En el pasillo de la habitación de F. hay un enfermo que parece el hombre invisible y, al fondo, el pabellón de los pacientes con trastornos alimentarios. El hombre invisible lleva todo el rostro vendado porque le explotó una bombona de gas. Las muchachas del pabellón montaron un pequeño belén en la entrada del hospital, junto a la cafetería.
Por lo demás, apenas se ve a nadie por los pasillos y todo está silencioso. Es un hospital público muy alabado por la pericia de los médicos y cirujanos, por la amabilidad y discreción de las enfermeras y auxiliares, por la limpieza y por ese silencio maravilloso, sanador, tonificante...
Pues bien, todo esto, que pertenece a la comunidad porque la comunidad lo paga, es lo que pretenden liquidar para beneficio de unos pocos. Nosotros, la comunidad, la tribu, la chusma ciudadana, continuaremos pagando tanto o -lo que es más probable- mucho más de lo que pagamos ahora, pero a cambio todos esos bienes: la pericia de los cirujanos, la limpieza, el silencio, la amabilidad exquisita, se habrán perdido por el camino. En muy poco tiempo, de todo eso ya no habrá noticia.
Las empresas asesoradas, presididas o tuteladas por la casta política se quedarán con el dinero a cambio de una sanidad para menesterosos. Y no habrá uno que no deje de sacar provecho de este robo indecente...
Para pensar de este modo no creo yo que haga falta ser un vidente o un radical demagogo y peligroso. Para pensar así solo hace falta escuchar lo que se dice en el Congreso, lo que se denuncia en algunos medios o se defiende en los otros... Tan solo hace falta abrir un poco los ojos y tener los oídos no muy sucios. Hasta alguien tan despistado como uno se da cuenta...
De manera que, aunque estamos alegres por la recuperación de F., cada vez que vamos al hospital nos acometen estos pensamientos y salimos de allí como el poeta, umbríos por la pena, casi brunos...
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