimos recuerdos. Memoria alegre de una tarde de juventud, cuando lo tomamos unos cuantos amigos, provistos de clavos, martillos y cordeles, para montar en un par de horas una de las primeras exposiciones de S., que dos horas antes de la inauguración todavía no había colgado ni uno solo de los cuadros. Mientras él se iba a comprar un par de calderos, vasos de plástico y unas cuantas botellas de vino y cola para agasajar con calimocho a los asistentes, nosotros nos organizamos para colgar su obra sin que uno solo de los cuadros quedase torcido ni lastimado. Cuando llegaron las autoridades, se encontraba todo en perfecto estado de revista, el artista arreglado pero informal, con su eterna sonrisa, y los amigos igualmente felices y satisfechos. Fue un éxito. Los cuadros gustaron mucho y el calimocho, sacado con una garcilla de los cubos de fregar, también.
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La exposición de Castro Prieto nos impresionó. Qué belleza de fotos. Estaba hecha con las que se trajo de sus viajes a Etiopía. Había de todo: retratos, paisajes, edificios, calles, cuartos, atardeceres, fiestas, ritos de paso, sueños... Algunas eran de grandes dimensiones, otras muy pequeñas, como las que sacamos todos en algún viaje familiar. Algunas en blanco y negro y otras a color. En varias salía él mismo, rodeado de gente, como un misionero alegre.
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Salimos tan maravillados y contentos, que nos fuimos a la librería... Y allí, también inesperadamente, nos encontramos con una novela de Natalia Ginzburg que no sabíamos ni que se hubiese editado aquí ni siquiera que la hubiesen traducido... Se trata de la segunda que publicó, de apenas cien páginas, un relato seco, poético y conmovedor en el que ya se escucha esa voz suya tan personal, impasible y humanísima al mismo tiempo.
www.acantilado.es
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Con el libro en la mano, salimos a la calle y nos metimos en un bar nuevo, a tomar un par de vinos. Era un vino, nos pareció a nosotros, también muy humano, como las fotos de Castro Prieto y las historias de Ginzburg. Natural de El Bierzo. Cuando terminamos nuestra charla con él, volvimos a casa, cogidos del brazo A. y yo. Llovía con fuerza, con una alegría también muy humana. Exactamente como la que llevábamos con nosotros.
¿Se puede pedir más en un solo sábado? Felicidades, E.
ResponderEliminarPues yo creo que no, amigo C. Muchas gracias.
ResponderEliminarQue la cuerva quedara a la altura de la expo era muy importante!!!
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