El viernes por la tarde, a esa hora en que la luz comienza a desmayarse, me fui a ver libros viejos. Fui hasta la Feria del Libro, que acababan de inaugurar. A mí, contemplar libros -viejos o nuevos- me calma y consuela.
Estuve allí casi dos horas y no pensaba comprar nada hasta que vi una Doña Perfecta de 1883 más barata que las novelas del día, y la primera edición de Un hombre que se parecía a Orestes, por cinco euros. Uno se ha burlado a menudo de los bibliófilos que cuentan estas cosas, pero, con esos dos libros metidos en una bolsa de plástico bajo el brazo, abandoné la feria del mejor de los humores y, aunque solo, en la mejor de las compañías.
Volví a casa despacio, sereno, con el alma en su sitio -esté donde esté-, seguramente con cara de bibliómano -dime de quién te burlas...-, pero sintiéndome además sencillo, bueno, feliz. Tomé por una calle estrecha, la calle Ricardo Castro, por la que habremos pasado decenas de veces, apresurados e intempestivos, sin fijarnos casi en nada. Ya era de noche, y de noche cualquier calle es bonita. Y antigua. Ese viernes recién atardecido, la calle Ricardo Castro era una calle de hace cincuenta años. Tres o cuatro casas viejas, todavía habitadas, una almacén de insecticidas y un club de esgrima. Al fondo, la fachada de la Cruz Roja, iluminada y con una balcón acristalado y molduras en las ventanas, parecía un edificio noble y con algún valor artístico.
Al llegar al final y doblar hacia San Antonio, como iba también mirando a todas partes, me encontré con un letrero en el primer piso de un bloque gris: "Tratamos almorranas", en letras negras. Debajo, los teléfonos de la consulta. Está ese cartel, en el que nunca habíamos reparado, enfrente de la bandera de la Falange, que cuelga de un caserón medio abandonado, donde esta facción tiene su sede. Descubrir ese cartel, en ese lugar, me puso todavía más contento.
Ya en Pablo Medina, del Bar Los Faustinos salieron en tropel una media docena de tunos. Yo pensaba que ya se había muerto el último y se habían extinguido. Pero se ve que no. Con sus capas, sus botas altas, sus medias y sus calzones acuchillados; con sus laúdes, cítaras y panderetas; con sus barbas y perillas; directamente llegados del Barroco. Pensé entonces en nuestras admiradas Vainica Doble, en esa canción suya en la que les piden a estos anacrónicos mocetones que se vuelvan a su siglo XVII.
En el parque del ayuntamiento gritaban los chiquillos llamando a las golondrinas que no tardarán en llegar, y en las rampas practicaban patinadores primerizos.
Todo parecía latir acompasadamente. La ciudad era antigua y hermosa, los tunos ya se habían perdido en la oscuridad, camino de su siglo, y yo volvía a casa con dos libros viejos bajo el brazo.
El viernes, durante un momento, el mundo estuvo bien hecho.
El viernes, durante un momento, el mundo estuvo bien hecho.
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