El jueves tuvimos un curioso encuentro. Íbamos camino de una comida familiar, que nos invitaba nuestro cuñado porque cumplía años, cuando, en la esquina de la Plaza Mayor, se nos apareció un hombre. Un hombre mayor. Muy mayor. Parecía sacado de una novela picaresca: calzaba unas alpargatas hambrientas y vestía unos pantalones muy holgados de un color difícil de precisar, una zamarra sobada de un azul desvaído, un raído jersey, una bufanda, un gorro de lana... Llevaba también un zurrón. Nos preguntó si sabíamos de una administración de lotería, pues la de la calle Albarderos, que era la que buscaba, se la había encontrado cerrada. Y tenía él mucho interés en comprar allí algunos décimos, porque siempre que había adquirido alguno en ese negocio, siempre le había tocado algo, aunque fuese un pellizco.
Le informamos que era día de fiesta, y que por esa razón se la había encontrado así, con el cierre echado. Se sorprendió, que no sabía él qué fiesta era ese día .Y pasó a contarnos que él conocía muy bien la ciudad, porque la había visitado a menudo en otro tiempo, pero como hacía mucho de la última vez, lo había encontrado todo muy cambiado, y se encontraba un poco confundido. Hablaba despacio y muy claro, lanzando perdigones entre unos dientes que parecían las bardas de un corral abandonado, amarillos y a medio caer... Le brillaban, al hablar, el agua de los ojos y una pústula color violeta que lucía en la frente como un adorno navideño...
Le preguntamos de dónde venía. De Alcázar de San Juan, nos dijo, y que había llegado muy temprano y en tren. Le indicamos que tal vez podría hacerse con un billete en algún bar, o en el estanco de la estación, que como vendía periódicos, seguramente lo encontraría abierto. Nos contestó que ya había comprado unos cuantos, en el bar donde había comido, frente al mercado. Que esa era la zona que mejor conocía, porque venía a ese mercado con frecuencia, a vender o comprar los mulos que le ayudaban en sus tareas. Y nos preguntó si no conoceríamos también el domicilio de un vaciador que recordaba él que vivía muy cerca de esa plaza, ya que le gustaría pasar a verlo, por el gusto de saludarlo, y que hasta llevaba las tijeras de esquilar - tentó el zurrón-, por si se lo encontraba y podía afilárselas como entonces, también por capricho, porque ahora para poco le servían ya...
Nos dio las gracias por haberle prestado atención y se despidió levantando levemente el sucio gorro de lana. Lo contemplamos marcharse preguntándonos a través de qué secreta galería habría llegado ese hombre hasta esa plaza, ese día de fiesta...
Los manchegos venian a Úbeda a vender queso y vino y se llevaban aceite.
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