El tiempo pasa muy deprisa. Sobre todo si lo grabas con una tableta y lo haces aceleradamente. Se reuniron el sábado, en torno a J., el primo de A., gentes que se conocieron hace ya cuarenta años. Se juntaron alrededor de unas cuantas canciones que tienen, más o menos, el mismo tiempo. Lo hicieron, además, sobre un escenario, en San Lorenzo.
Yo estaba encargado de grabarlo todo.
Lo invitaron, al primo de A., a dar un concierto con el que recaudar fondos para el arreglo de ese lugar que una fundación, la de la Huerta de San Lorenzo, va rescatando poco a poco y que se ha convertido ya en un magnífico foco de cultura. Conciertos, conferencias, visitas arqueológicas y, una vez a la semana, un pequeño mercado con los hortelanos del barrio, todo para que no se caiga un edificio que el obispado había abandonado a su suerte y que amenazaba con venirse abajo y rodar, piedra a piedra, hasta el río Guadalquivir.
Al parecer llevan un tiempo organizando conciertos de esta clase, acústicos, recogidos, con cantantes más o menos aficionados, más o menos relacionados con la ciudad y el barrio. Al primo de A. le descubrieron su vena artística -caudalosa vena- hace poco más de un año, cuando participó en el concurso de versiones de Sabina. Actuó, en aquella ocasión, con notable gallardía y gran éxito de público. De manera que lo invitaron, nos avisó y allá nos fuimos.
Como A. también iba a subirse al escenario, a acompañar en algunas canciones, me dejó encomendada la tarea de grabar lo que pudiese. Hace apenas un año, cuando aquello de Sabina, también me encargó lo mismo. Cumplí entonces mi misión con eficacia, pero al día siguiente, tratando de reproducir lo grabado, no sé cómo, se borró todo.
Como A. no es rencorosa, olvidó pronto el agravio y volvió a confiar en mí. Yo hubiese preferido no hacerlo, pero no estaba en condiciones, tras el tropiezo aquel, de negarme. Así que me mentalicé para que todo saliese, esta vez, del mejor modo posible. Llegué con la batería cargada al 100%, me acomodé lo más cerca que pude del escenario, en la segunda fila, y esperé el comienzo del recital con la tableta en mi regazo. La miraba ensimismado: "Esta vez no me puedes fallar, bonica", le murmuré con dulzura mientras la acariciaba amorosamente.
Uno hubiese preferido haber visto el concierto y escuchar las canciones sin ese compromiso, sin ese intermediario enfadoso de la pantalla. Es un mal de nuestro tiempo este de querer atesorar los recuerdos en la tripas de unos aparatos electrónicos y sin alma. Deberíamos confiar más en nuestra memoria. Salvo desastres prematuros, es muy probable que dure más que esos trastos. Posee además la ventaja de suavizar las aristas de la realidad y acomodar lo sucedido a nuestro antojo, eliminando detalles poco airosos e inventando matices que hacen los recuerdos más dulces. En nuestra memoria, los buenos momentos se hermosean y los malos o se olvidan o no lo parecen tanto. La memoria acostumbra a mentir, y hace bien. Por el contrario, una grabación resulta de una fidelidad impertinente e innecesaria. En fin, que si estás ocupado en grabar la vida, o, como en este caso, un concierto, ni lo ves ni lo disfrutas en condiciones.
Las condiciones, además, fueron difíciles. Estábamos todos bastante encogidos -como Bruce Springsteen, el primo J. vendió todas las entradas-, y apenas había espacio para moverse; delante de mí, en la primera fila, tenía a una mujer de impecable permanente que de vez en cuando se acomodaba el culo y me ocultaba lo que ocurría en el escenario; y a mi derecha se sentaba C., la hija mayor del cantante, que coreó todas las canciones con enorme entusiasmo, las que se sabía y las que no, eso le daba lo mismo. Si la grabación hubiese salido bien, probablemente se le habría escuchado solo a ella. Yo, de vez en cuando cerraba la tableta y contemplaba todo con mis propios ojos, sin molestos intermediarios.
El concierto fue precioso. Estuvimos casi dos horas en la vieja sacristía de San Lorenzo, un poco como los primeros cristianos en las catacumbas. Aunque fue, naturalmente, un concierto laico, el lugar, la historia de esas piedras, y el hecho de que encontrásemos en cada silla unas hojas con las letras de las canciones, todo eso juntamente le dio cierto aire de misa antigua, de aquellas misas con guitarras y canciones esperanzadas y libres.
