El viernes de Dolores la procesión marchaba, más que por las calles, por el cielo. Después de una mañana primaveral, limpia y espléndida, a la tarde aparecieron por el horizonte unas nubes nazarenas, encapotadas y sombrías que, con paso retumbante, cubrieron rápidamente la ciudad. La sumieron en una oscuridad preñada de pesar y llanto, un llanto que comenzó a caer en forma de gruesas lágrimas, como las que les resbalan por las mejillas a las vírgenes que sacan estos días por los pueblos de España, en muy pocos minutos... Fueron tan solo unas pocas gotas, pero tan densas y calientes, que impidieron la salida de la primera procesión, y obligaron a los penitentes de tierra, que ya estaban en las calles, a guarecerse bajo los aleros de las casas y en las puertas de los garajes. En una de estas vimos nosotros a uno, con el capirote bajo el brazo y la cabeza gacha, que parecía estar lamentándose. Pero no, solo estaba meando.
(elmundo.es)
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