Ayer operaron a F. de la rodilla. Le quitaron la suya, que estaba "deshecha", en palabras del cirujano, y le pusieron una nueva, de algún tipo de plástico me imagino.
Lo hicieron temprano y rápido, a las ocho de la mañana. Pero luego la tuvieron en reanimación hasta las ocho de la tarde. Al parecer, es ese el protocolo. Entró al quirófano, me contó A., por su propio pie, y, según el cirujano de nuevo, se portó muy bien. Sus hijas tenían cierto miedo a que hubiese hablado más de la cuenta durante la operación, ya que la anestesia fue local. F., después de largos años cuidando enfermos, posee unos conocimientos médicos nada desdeñables, y además ha visto por la tele unas cuantas veces operaciones de esta clase, de rodilla y de cadera... Uno de sus nietos aventuró guasón que podríamos haberle dado un móvil para que fuese retransmitiendo la operación en directo... La vi un rato, recién llegada a su habitación. Me contó, muy gráficamente, las sensaciones durante la intervención, los golpes, que parecían de martillo, y el sonido áspero de las sierras...
Con un vendaje aparatos cubriéndole toda la pierna, y una bolsa de hielo sobre la nueva rodilla, parecía un futbolista seriamente lesionado. Pero tenía muy buen aspecto, en absoluto cara de enferma, que era lo que más le preocupaba...
Luego, como A. se iba a quedar con ella a pasar la noche, acerqué a L. a su casa. Mientras salíamos del hospital, limpio, silencioso, de enfermeros amabilísimos y muy atentos, fuimos cantando la elegía de la sanidad pública:
"Cuando comiencen a fallarnos a nosotros las rodillas, que nos fallarán, ¿habrá todavía un lugar cómo este?, ¿habrá quien nos las cambie y nos las venga a curar?
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