La semana pasada dimos por concluida nuestra temporada futbolística con el habitual partido en Las Pinaíllas...
Llegamos a ese exclusivo club de golf como los bárbaros a Roma, hablando más alto de lo que allí se habla, en grupos de cuatro o cinco donde la costumbre es ir de dos en dos, en coches un poco más polvorientos, un poco más viejos, un poco más pequeños de los que en aquel aparcamiento se estilan...
Vamos, además, con camisetas deportivas y en vaqueros, y nos cambiamos en unos vestuarios en los que lo único que se ve colgado en las perchas y taquillas son pantalones de pinzas y camisas con un crecido jugador de polo en el lado izquierdo o polos con un cocodrilo en el mismo lugar...
Es un sitio silencioso, en el que parece no haber nadie. Naturalmente, si nos dejan entrar es porque en seguida nos vamos al campo de fútbol 7, que está bastante apartado de los aterciopelados greenes y las calles de seda...
Alguien dijo que mientras el rugby es un deporte de villanos jugado por caballeros, el fútbol es en cambio un deporte de caballeros jugado por villanos. Vistas así las cosas, se entiende que el golf, tan lento, delicado y ceremonioso, sea cosa de patricios y otras gentes igualmente nobles, ociosas y despreocupadas.
El partido, como casi siempre, resultó agónico. Bajo un sol de justicia, luchamos a brazo partido, corrimos más de lo que nuestras fuerzas nos permitían y nos lo pasamos, efectivamente, como unos bárbaros. Tras ir perdiendo 5-1 en la primera parte, resurgimos de nuestras cenizas en la segunda y, en épica remontada, conseguimos el empate, momento en el que decidimos todos dar por concluido el encuentro. Más que un empate, por tanto, podríamos hablar de una rendición en toda regla.
Y ya nos subimos al bar, donde nos abrazamos a unas cervezas heladas que allí nos tenían preparadas y, sentados en la terraza, contemplamos el atardecer sobre aquella verde Roma entre bancales conquistada.
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