jueves, 19 de enero de 2017

Medio siglo

He cumplido cincuenta años. Dos veces. La primera, prematuramente, el 27 de diciembre; la segunda, como tengo por costumbre, el 12 de enero. 

Me explico. El 27 de diciembre, martes, habíamos quedado a cenar con C. y H., con A. y N., con los chiquillos.

Habíamos pasado la mañana, que había salido como del taller de un damasquinador, brillante y dorada por un sol espléndido, en Mieres. Habíamos tomado un café y comprado un par de libros en el café-librería que han abierto frente al parque. Después de comer leímos un rato, para hacer la digestión, a Pla, y, al atardecer, salimos para Oviedo. Un día perfecto.

Habíamos quedado en recoger a N. y a M., porque sus padres estaban haciendo unos recados y nos encontraríamos en el bar. Bajamos con el coche hasta El Campillín, donde aparcamos, y, como aún era un poco pronto, dimos una vuelta. M. tenía interés en mostrarme un pub que acababan de clausurar por no sé qué turbios asuntos, y también la pista de hielo de la plaza de la catedral, tampoco entendí muy bien por qué. Dimos esa vuelta, un poco más lentamente de lo que me parecía razonable. 

Finalmente, tomamos la calle Postigo Alto y nos acercamos al Boca a Boca, porque ya era la hora de la cita y a uno le gusta ser puntual. Cuando nos acercamos, vi por los ventanales que el bar estaba lleno, repleto. Me pareció raro porque teníamos reservada la mesa y allí no se adivinaba un rincón libre. Entramos. Yo el último. Y ahí fue cuando empecé a cumplir, quince días antes de la fecha oficial, mis cincuenta años...

Allí vi, uno a uno pero como si se me apareciesen de un solo golpe de vista, a la gente que más quiero, familiares y amigos, que rompieron a cantarme el cumpleaños feliz...

Si alguien me hubiese avisado, yo creo que no habría aparecido, hubiese dado esquinazo y huido a otra parte. Por la vergüenza, por el pudor... Si alguien me hubiese advertido de la que se me estaba tramando, me habría imaginado que no sería capaz de mostrame con normalidad... Menos mal que no fue así. Menos mal que consiguieron engañarme por completo. Tras un primer momento de pasmo e incredulidad - y un poco de miedo-, sentí una  felicidad enorme, una alegría tan pura y natural que comencé a disfrutarla como si uno realmente la mereciese.

Poco a poco fui enterándome de los detalles. De cómo A. llevaba urdiendo el asunto desde hacía meses, del grupo de whatsap que había creado, de la colaboración de los amigos, del talento para la trola y el disimulo de casi todos (esa misma mañana nos habíamos encontrado a J., que se iba para Úbeda; mi hermano se suponía que trabajaba esa noche; M. estaba en Galicia, y también era el trabajo la que la retenía allí; con mis primas íbamos a merendar al día siguiente; N. tenía que ir a Santander, a recoger a su cuñada...).

No sé cómo seguir contando esa noche que cumplí, un poco antes de la cuenta, cincuenta años. Solo que esa fecha y ese lugar -El Boca a Boca es un lugar recomendabilísimo-) no creo yo que los olvide nunca. No, al menos, hasta que llegue el alzhéimer. Si me dejase el ayuntamiento, pondría una placa en la fachada, para agredecerle a A. esa conspiración maravillosa, y a los amigos y familia -tanto monta, monta tanto- el que estuviesen allí. Creo que la palabra es esa: agradecimiento, aderezado con esa felicidad tan grande que sentí toda la noche, mientras cantábamos, comíamos y bebíamos un poco y nos dábamos abrazos y noticias unos de otros, sobre todo los que llevábamos más tiempo sin vernos...

Acabamos en un pub detrás de la catedral, que conocía N., vacío, con una camarera de Pola de Lena, al que le explicaron el caso y que nos recibió con los abrazos abiertos y nos puso la música de nuestra juventud (Los Secretos, Radio Futura, Nacha Pop...). Acabamos bailando todos en una esquina y cuando llegaron los clientes habituales, nos despedimos bajo un cielo cuajado de estrellas. O eso me pareció a mí.

Fue un día glorioso e inolvidable.

Te quiero, Anita. Os quiero.


 ( El cero explotó)


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