Ahora que ya parece haberse instalado, al fin, para una larga temporada; ahora que salimos cada mañana con bufanda, guantes y hasta un gorro; ahora que los termómetros de la ciudad marcan cada día varios grados bajo cero... Ahora que sucede todo eso, qué abrigado leer este poema de A. T.:
FINAL DEL VERANO
Hubo primero extremos movimientos
de tropas en el cielo.
Legiones apretadas de vencejos
y ansiosas golondrinas parecían,
entre gritos de júbilo, estar
preparando su anábasis.
De ayer a hoy el aire
se vació de vuelos. Qué extraña
su partida. El silencio que han dejado
cubre los negros árboles y montes
como cubren de sábanas los muebles,
fantasmales y blancas, de un palacio.
Incluso se diría que los últimos
en partir se olvidaron de cerrar
la puerta de los campos,
y ruedan por el suelo, como papeles rotos
en un final de fiesta, desoladas
hojas secas y abrojos.
Siguen sin cosechar algunas uvas
maduras en la parra y el perfume
opulento del nardo
se pierde entre las zarzas. Lo llamamos
otoño. Alguien aquí
tenía que quedarse y rendir cuentas
de momentos tan frágiles,
alguien también que cuando llegue el día
de salir al encuentro del invierno
y rendirle la plaza de la vida,
le diga con voz firme:
“Nada de cuanto vengas a llevarte
es en verdad valioso;
la alegría la dimos a los pájaros,
y está a salvo”.
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