Cuando llegamos a casa, nos recibió mi padre con la mano izquierda inmóvil, metida en el bolsillo de la chaqueta. Como si fuese manco.
Cuando le preguntamos por ella, por qué la tenía allí guardada, la sacó con dificultad. La tenía hinchada como una bota de vino. Y palpitante y dolorida, tanto que no podías ni rozársela. Nos confesó que había pasado una noche malísima, que apenas había podido dormir, pues el más mínimo movimiento, al variar la posición de esa mano, le hacía ver las estrellas. Que habían llamado, mi madre y él, a una mujer que ellos conocen, una señora que le alivió una vez una tendinitis, que también echa las cartas y pasa el agua... Yo no daba crédito.
De manera que dejé las maletas en la habitación y me lo llevé al ambulatorio de La Villa, a urgencias, a pesar de sus protestas.
Cuando llegamos, apenas unos minutos después de las ocho de la tarde, estaban unos adolescentes arrastrando a un amigo con una borrachera gloriosa. "Coma etílico", dictaminó el médico de guardia, que los esperaba a la puerta. "¡Qué pocas cosas cambian!", pensé. Todos los viernes, más o menos a esas mismas horas, ya pasaban estas cosas en mi pueblo cuando uno tenía la edad de esos chavales.
Yo pienso que mi padre no quería que lo viese un médico porque creía que lo irían a ingresar, como en el verano. Pero no. El médico, un joven encantador, le aseguró que era ácido úrico, gota. Le recetó corticoides y nos mandó para casa. Volvía mi padre, con ese diagnóstico y antes incluso de tomarse la primera pastilla, muy aliviado.
Arreglado ese primer imprevisto, a la mañana siguiente tuve que llevar el coche al taller. El día anterior, cuando ya estábamos llegando a nuestro destino, a la altura de Vega del Ciego había saltado la señal de que iba el aceite del motor algo escaso. Me acerqué al más cercano, al lado de la carnicería de Benido, una carnicería que no cierra nunca y tiene horario de supermercado chino. Estaban en el taller el dueño y un amigo suyo, de tertulia. Había en el taller un único coche, un seat 600 de los que abrían las puertas hacia la derecha, esto es, antiquísimo. Mientras recebaban nuestro motor con el litro de aceite que le faltaba, se quejaban de cómo han mudado los tiempos, de que ahora todo está hecho de plástico, y todo se fía a la electrónica y los ordenadores, que ya ni varilla para saber cómo va el nivel de aceite llevan la mayoría... El nuestro sí la tenía -yo me enteré en ese mismo momento-. La comprobaron y, efectivamente, el ordenador de abordo llevaba razón. Y me contaron la triste historia de un señor que bajando de San Isidro tuvo la mala suerte de que una piedra le diese en los bajos de su coche, descomponiéndole el sensor que le indicaba ese nivel. Y que como no tenía esa varilla y nadie le avisó, acabó por quemársele el motor. Andaba ahora ese hombre, me informaron, de pleito con el seguro, que se negaba a hacerse cargo... Llovía afuera, y se estaba bien en ese pequeño taller, escuchando las elegías mecánicas de esos dos hombres, al lado de ese 600 que mantenían impecable. Pero tenía otras cosas que hacer, me esperaba P. para irnos a Oviedo y tras pagarle lo que me pidió tras un cálculo mental y dubitativo -"Dame..., hum, doce euros..."-, me despedí muy cortésmente.
Nos fuimos, P. y yo, dejando la mano de mi padre muy mejorada y fuera ya del bolsillo y el coche con el nivel de aceite que conviene.
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