El cantor estuvo, a mi entender, espléndido. Didáctico y pedagógico, con su voz profunda, fue introduciendo cada canción como quien se da un paseo por la historia reciente de este país y por su propia biografía. Canció a canción, paso a paso, con una emocionante analepsis final. Bueno, en realidad todo el concierto fue un enorme, gozoso salto atrás. Paco Ibáñez, Hilario Camacho, Pablo Guerrero, Javier Krahe, Joaquín Sabina, Brassens, Carlos Cano... Los cuatro luceros, Teo, Palabras para Julia, Nos ocupamos del mar, Cuando tengamos las manos lentas... Para terminar con Vientos del pueblo, Andaluces de Jaén, el Canto a la libertad de Labordeta... Cantado todo ello con voz limpia, clara y sentida.
Al cantante lo presentó Cl., con un texto muy divertido. Volvió a subir luego al escenario para presentar a los miembros de Nuestras Manos, el grupo de J., primo de J. y el hermano de A., que acompañaron al cantante, con la ayuda de algunos refuerzos, en los temas finales. Entre esos apoyos estaban A. y su hermana L., que ya tarareaban esas canciones cuando uno andaba con las de los payasos de la tele. Como escudero y animador, ofició, con encanto y buen humor, D., que se encargó de dirigir al público para que coreásemos los estribillos.
Cuarenta años los contemplaban, y yo grabándolos, sin saberlo, en modo Time laps, esto es, a cámara rápida y sin sonido. Pero entonces todavía no me había dado cuenta.
Fue verdaderamente emocionante. Yo pienso que estas cosas solo se pueden conseguir gracias a la música. Si no hay una guitarra por medio, es muy difiícil que una cosa así, reunir a tanta gente tanto tiempo después, pueda lograrse.
Acabó el concierto entre grandes aplausos y abrazos y nos fuimos a cenar.
Cuando al fin salimos, nos acercamos hasta la plaza de El Salvador y de ahí hasta los miradores. La calle que lleva desde esta plaza prodigiosa a esos balcones sobre el valle es uno de los lugares más hermosos del mundo. Árboles, casas bajas, la sombra de la torre de El Salvador y al final, el valle inmenso y abierto, iluminado todo esa noche por la luz melosa y teatral de la luna llena. Un paisaje como ese solo lo puede igualar una atalaya frente al mar.
Allí volvieron a cantar los primos y amigos, ya sin guitarra ni más público que otra media docena de parientes y amigos. De nuevo viejas canciones. Cantado, y con esa vieja dama iluminándolo con suavidad,el mundo parece sin duda mejor, y todos nos podemos hacer la ilusión de ser más jóvenes y mejores.
Cuando subimos para casa ya eran más de las dos de la mañana. Por la Trinidad, excesivamente iluminada por unas farolas agrias e indiscretas, bajaban coches de los que salían unas músicas estridentes y pegajosas. Pero ni así perdimos las notas que aún seguían vibrando en nosotros, toda la poesía de esa noche de sábado. Solo se tambaleó un poco, esa sensación, al final, cuando C., la hija mayor del cantante, comenzó a contarnos que ella, como su padre, es mujer de grandes tripitrones. La despedimos a la puerta de su prima L., donde iba a pasar la noche, hablando todavía de esas músicas de viento, tan distintas de las que habíamos escuchado unas horas antes.
Al día siguiente, cuando quise enseñarle a F. lo que había grabado -más o menos la mitad del concierto- descubrí que lo había hecho como si fuese una película del cine mudo: con las imágenes aceleradas y sin sonido. Luego nos enteramos de que tampoco había grabado nada P., el herrmano de J., porque se le agotó la batería... Yo miraba una y otra vez las imágenes aceleradas de mi tableta y pensaba: "¡Qué rápido pasa todo!"
Todas las fotos de esta entrada están tomadas del facebook de algunosde los participantes.
Siempre hay alguien que sabe manejar un vídeo
La genialidad del relato mejora los recuerdos.
ResponderEliminarEMOCIONANTE COMENTARIO
ResponderEliminarMuchísimas gracias. Lo pasamos más que bien.
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