lunes, 31 de marzo de 2014

Sábado a la intemperie

El sábado, y no es exageración, no paramos en casa ni un minuto.

Me levanté temprano y me fui, mochila al hombro, a la piscina, donde continúo mi lucha, cuerpo a cuerpo, con el agua, ese elemento.

Después, tras cambiar el chándal por un atuendo más digno, me marché con A. a hacer acopio de las provisiones de la semana. Antes era esta una actividad que me cargaba lo indecible. Ahora, sin embargo, como ya nos llaman por el nombre cuando entramos en la charcutería y la pescadería, en la frutería y la tahona, pegamos un rato la hebra mientras nos preparan las pechugas, el embutido, las truchas o el salmón, y así pasamos más agradablemente el rato.

Dejamos las bolsas en la cocina y salimos a la librería a por las lecturas de P. para la próxima evaluación. Charlamos también un rato con Ax. y como nos pareció que merecíamos un respiro de tanto mandao, nos tomamos un cerveza en el Azabache, donde también nos conocen como parroquianos más o menos regulares.

Comimos un pollo asado -en el asador también me llaman por mi nombre, sobre todo porque trabaja allí un antiguo alumno, que me recibe cada vez que aparezco con grandes cortesías, mucho más grandes que cuando entraba en su clase hace ya largos años- y casi con el postre en la boca nos marchamos P. y yo para Villarrobledo.

Tenía P. partido de hockey. En el pabellón había más jugadores que público, tan solo media docena de padres entregados que seguimos el partido como si se tratase de una final europea o mundial a pesar de resultar el encuentro muy plácido, sin demasiadas emociones. 3 - 2 para el equipo local. Cuando juegan en Albacete, ganan los nuestros; cuando en Villarrobledo, ganan ellos. A mí esto me parece muy bien pensado y el origen de esa placidez y civismo con que se suelen enfrentar.

A la vuelta, cinco horas después de haber dejado nuestro dulce hogar, me esperaba A. para cenar temprano, cualquier cosa, que a las diez nos íbamos de concierto...

Yo, que soy hombre de rincón, a esas alturas del día me encontraba ya exhausto y desfalleciente, pero saqué fuerzas de flaqueza y allí nos fuimos, a la calle otra vez, todo por la música...

Habría lamentado perdérmelo. Fueron dos horas maravillosas. Yo no sabía muy bien a qué iba. Solo que se trataba del grupo de Vania, el compañero de música de A., que es una especie de Mozart manchego, multinstrumentista, cantante y compositor, siempre con la cabeza a pájaros, pero a pájaros canores. Hace unos días se le estaba quejando a A. de lo mucho que le molestaban los pies esa mañana, y de que se había levantado con una rara cojera. Resultó que se había puesto una bota en el izquierdo, y un zapatilla deportiva en el derecho... Al parecer, a Vania - que se llama así porque es de Villamalea, pequeña Rusia manchega donde abundan esta clase de nombres- cosas como esta le suceden a menudo. Tocaron Vania and the Muffins, y Karmento, que es una muchacha de Albacete de voz prodigiosa e inspiradas letras que se compone ella misma. Fue la que abrió el concierto y nos puso la carne de gallina, en el pequeño teatro donde estábamos todos muy juntitos, los artistas y el respetable público. Luego, poco a poco, fueron entrando los músicos y canción tras canción, nos íbamos volviendo todos más sencillos, nobles y buenos... Sentados en las butacas pero con unas indecibles ganas de bailar, de cantar tan bien como ellos, de saber tocar todos los instrumentos que estaban tocando y de abrazarlos a todos juntos, por el rato que nos estaba haciendo pasar...


              



                      

       



Volvimos de madrugada, del brazo y muy felices, por el concierto pero también por volver, al fin, a casa. Y esa felicidad se hizo más dulce aún al abrir la puerta y entrar al pasillo, silenciosos, porque una de las cosas más dulces que te pueden pasar es esta de llegar, en la alta noche, a una casa donde duermen seres muy queridos... Al acostarnos, sonaba en nuestra cabeza la última canción del concierto, la única versión que hicieron en toda la noche...



            

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